Capítulo 49

—¡Sigue leyendo! —suplicó Maggie.

—No, no puedo —insistió Lewis, que le lanzó una mirada de lo más serio desde el otro lado de la mesa del comedor de Ella—. Me saltaría la ética periodística.

—¡Oh, venga! —intervino Ella—. Sólo las primeras frases, ¡por favor!

—Eso estaría muy, muy mal —repuso él, sacudiendo tristemente la cabeza—. Ella, me sorprende que seas tú la que quiera que haga algo así.

—Soy una mala influencia —comentó Maggie orgullosa—. Al menos dinos qué es lo que pidió Irving.

Lewis agitó las manos en el aire con afectada resignación.

—Está bien —convino—, pero tenéis que jurarme que guardaréis el secreto. —Se aclaró la garganta—. «A Irving y a mí no nos gusta la comida francesa —seguía la carta de la señora Sobel—. Condimentan demasiado los platos. También nos hemos fijado en que muchos restaurantes franceses son ruidosos y tienen poca luz, lo que se supone que debe de ser romántico, pero dificulta la lectura de la carta, por no hablar de lo difícil que resulta ver la comida.»

—Pobre señora Sobel —murmuró Ella.

Lewis cabeceó en dirección a Ella y continuó leyendo.

—«La mayoría de los cocineros no saben hacer bien una tortilla. Las tortillas deberían ser esponjosas y blandas, con el queso ligeramente fundido. Y lamento decir que el Bistro Bleu no es una excepción. Mi tortilla estaba demasiado hecha, parecía de plástico. Las patatas no estaban lo bastante calientes y las habían cocinado con romero, que a Irving no le gusta.»

—Otra vez con Irving —dijo Ella.

—¿Es problemático este hombre? —inquirió Maggie.

—Es alérgico. A todo —explicó Lewis—. Es alérgico a cosas a las que yo no sabía que se podía ser alérgico. La harina blanca, el marisco, todas las semillas, los frutos secos… La mitad de las reseñas críticas de esa mujer hablan de cuánto le costó encontrar algo que Irving pudiese comer, y luego hay otro punto del artículo reservado a la narración de cómo lo que sea que Irving acabó comiendo no le sentó bien…

—¿Hablan de Irving Sobel? —preguntó la señora Lefkowitz, que se acercó a la mesa arrastrando los pies—. ¡Uf! ¡Vino a una fiesta que hice un día y no probó bocado!

Maggie puso los ojos en blanco. La señora Lefkowitz, su invitada a cenar, no estaba de buen humor. Llevaba una sudadera rosa, porque según les explicó, si se tiraba la sopa borscht por encima, no se notaría, y pantalones de poliéster de color tostado. No dio ninguna explicación acerca de sus pantalones, pero Maggie supuso que, si se los manchaba con algo, no haría sino mejorarlos.

La señora Lefkowitz se sentó profiriendo un leve gemido, cogió un pepinillo kosher y comenzó a relatar detalladamente cuál era el estado del centro comercial que había en la zona.

—¡Hooligans! —exclamó con la boca llena. Maggie guardó sus libros de texto de la clase de «Maquillaje en el teatro» a la que se había matriculado en la academia del barrio, y colocó los platos y la cubertería de plata en la mesa.

—Creo que el centro comercial se llama Houlihan's —apuntó.

—No, no, son hooligans —aseguró la señora Lefkowitz—. ¡Granujas! ¡Maleantes! ¡Adolescentes! ¡Están en todas partes! El centro comercial está lleno, y toda la ropa que he visto es diminuta y tiene… volantes en las mangas —dijo—. ¡Minifaldas! ¡Camisas transparentes! Pantalones —continuó, mirando indignada a Maggie— de piel. ¿Sabías que existía algo así?

—En realidad… —empezó Maggie.

Ella reprimió una sonrisa. Sabía con certeza que Maggie tenía unos pantalones, y también una minifalda, de cuero.

—¿Qué necesita? —preguntó Ella, en cambio—. ¿Qué quería comprar?

La señora Lefkowitz agitó una mano con desdén sobre los boles de sopa borscht.

—¿Se acuerda de mi hijo? ¿El actuario de seguros? ¿Con sentido del humor? Bueno, pues me llamó y me dijo: «Mamá, me caso». Y yo le dije: «¿A tu edad? Necesitas una mujer tanto como yo necesito ir a clases de zapateado». Me contó que la decisión ya estaba tomada y que era una chica estupenda. Y yo le dije que a los cincuenta y tres años ya no tenía edad para ir con chicas, pero me dijo que no me preocupara, porque ella tenía treinta y seis años, pero era muy madura para su edad. —Miró furiosa a Ella y a Maggie como si ellas fueran las responsables de que su hijo se hubiese enamorado de una chica muy madura de treinta y seis años—. No quisiera perdérmelo —concluyó, y se sirvió una rebanada de pan de centeno—. Así que necesito un vestido, que, naturalmente, no he logrado encontrar.

