Capítulo 10

Jim Danvers abrió los ojos y pensó lo mismo que pensaba todas las mañanas: hoy me portaré bien. «No me dejes caer en la tentación», repetía mientras arrastraba la cuchilla de afeitar por la mandíbula, mirándose fijamente en el espejo del baño, con seriedad. «Aléjate de mí, Satanás», dijo mientras se ponía los pantalones.

El problema era que Satanás estaba en todas partes. La tentación acechaba en cada esquina. Estaba aquí, apoyada contra la fachada de un edificio, esperando el autobús. Jim aminoró la marcha del Lexus y examinó a la rubia de tejanos ajustados, preguntándose cómo sería el cuerpo que había debajo de ese voluminoso abrigo, preguntándose cómo se movería en la cama, cómo olería, cómo sonaría y qué le llevaría averiguarlo.

«Para —se ordenó a sí mismo—. Para ya», y encendió la radio. El locutor Howard Stern inundó el asiento delantero, su tono era socarrón, estaba al tanto, era consciente. «¿Son auténticas, cariño?», le preguntó a la estrella en ciernes. «Son de auténtica silicona», se rió ella tontamente. Jim tragó con dificultad y cambió a la emisora de música clásica. Era tan injusto. Desde que a la edad de doce años, durante la tercera noche de un viaje de acampada con los boy scouts, una polución nocturna le anunciara mientras dormía la llegada de la pubertad, había soñado con mujeres con reconcentrada ferocidad, el anhelo abstracto de un hombre hambriento perdido en una isla con números atrasados de la revista Bon Appétit. Rubias, morenas y pelirrojas, chicas esbeltas de pechos pequeños y también alegres bajitas curvilíneas, negras de grandes pechos, hispanas, asiáticas, blancas, jóvenes, mayores y medianas, incluso una encantadora chica (que Dios me ayude) con la pierna vendada en la que había puesto los ojos en el telemaratón de Jerry Lewis. (En el mundo de sus fantasías, Jim Danvers era un jefe que daba las mismas oportunidades a todos.)

Oportunidades que, sin embargo, él nunca aprovechó. Ni a los doce años, cuando era bajo, rechoncho y con frecuencia se quedaba sin aliento. Ni a los catorce, cuando seguía siendo bajo y ya no era rechoncho, sino gordo, y tenía la cara acribillada de lo que el doctor Guberman juró que era el peor caso de acné quístico que hubiera visto nunca. A los dieciséis se estiró quince centímetros, pero el daño ya estaba hecho y, por desgracia, el apodo Ballena Gorda lo acompañó hasta la universidad. Lo que siguió fue el clásico círculo vicioso: era infeliz porque estaba gordo. Comía para ahogar sus penas, alimentando su dolor con pizza y cerveza, lo que le engordaba aún más, lo que ahuyentaba aún más a las mujeres. Perdió su virginidad en el último curso de la universidad con una prostituta que lo había mirado de arriba abajo mascando chicle meditabunda antes de insistir en que prefería estar encima. «No es por criticar, cariño —le había dicho—, pero creo que lo que tenemos aquí es un caso de fuerza mayor».

La Escuela de Derecho podría haber sido diferente, pensó mientras escuchaba los relajantes compases de Bach. Había crecido todavía más, y tras los bochornosos diez minutos con la prostituta empezó a hacer jogging, siguiendo la ruta de Rocky por las calles de Filadelfia (aunque estaba bastante convencido de que, incluso al principio, Rocky podía correr más de tres manzanas sin tener que parar y recuperar el aliento). Adelgazó. Se le despejó la piel, quedando únicamente un desvanecido mapa de curiosas cicatrices, y se había arreglado los dientes. Lo que permaneció fue una paralizante timidez, una paralizadora falta de autoestima. A partir de los veinte años, cuando fue escalando puestos con absoluta regularidad en Lewis, Dommel, and Fenick, cada vez que oía que varias mujeres se reían, daba por sentado que se reían de él o por algo relacionado con él.

