Capítulo 41
Maggie salió de la ducha, se secó apresuradamente y se puso la ropa limpia tan rápido como pudo. Se cepilló el pelo, se hizo una cola de caballo, miró por última vez hacia atrás y cerró la puerta; se movía deprisa, por si se acobardaba. Iba a contarle la historia a Charles. Lo plantearía como una obra que pensaba escribir. «Érase que se era una chica que se refugió en una universidad.» Escucharía lo que le dijera, observaría su cara mientras se lo explicaba, y si lo veía receptivo, le diría que era verdad. Empujó la puerta para abrirla y tropezó con un chico. Josh. Josh, el de su primera noche en Princeton, de pie en la oscuridad, con mirada iracunda y sujetando la mochila con las manos.
Se quedó sin aliento, se tambaleó hacia atrás y chocó contra una pared. Josh no parecía borracho o aturdido, ni atontado o con intención de ligar. Daba la impresión de que quería matarla o, en su defecto, y como gran concesión, herirla. «Los deslices amorosos siempre vuelven», dijo Maggie para sí, y reculó poco a poco, preguntándose qué querría, preguntándose cómo había logrado entrar allí, porque la biblioteca estaba cerrada. Debía de haberla esperado, lo que significaba que estaban solos en el sótano de la biblioteca…
«¡Oh, Dios!», pensó Maggie mientras retrocedía e intentaba fundirse con la pared. Esto iba en serio. Muy en serio.
—¡Vaya, hola! —saludó él en voz baja y frotó el pulgar contra su tatuaje, el que decía «MADRE», el que dedujo que él había recordado, por fin, de aquella única noche en su cama—. Pequeña M. Me debes algo.
—Te devolveré el dinero —susurró Maggie mientras él se acercó tanto a ella que sus narices se rozaban—. Lo tengo en el bolso; ni siquiera lo he gastado; te lo daré ahora mismo… —Se estremeció cuando él la cogió y ahogó un grito. «Desastre», pensó con tristeza. Como en la poesía, un desastre. Se retorció para librarse de él, creyendo que podría correr, que a lo mejor entonces tendría una oportunidad, pero la había agarrado con demasiada fuerza y seguía diciéndole al oído cosas horribles.
—¿Qué has venido a hacer aquí? —la increpó—. Tú no estudias aquí, no tendrías que estar aquí. ¡Así que ya estás hablando!
—Te daré el dinero, pero suéltame —protestó Maggie, que trató de escabullirse, pero él la había arrinconado, la había empujado contra el frío granito de la pared de la biblioteca. Continuaba hablando con ella; más bien insultándola, escupiéndole las palabras en la cara mientras ella se resistía. Su voz era constante, pero a medida que hablaba su tono pasó de amenazante y acusatorio a ser empalagoso.
—A lo mejor podrías compensarme de otra forma —propuso, y la repasó de arriba abajo de una manera que ella se sintió como si Josh le hubiese tirado ácido por la blusa—. No recuerdo exactamente qué ocurrió esa noche, pero me parece que no acabamos lo que empezamos. Y aquí estamos solos. Podríamos acabarlo ahora.
Maggie gimió y se revolvió contra él desesperada.
—¡Suéltame! —suplicó.
—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó Josh. Su cara pálida se había sonrosado. El pelo rubio le caía sobre la frente y la rociaba con saliva al hablar—. Estás metida en un lío. En un buen lío. He registrado tu mochila. Tienes tres carnés de estudiante. Muy bonito. Mis tarjetas de crédito, por supuesto, y un montón de dinero. ¿De quién es todo eso? ¿A cuántos chicos has robado? ¿Vives aquí abajo? ¿Te imaginas lo que pasaría si llamara a los vigilantes del campus? ¿O a la poli?
Maggie bajó los ojos y empezó a llorar en silencio. No pudo evitarlo. En cierto modo, esa forma de hablar y esas manos que sujetaban sus caderas eran casi tan horribles como lo que había vivido con los tipos que la habían agredido en el depósito de vehículos… y estaba tan asustada como lo había estado allí. Era igual de humillante, las palabras caían sobre ella como el granizo, le quemaban la piel. Y era tan injusto. ¿Qué crimen había cometido? ¿Qué había robado? Un poco de comida, que abundaba en la zona. Unos cuantos libros, que sus propietarios habían sido lo bastante estúpidos, perezosos o ricos para, simplemente, dejarlos por ahí, desatendidos. Algo de ropa de los cestos de objetos perdidos, algunos asientos vacíos en las aulas en las que los profesores, sea como sea, daban clase.
