Capítulo 36

Rose Feller sabía que ese día llegaría.

Después de pasear perros durante tres meses y recoger ropa de la tintorería, de hacer viajes al drugstore, a la tienda de comestibles y al videoclub, supuso que estaba más que preparada para tropezar con algunas de las caras conocidas de sus menos que apacibles días en Lewis, Dommel, and Fenick. De modo que un soleado día de abril, con una temperatura de 16 grados, cuando Shirley, la dueña de Petunia, le dio un sobre con la conocida dirección impresa en el exterior y le dijo como si tal cosa: «¿Podrías llevar esto al despacho de mi abogado?», Rose tragó saliva, metió el sobre en el bolso que llevaba colgado en el hombro y se montó en la bicicleta, pedaleando en dirección a Arch Street y a la centelleante torre en la que una vez había trabajado.

Cabía la posibilidad, reflexionó mientras pedaleaba, de que nadie la reconociese. A Lewis, Dommel, and Fenick había ido a trabajar con pantalones de traje y zapatos de tacón (y enamorada, insistía en recordarle su ocurrente cerebro). Y hoy llevaba shorts, calcetines hasta media pierna con motivos de sartenes, huevos fritos y tazas de café (un pequeño recuerdo que le había dejado Maggie), y unas zapatillas de suela dura para ir en bici. El pelo, que le había crecido, le llegaba por debajo de los hombros y se había hecho dos trenzas; a fuerza de intentos y errores, Rose se había dado cuenta de que era el único peinado que podía llevar debajo del casco. Y, aunque no había perdido peso desde su desagradable abandono del mundo de los litigios, su cuerpo era distinto. Tras muchos días de bici y paseos tenía músculos en brazos y piernas, y la sempiterna palidez que lucía en el despacho había sido sustituida por el bronceado. Sus mejillas rosas resplandecían y su pelo trenzado brillaba. Así que al menos eso estaba a su favor. «Adelante —dijo para sí mientras salía del ascensor y caminaba hacia la recepción con las pantorrillas desnudas, brillantes y tostadas, y las zapatillas, que chacoloteaban sobre el suelo embaldosado—. Adelante.» No sería difícil. Dejaría el paquete, obtendría una firma, y…

—¿Rose?

Contuvo el aliento, medio esperando que lo que había oído fuese producto de su imaginación y no hubiese salido de uno de los despachos que había al otro lado del vestíbulo. Se volvió, y ahí, de pie, estaba Simon Stein, el instigador del softbol en pista cubierta, con su pelo rojizo deslumbrante bajo los focos del techo, y su apagada corbata roja y dorada, que acentuaba la suave curva de su barriga.

—¿Rose Feller?

Bueno, pensó ella, esbozando una sonrisa y saludando fugazmente con la mano, podría haber sido peor. Podría haber sido Jim. ¡Si ahora pudiese simplemente dejar el sobre y largarse de aquí…!

—¿Cómo estás? —inquirió Simon, que había cruzado a toda prisa el vestíbulo y ahora estaba justo a su lado, mirándola de arriba abajo como si hubiese mutado en una especie aún desconocida. Quizás eso era lo que le había pasado, pensó irónica. La ex abogado. ¿A cuántos como ella habría conocido Simon Stein?

—Estoy bien —respondió ella en voz baja, y le dio el sobre a la recepcionista, que observaba a Rose sin disimular su curiosidad, intentando casar a la chica bronceada y con shorts con la joven seria que vestía trajes de chaqueta.

—Nos dijeron que estabas de baja —explicó Simon.

—Y así es —se limitó a decir Rose mientras cogía el albarán firmado que le había dado la recepcionista y se volvía al ascensor. Aunque rezó para que no lo hiciera, Simon la siguió.

—¡Oye!, ¿has comido ya? —le preguntó.

—De verdad, tengo que irme —se excusó Rose mientras se abría la puerta de uno de los ascensores y emergía de él un enjambre de socios. Rose escudriñó furtivamente en busca del rostro de Jim y no volvió a respirar hasta comprobar que no estaba.