Y luego, de alguna manera, todo había cambiado. Recordó la noche en que lo habían hecho socio y se reunió con tres de sus colegas recientemente ascendidos en un bar irlandés de Walnut Street. «Es la noche de las niñeras», había comentado uno de ellos guiñándole un ojo con complicidad. Jim no había entendido qué quería decir eso, pero enseguida lo descubrió. El bar estaba atestado de muchachas de servir irlandesas, de suecas de ojos azules, chicas finlandesas con trenzas. Media docena de acentos cantarines que sonaban por todo el bar de latón y caoba. Jim estaba aturdido sin poder pronunciar palabra ni moverse. Permaneció paralizado en una esquina, bebió champán y cerveza ligera y cerveza doble de malta hasta mucho rato después de que sus colegas se hubieran ido a casa, mirando con impotencia a las chicas que se reían y se quejaban de sus trabajos. Al ir hacia el lavabo de señores, chocó de frente contra una pelirroja con pecas y titilantes ojos azules. «¡Tranquilo! —había exclamado ella riéndose mientras él susurraba una disculpa. Se llamaba Maeve, se enteró mientras ella lo conducía a su mesa—. ¡Eres socio! —había repetido ella, y sus amigas la miraban con aprobación—. ¡Felicidades!» Y de alguna manera había acabado en su cama, donde pasó seis deliciosas horas saboreando sus pecas y llenando sus manos con el crepitante fuego de su pelo.

Desde entonces se había vuelto un macho cabrío. La verdad es que no había otra palabra. No era un Don Juan o un Romeo; no era un semental o un gallito. Era un macho cabrío que vivía todas y cada una de las fantasías de su frustrada adolescencia en una ciudad que parecía repentinamente llena de chicas generosas de veintitantos años, todas ellas tan ansiosas como él de tener encuentros amorosos sin compromisos. Había vuelto una especie de esquina mágica en donde lo que era (y lo que cobraba) había superado en cierto modo a su aspecto físico. O eso, o su aspecto había mejorado. O, para las mujeres, la palabra «socio» sonaba igual que «sácate la ropa interior». No podía explicarlo, pero de pronto había niñeras, estudiantes y secretarias, camareras y baby-sitters, y ni siquiera necesitaba ir a los bares para encontrarlas. ¿Por qué en el mismo despacho había cierta becaria a la que le encantaría quedarse hasta tarde, entrar en el despacho de Jim, cerrar la puerta y quitarse todo excepto un sostén lila y un par de sandalias que llevaba atadas a la pierna, y…?

«Para», dijo Jim para sí. Era indecente. Era vergonzoso. Tenía que acabarse. Tenía 35 años y era socio. Durante el último año y medio había devorado todo y más en el bufé libre de carne, y tendría que haber tenido suficiente. «Piensa en los riesgos», se reprendía. ¡Enfermedades! ¡Corazones rotos! ¡Padres y novios enfadados! Los tres chicos a los que habían nombrado socios a la vez que a él ya estaban casados y dos de ellos eran padres, y aunque nunca se había dicho nada de modo explícito, estaba claro que habían escogido el estilo de vida que los directores de la empresa aprobaban.

Ser hogareño y echar alguna que otra cana al aire, así era como había que comportarse, y no viviendo esos salvajes fines de semana junto a chicas de cuyos apellidos no siempre se acordaba. Lo cierto era que la actitud de sus colegas había empezado a pasar del respeto a la diversión. Pronto lo mirarían sólo divertidamente, y después eso se convertiría en divertida repugnancia.

Y estaba Rose. Jim notaba que se calmaba en cuanto pensaba en ella. Rose no era la chica más guapa con la que había estado, ni la más sexy. Tendía a vestirse como una bibliotecaria reprimida, y su concepto de lencería sexy era que sus braguitas de algodón fueran a juego con su sujetador de algodón, pero aun así había algo en ella que subía por el ardiente cableado que tenía debajo del cinturón y le llegaba directamente al corazón. ¡Su forma de mirarlo! Como si él fuera uno de los protagonistas de carne y hueso de sus novelas románticas, como si hubiera atado su corcel blanco a un parquímetro y hubiese cruzado una espinosa espesura para rescatarla. Le sorprendía que la empresa entera no hubiese deducido lo que había entre ellos pese a la normativa referente a las relaciones entre socios y asociados. Aunque quizás estuviese ciego. Quizá todo el mundo se había dado cuenta ya. Y aquí estaba él, tentado mil veces al día a romperle el corazón.

La dulce Rose. Se merecía alguien mejor que él, pensó Jim, pilotando su Lexus hasta el aparcamiento de la empresa. Y por ella intentaría dar lo mejor de sí mismo. Ya había cambiado a su ardiente secretaria por otra de estilo maternal de unos sesenta y pico años que olía a pastillas Luden de limón para la tos, y llevaba tres semanas sin pisar un bar, cosa que no tenía precedentes. Ella le convenía, dijo para sí, mientras entraba en el ascensor que lo conduciría a su despacho.