Maggie alzó la barbilla y abrió los ojos.
—De acuerdo —dijo—. Ya está bien. —forzó una sonrisa y se soltó el pelo, que cayó sobre sus hombros—. Me tendrás —musitó—. Me tendrás ahora mismo, si eso es lo que quieres. —Hizo acopio de todos sus encantos, de todo el sex-appeal que durante el semestre había estado enterrado bajo sudaderas y le dedicó una sonrisa tan provocativa y seductora como una capa de caramelo encima de una cucharada de helado de vainilla—. ¿Quieres explorarme? —le preguntó, notando el temblor de su voz y rezando para que no llegara hasta el final, para que su cuerpo fuera suficiente distracción.
Josh se limpió las manos en los tejanos. Eso fue todo lo que Maggie necesitó. Cogió su mochila por una de las correas y la lanzó contra él, golpeándole una mejilla. Él se tambaleó hacia atrás. Ella le propinó una patada en la espinilla con tanta fuerza como fue capaz. Él gritó y se dobló, y Maggie huyó.
Subió corriendo tres tramos de escalera, empujó las pesadas puertas de cristal, oyendo cómo la alarma se disparaba a su paso mientras corría por el patio, con la mochila sujeta por la correa que se había roto cuando él la había agarrado, la mente en blanco, los pies que volaban y la sangre que hervía por la adrenalina. Era una magnífica noche de primavera. Estudiantes con shorts y camisetas recorrían los caminos, paseaban a sus anchas debajo de los sauces llorones y se llamaban unos a otros desde las ventanas abiertas. Maggie se sentía como si estuviera desnuda o llevara un letrero en el que ponía: «SOY UNA INTRUSA». Corrió más y más deprisa, sentía un calambre en la caja torácica, y salió del campus, hasta la acera en dirección a la parada de autobús de Nassau Street. «Por favor, Señor, por favor, Señor, por favor», suplicó, y vislumbró un autobús. Subió de un salto, sacó unas monedas del bolsillo, que dejó en la bandeja, y luego se sentó abrazando la mochila. El corazón aún le latía.
«Vete a casa de Corinne —dijo para sí—. Vete a cusa de Corinne y piensa en algo para que te deje entrar en plena noche, cuando se supone que no tienes que ir hasta mañana por la mañana.» Se reclinó en el asiento y cerró los ojos con fuerza, pensando que estaba en una caja, en otra caja, como cuando había llegado allí, y tendría que pensar en la manera de salir de ella, igual que había hecho antes. Entonces extrajo el teléfono móvil del bolsillo, tragó saliva y marcó el número de su hermana. Era tarde y entre semana. Rose estaría en casa. Sabría qué hacer.
Pero Rose no estaba en casa.
«Hola, soy Rose Feller, cuidadora de mascotas —dijo la máquina. ¿Qué?—. Por favor, deja tu mensaje con tu nombre y número de teléfono, el nombre de tu mascota y los días que necesitarás mis servicios, y me pondré en contacto contigo lo antes posible.»
«Debo de haber marcado mal», pensó Maggie. Tenía que ser un error. Marcó de nuevo y escuchó lo mismo, aunque en esta ocasión habló después de oír la señal:
—Rose —dijo con voz ronca—, estoy… —¿Estoy qué? ¿Estoy otra vez metida en un lío? ¿Necesito que me saques otra vez de un apuro? Maggie cerró los ojos y colgó. Lo resolvería sola.
—¿Maggie? —preguntó Corinne, que estaba de pie, en la puerta, con aspecto desconcertado—. ¿Qué hora es? ¿Qué haces aquí?
—Es tarde —contestó Maggie—. Es que… He tenido… —Respiró profundamente—. Me preguntaba si podía quedarme en su casa unos cuantos días. Le pagaré un alquiler o le limpiaré gratis…
Corinne aguantaba la puerta abierta con la cadera.
—¿Qué ha pasado?
Maggie sopesó las posibilidades. ¿Y si le decía que se había peleado con una compañera de habitación? ¿Le había explicado que compartía habitación? No lograba acordarse. ¿Y si el chico en cuestión, su pesadilla, la había seguido hasta allí? Porque si había sabido que vivía en la biblioteca, tal vez sabría también que trabajaba allí.