—Comerás gratis —aseguró Simon Stein dedicándole una seductora sonrisa irónica—. Venga, algo tendrás que comer. Iremos a un sitio de postín y fingiremos ser importantes.

Rose se rió.

—Imposible si voy vestida así.

—¡Pero si nadie te dirá nada! —repuso Simon, y se metió en el ascensor con Rose como si fuese uno de los perros que ella paseaba a diario—. Tranquila.

Al cabo de diez minutos estaban sentados a una mesa para dos en el restaurante Oyster House de Sansom Street, y tal como Rose se había temido, era la única mujer que no llevaba medias y tacones.

—Dos tés helados —pidió Simon Stein mientras se aflojaba la corbata y se arremangaba la camisa dejando al descubierto sus pecosos antebrazos—. ¿Te gusta la sopa de almejas?

—¿Comes fritos?

—Por supuesto, algunas veces —fue la respuesta de Rose, que se soltó las trenzas y trató de ponerse bien el pelo con naturalidad.

—Dos platos de sopa de almejas de Nueva Inglaterra, y una fuente de pescado y marisco —le dijo a la camarera, quien asintió aprobatoriamente.

—¿Siempre pides por los demás? —inquirió Rose, que había decidido que lo de su pelo era una causa inútil y ahora intentaba tirar de los shorts para taparse las costras que tenía en la rodilla derecha.

Simon Stein asintió satisfecho de sí mismo.

—Siempre que puedo —contestó—. ¿Alguna vez has tenido envidia gastronómica?

—¿Y eso qué es? —preguntó Rose.

—Cuando vas a un restaurante y pides algo, y luego ves que lo que le han traído a otra persona tiene un aspecto diez veces mejor que lo que tú has pedido.

Rose asintió.

—¡Pues claro! Me ha pasado un montón de veces.

Simon estaba encantado. Lo cierto era que con esos rizos pelirrojos y esa sonrisa se parecía un poco al payaso de la Fundación Infantil Ronald McDonald.

—Pues a mí no me pasa nunca —declaró.

Rose lo miró con fijeza.

—¿Nunca?

—Bueno, casi nunca —corrigió Simon—. Soy un experto en pedir. Un maestro de las cartas.

—Maestro de las cartas —repitió Rose—. Tendrías que salir en la tele, o en el canal satélite al menos.

—Sé que suena absurdo —siguió Simon—, pero es verdad. Pregúntale a quienes han salido alguna vez conmigo. Nunca me equivoco.

—Muy bien —dijo Rose, que aceptó el desafío y pensó en el mejor restaurante en el que había estado recientemente, entendiendo «recientemente» como hacía seis meses, adonde había ido con Jim una noche en que habían salido tarde del despacho, ambos convencidos de que no tropezarían con ningún conocido—. London.

—¿La ciudad o el restaurante?

Rose reprimió su impulso de poner los ojos en blanco.

—El restaurante. Está por la zona del Museo de Arte.

—Lo sé, lo sé —repuso Simon—. Hay que tomar calamares salpimentados, pato asado con jengibre dulce y el pastel de queso con chocolate blanco de postre.

—¡Asombroso! —exclamó Rose con cierto sarcasmo.

Simon se encogió de hombros y levantó sus pequeñas manos hacia el cielo.

—Mira, chica, yo no tengo la culpa de que lo único que comas sean patatas asadas y pescado a la parrilla.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Rose, que, si mal no recordaba, cuando estuvo en el London pidió salmón a la parrilla.

—Cuestión de suerte —respondió Simon—. Además de que es lo que comen siempre la mayoría de las mujeres. ¡Una lástima! ¡A ver…! Dime otro.

—Un brunch en el Striped Brass —propuso Rose; era uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Su padre las había llevado, a Maggie y a ella, como algo especial. Rose había tomado rodaballo. Maggie, aún lo recordaba, tres copas de ron con Coca-Cola y, finalmente, el número de teléfono del sommelier.

Simon Stein cerró los ojos.

—¿No es en esa carta donde tienen los huevos Benedict con langosta escalfada?

—No lo sé, porque la verdad es que nunca he ido a tomar un brunch.