—¿Qué es lo que busca? —se interesó Maggie.

La señora Lefkowitz levantó sus grises cejas.

—¡Pero si la princesa habla!

—¡Claro que hablo! —replicó Maggie, ofendida—. Y da la casualidad de que soy una compradora experta.

—Muy bien, entonces, ¿qué me sugieres que me ponga para la tercera boda de mi hijo?

Maggie examinó con detenimiento a la señora Lefkowitz: su casquete de enredados rizos grises oscuros, sus ojos, de un azul intenso e inquisidores, y el pintalabios rosa que se ponía hasta en las caídas comisuras de sus labios. No estaba gorda, exactamente, pero tampoco tenía muchas formas. Su cintura se había ensanchado y sus pechos estaban caídos.

—Mmm… —titubeó Maggie en voz alta mientras sopesaba las posibilidades.

—Me mira como si fuese un proyecto científico.

—¡Chsss…! —ordenó Ella, que había visto a Maggie así con anterioridad, acurrucada por la noche en el sofá, absorta en sus libros de poesía bajo el halo de luz de la lámpara, con una concentración que casi daba la impresión de que se estuviese autohipnotizando.

—¿Qué es lo que más le gusta? —preguntó Maggie de pronto.

—El helado de dulce de leche y nueces —soltó la señora Lefkowitz—, pero ya no me dejan comerlo. Sólo puedo tomar yogur helado —explicó, frunciendo la cara para demostrar cómo le disgustaba el yogur helado—, y el dulce de leche bajo en calorías, que no sé ni cómo se atreven a llamarlo así, porque aquello de dulce de leche no tiene nada. ¡Dulce de leche! —repitió, y sacudió la cabeza claramente preparada para dar un discurso sobre los defectos del dulce de leche. Pero Maggie se lo impidió.

—Me refería a su prenda de ropa favorita.

—¿De ropa? —La señora Lefkowitz se miró de arriba abajo como si le sorprendiera hasta ir vestida—. ¡Oh! Pues me gusta ir cómoda, supongo.

—¿Qué es lo más bonito que ha llevado nunca? —preguntó Maggie, mientras se hacía una cola de caballo con su pelo. Ella se sentó en el borde de una silla del comedor, ansiosa por ver en qué desembocaría todo eso.

Cuando la señora Lefkowitz abrió la boca Maggie alzó una mano.

—Piénselo primero —propuso—. Piénselo bien. Piense en todos los conjuntos que se ha puesto a lo largo de su vida y dígame cuál es su favorito.

La señora Lefkowitz cerró los ojos.

—Mi conjunto previaje de novios —declaró.

—¿Cómo?

—Mi conjunto previaje de novios —repitió creyendo que Maggie no la había oído.

—El que se pone una al irse de la boda hacia el aeropuerto para empezar la luna de miel —aclaró Ella.

—Exacto, exacto —afirmó la señora Lefkowitz, asintiendo—. La chaqueta era de cuadros blancos y negros, y la falda, muy ajustada de aquí —dijo mientras deslizaba las manos por las caderas—. Llevaba unos zapatos de salón negros… —Cerró los ojos, recordando.

—¿Cómo era la chaqueta? —quiso saber Maggie.

—¡Oh! Corta, si no me equivoco —contestó la señora Lefkowitz, que daba la impresión de que estaba en otro mundo—. Con botones de azabache en la parte de delante. ¡Era preciosa! Me pregunto qué hice con ella…

—¿Qué le parece…? —empezó Maggie—. ¿Qué le parece si vamos juntas a comprar?

La señora Lefkowitz hizo una mueca de disgusto.

—¿Otra vez a ese centro comercial? No creo que pudiese soportarlo.

Maggie tampoco estaba segura de poder soportarlo y de recorrer las tiendas con la señora Lefkowitz a paso de tortuga.

—No, mejor aún —se le ocurrió a Maggie—. Usted me dice qué talla tiene…

—¡Oh! Entramos en el terreno de lo personal.

—… y me da su tarjeta…

Ella intuía que la señora Lefkowitz estaba a punto de negar con la cabeza. Contuvo el aliento y confió.

—… y yo le busco el conjunto. Es más, varios conjuntos. Le daré opciones. Haremos un pase de modelos en casa, se probará la ropa, escogerá lo que más le guste y yo devolveré el resto a la tienda.

Ahora la señora Lefkowitz miraba a Maggie con curiosidad.

—¿Como un comprador personal?

—Eso es —respondió Maggie mientras, despacio, daba una vuelta alrededor de la señora Lefkowitz—. ¿Tiene un presupuesto? —inquirió.

La señora Lefkowitz suspiró.

—¿Qué tal doscientos dólares?

Maggie dio un respingo.

—Intentaré encontrarle algo —fue su respuesta.