—¿Maggie? —preguntó Corinne con la frente arrugada. No llevaba puestas las gafas de sol, y Maggie pudo ver que sus ojos azules se movían de un lado a otro, como un pez extraviado.
—Es que ha pasado algo —explicó Maggie.
—Creo que eso ya está claro —la interrumpió Corinne, dejando pasar a Maggie y caminando hacia la cocina mientras acariciaba la pared con las yemas de los dedos. Maggie se sentó frente a la mesa y Corinne llenó la tetera, encendió el fuego, y sacó dos tazas y dos bolsitas de té del estante que había junto al fogón—. ¿Qué te ha pasado?
Maggie inclinó la cabeza.
—Es que… —susurró.
—¿Drogas? —espetó Corinne, y Maggie se sobresaltó tanto que se rió.
—No —aseguró—. No es eso. Es que necesito estar tranquila una temporada. —Se dio cuenta de que eso la hacía parecer una criminal consumada, pero era todo lo que se le había ocurrido en tan poco tiempo—. Estoy un poco estresada —añadió sin convicción—. ¡Y aquí se está tan bien!
Sin duda, había dicho las palabras mágicas. Corinne sonrió. Puso azúcar en el té y acercó las tazas a la mesa.
—Son duros los exámenes finales, ¿verdad? —comentó—. Recuerdo cuando estudiaba. ¡Las residencias eran tan ruidosas! ¡Y la biblioteca estaba tan llena! No te preocupes —le dijo a Maggie—, puedes instalarte en cualquiera de las habitaciones del tercer piso. Están todas limpias, ¿no?
—Sí —contestó Maggie. Ella misma las había limpiado. Tomó un sorbo de té e intentó que su pulso se tranquilizara. Un plan. Un plan. Necesitaba otro plan. Se quedaría aquí unos cuantos días. Tendría que comprarse algunas cosas; tenía ropa de recambio para un día y un par de mudas en la mochila, pero el resto de sus cosas estaban en la biblioteca y no podía ir a buscarlas. ¿Y luego, qué? ¿Podría volver con su padre, con Rose? ¿La aceptarían? ¿Quería volver con ellos?
Cerró los ojos y se vio a sí misma sentada en la última fila de la clase de poesía, explicándole a la profesora el significado de «Un arte». Visualizó la cara de Charles, el pelo que le caía sobre la frente mientras hablaba de Shakespeare y Strindberg, y le contaba que en cierta ocasión había visto a John Malkovich sobre el escenario. Nadie en Princeton se había dado cuenta de que era una fracasada, un fiasco, la deshonra familiar, su oveja negra. Nadie en Princeton se había percatado de que era diferente de los demás. Hasta su encuentro en la biblioteca con ese chico. Hasta ahora.
Parpadeó con fuerza. No lloraría. Saldría de ésta. «Tranquila —pensó—. Ya te irás.» No podía quedarse aquí mientras ese chico estuviera en el campus, y cuando los alumnos se fuesen a sus casas, tampoco podría quedarse, porque no podría camuflarse con la gente. Y entonces ¿qué?
—¿Maggie? —inquirió Corinne. Maggie la miró fijamente—. ¿Tienes familia? ¿Quieres que llame a alguien?
Maggie aspiró por la nariz y se mordió el labio. Quería llorar, pero ¿qué arreglaría llorando?
—No —respondió. Le temblaba la voz—, no tengo. No tengo a nadie.
Corinne levantó la cabeza.
—¿Estás segura?
Maggie pensó en su mochila, en el dinero que había guardado con una goma y escondido en uno de sus bolsillos interiores con cremallera. Oyó la voz de Josh. «He registrado tu mochila.» La cogió y la abrió con brusquedad. El dinero había desaparecido. Los carnés de estudiante y las tarjetas de crédito habían desaparecido. No había nada más que la ropa, los libros y… Sus dedos acariciaron el reblandecido sobre de la tarjeta de cumpleaños. Lo sacó, lo abrió y leyó la tarjeta por enésima vez, la felicitación, la firma y el número de teléfono.
—Una abuela —contestó con voz temblorosa—. Tengo una abuela.
Corinne asintió como queriendo decir: «¡Solucionado!»
—Vete a la cama —ordenó—. Usa la habitación que te apetezca y mañana por la mañana llamas.