—Pues deberíamos —comentó Simon.

«¿Deberíamos?», pensó Rose.

—Porque eso es lo que te dan —continuó—. Empiezas con ostras, si te gustan… Te gustan, ¿no?

—Naturalmente —contestó Rose, que nunca las había probado.

—Y luego te dan los huevos Benedict con langosta escalfada. Están exquisitos. —Le sonrió—. Siguiente.

—Penang —dijo Rose. Penang era el nuevo restaurante malasio de cocina fusión picante que acababan de abrir en Chinatown. Lo conocía porque lo había leído en alguna parte, pero Simon Stein no lo sabía.

—Arroz con coco apelmazado, alitas de pollo asadas, rendang de ternera (plato indonesio de carne cocida en especias y leche de coco), y los rollitos de primavera con gambas frescas.

—¡Guau! —exclamó Rose mientras la camarera les ponía la sopa delante. Hundió la cuchara en ella, la probó y cerró los ojos notando cómo su boca se llenaba con la textura de la crema y el ligero sabor a sal del mar, a almejas frescas y dulces, y a patatas cocinadas hasta que se deshacían en la lengua—. Ésta es mi dosis de grasa para toda la semana —apuntó en cuanto se recuperó.

—No cuenta, si es otro quien paga —replicó Simon Stein, que le ofreció a Rose una galleta salada—. Prueba una.

Rose se comió medio plato de sopa antes de que se le ocurriera volver a hablar.

—Esto está delicioso —confesó.

Simon asintió como si no esperara otra cosa que el elogio de la sopa.

—Bueno, ¿por qué no me cuentas algo más de la baja?

Rose tuvo dificultades para tragar una pelota de almeja y patata.

—Verás… mmm…

Simon Stein la miraba con aire zumbón.

—¿Estás enferma? —inquirió—. Porque ése era uno de los rumores.

—¿Uno de los rumores? —repitió Rose.

Simon asintió y apartó a un lado el plato de sopa vacío.

—Lo primero que se rumoreaba era alguna misteriosa enfermedad, luego que te habían hecho una oferta en Pepper, Hamilton. El tercer rumor…

Justo entonces reapareció la camarera con una fuente llena de dorado marisco frito y pescado. Simon se entretuvo exprimiendo un limón por encima y echando a las patatas un generoso pellizco de sal.

—¿Cuál era el tercer rumor? —quiso saber Rose. Simon Stein se metió dos vieiras fritas en la boca y la miró con sus ojos azules muy abiertos, cándidos debajo de sus pestañas rojizas rizadas.

—Qtnías navntura —contestó mientras engullía las vieiras—. Con uno de los socios.

Rose se quedó boquiabierta.

—Yo…

Simon alzó una mano.

—No hace falta que digas nada. Ni siquiera tenía que haber sacado el tema.

—¿Alguien lo cree de verdad? —preguntó Rose tratando de ocultar su sorpresa.

Simon se sirvió salsa tártara y sacudió la cabeza.

—No. La mayoría apuesta por un lupus o problemas de lumbalgia.

Rose comió unas cuantas almejas e intentó aparentar indiferencia y no sentirse ridícula. Pero, naturalmente, era ridícula. Había dejado su trabajo, su novio la había abandonado, iba vestida como una colegiala sin serlo, y ahora un chico al que apenas conocía le salaba las patatas fritas. Y lo peor de todo era que la gente sabía lo suyo con Jim. Y ella había creído que era un secreto. ¿Se podía ser más tonta?

—¿Se barajaba algún nombre concreto? —inquirió como si tal cosa mientras hundía una gamba en la salsa tártara y deseaba con ahínco que al menos parte del secreto siguiese a salvo.

Simon Stein se encogió de hombros.

—No presté atención —contestó—. Eran sólo chismorreos, nada más. Ya sabes cómo son los abogados. Les gusta tener respuestas para todo, así que cuando de repente desaparece alguien, pues quieren una explicación.