De modo que a la mañana siguiente, Maggie, con el móvil en la mano y de pie en el centro de la cocina de Corinne, bañada por el sol, marcó el número que su abuela había anotado en la tarjeta hacía casi veinte años. El teléfono sonó y sonó. Maggie cruzó los dedos de ambas manos. «Por favor», deseó sin estar segura de lo que quería salvo que alguien cogiera el teléfono.
Y así fue.
Rose Feller se despertó a las cinco de la mañana en otra cama y con el pulso acelerado. «Maggie», pensó. Había soñado con Maggie.
—Maggie —dijo en voz alta, pero incluso mientras lo decía, a caballo entre el sueño y la vigilia, no estaba segura de que hubiera sido Maggie. Había visto a una mujer correr por un bosque. Eso era todo. Una mujer de mirada aterrada, con la boca abierta a punto de gritar, que corría entre unas ramas verdes, largas como brazos, que intentaban atraparla.
—Maggie —repitió. Petunia alzó la vista y miró a Rose, antes de decidir que ni había una emergencia ni comida a mano, por lo que volvió a cerrar los ojos. Rose sacó las piernas de la cama. Simon le puso una mano en la cadera.
—¡Chsss…! —susurró, y la acercó de nuevo hacía sí, acurrucándose contra ella y besando su nuca—. ¿Qué ocurre? —Se arrimó a ella y Rose notó que los firmes rizos de su pelo acariciaban su cuello—. ¿Has tenido una pesadilla?
—He soñado con mi madre —contestó Rose susurrando, más despacio y con voz más grave que habitualmente; era una voz somnolienta y ronca. Pero ¿era eso cierto? Su madre. Maggie. Quizá fuese ella la que corría entre esos árboles y saltaba por encima de las plantas, cayendo de rodillas y manos para luego levantarse, y seguir corriendo. ¿De quién huía? ¿Y hacia dónde iba?—. Verás, mi madre murió. ¿Te lo había dicho? Pero no me acuerdo de nada, porque sucedió cuando yo era pequeña.
—Enseguida vuelvo —musitó Simon, que se levantó de la cama. Ella oyó sus lentos pasos en la cocina y que volvían al cabo de un minuto con su ridículo pijama a rayas y un vaso de agua en la mano. Rose bebió agradecida mientras él se tumbaba otra vez y apagaba la luz. Luego se volvió a acurrucar contra ella y colocó una mano sobre su frente y la otra en la base de su nuca, como si fuese algo delicado y valioso.
—Siento lo de tu madre —comentó—. ¿Te apetece hablar de ello?
Rose sacudió la cabeza.
—Sabes que puedes contarme lo que quieras —le dijo Simon—. Yo cuidaré de ti, te lo prometo. —Pero Rose no le contó nada aquella noche. Simplemente, cerró los ojos, se apoyo en él y se quedó dormida.
Ella estaba sentada frente a la mesa, mirando su agenda y tratando de elaborar una lista de Centros de revisión médica gratuitos para la Golden Acres Gazette de la semana entrante cuando sonó el teléfono.
—¿Diga? —dijo.
No hubo respuesta… sólo se oía a alguien respirar.
—¿Diga? —repitió—. Señora Lefkowitz, ¿es usted? ¿Se encuentra bien?
La voz de una chica contestó a su pregunta.
—¿Es usted Ella Hirsch?
«Telemarketing», dijo Ella para sí.
—Sí, yo misma.
Otra pausa.
—¿Tenía usted una hija llamada Caroline?
Ella contuvo el aliento.
—Sí, es mi hija —respondió sin pensar—. Bueno, lo fue.
—Verá —explicó la voz juvenil—, usted no me conoce. Me llamo Maggie Feller.
—Maggie —repuso Ella de inmediato, sintiendo cómo la acostumbrada mezcla de esperanza, alivio, alegría y miedo la inundaba al volver a pronunciar el nombre de su nieta—. Maggie. Te he llamado. Bueno, he llamado a tu hermana… ¿Sabes si ha recibido mi mensaje? ¿Te ha dicho que he llamado?
—No —contestó Maggie e hizo una pausa—. Mire —empezó de nuevo—, no me conoce y no tiene por qué ayudarme, pero en este momento estoy metida en un lío, en un buen lío…
—Te ayudaré —se apresuró a decir Ella, que cerró los ojos con fuerza, deseando ansiosa que Maggie le contara cómo podía ayudarle.