—No he desaparecido. Estoy de baja, ya lo sabes —insistió Rose con terquedad y comió un trozo de lenguado que, bien considerado, era muy sabroso. Tragó y se aclaró la garganta—. Entonces, mmm… ¿Qué tal en el bufete? ¿Qué tal te va?

Él se encogió de hombros.

—Igual que siempre. Ahora tengo un caso propio. Por desgracia, el del Estúpido del Bentley.

Rose asintió comprensiva. El caso del Estúpido del Bentley era el de un cliente que había heredado los millones de su padre pero, al parecer, no su inteligencia. El cliente se había comprado un Bentley de segunda mano, y se había pasado los dos años siguientes intentando que el concesionario le devolviera el dinero. Argumentaba que desde el primer día que fue por la autopista salió del coche una nube de aceitoso humo negro. Lo que el concesionario sostenía —y que, lamentablemente para el cliente, apoyaba su ahora ex mujer— era que el humo era el resultado de que el cliente hubiese conducido el Bentley por la autopista con el freno de mano puesto. Mientras Simon le contaba algunos detalles, Rose vio cómo éste intentaba sonar aburrido y cínico —asqueado de que la empresa tuviera un cliente tan bobo, asqueado por un proceso que había dejado que el caso hubiese llegado tan lejos dentro del sistema—, pero el aburrimiento y el cinismo eran una fina pátina fácilmente movible que ocultaba el obvio entusiasmo de Simon Stein por su trabajo. Por supuesto que era un caso pequeño, y por supuesto que el cliente era un idiota, y no, decía con ojos brillantes y agitando las manos, este caso no sentaría precedente, pero aun así Rose intuyó que Simon se divertía hablando de conciliaciones, de la sorprendente citación del barriobajero mecánico llamado Vitale. Rose suspiró mientras escuchaba, deseando todavía sentir eso respecto al mundo de la abogacía y preguntándose si, realmente, se había sentido así alguna vez.

—Pero ya hemos hablado bastante del caso Bentley —concluyó Simon, que se metió la penúltima gamba frita en la boca y le pasó la última a Rose—. Por cierto, que tienes un aspecto magnífico. Se te ve muy relajada.

Rose se miró de arriba abajo con tristeza, desde su camiseta ligeramente sudada hasta sus pantorrillas tatuadas con la grasa de la cadena de la bicicleta.

—Eres demasiado amable.

—¿Te gustaría cenar conmigo el viernes? —propuso Simon.

Rose se quedó helada.

—Sé que he sido un poco brusco —reconoció Simon—. Supongo que es el resultado de facturar cada hora; te limitas a soltar lo que tienes que decir, porque el tiempo corre.

—¿No tenías novia? —inquirió Rose—. ¿No se fue a Harvard?

—Tenía —contestó Simon—. Aquello no funcionaba.

—¿Por qué no?

Simon reflexionó.

—No tenía mucho sentido del humor, y el asunto ése de Harvard… en fin, supongo que no me veía a mí mismo al lado de una mujer que llamaba a su periodo la marea carmesí.

Rose resopló. La camarera se llevó sus platos y les puso delante las cartas de los postres. Él apenas si les echó un vistazo.

—Tarta de manzana tibia —anunció—. ¿Nos la partimos?

Simon le sonrió y ella se percató de que, pese a que era bajo y suavemente ovoide, y a que estaba más o menos tan lejos de parecerse a Jim como lo estaba Saks, en la Quinta Avenida, de Kmart, tenía que reconocer que era divertido. Y también simpático. En cierto modo, atractivo. Aunque no le atraía, claro que no, pensó enseguida, pero aun así…

Mientras tanto, Simon la miraba fijamente, expectante, tarareando el estribillo de lo que Rose reconoció como Lawyers In Love.

—Entonces ¿qué? ¿Cenamos?

—¿Por qué no? —repuso Rose.

—Esperaba una respuesta un poco más efusiva que ésa —protestó Simon Stein con frialdad.

Rose le sonrió.

—Entonces bueno.

—¡Pero si hasta sonríe! —exclamó Simon; y cuando la camarera trajo la tarta, dijo—: Necesitaremos un poco de helado para poner encima. ¡Estamos de celebración!