Capítulo 50
Maggie se pasó dos días enteros buscando el atuendo para la boda que tenía la señora Lefkowitz. Y eso estaba bien, pensó. Le impedía sentarse junto al teléfono preguntándose si Rose había recibido ya su carta y si llamaría.
El encargo de la señora Lefkowitz era un reto, sin duda alguna, dijo Maggie para sí. Era imposible enfundarla en un traje ajustado, como ella había descrito, pero lo que sí podía hacer, pensó, era encontrar algo que a la señora Lefkowitz la hiciera sentirse como si llevase otra vez aquel conjunto. Un traje de chaqueta le sentaría bien, y quizá la falda pudiese incluso quedarle por encima de la rodilla; por lo que había visto, las piernas de las señora Lefkowitz no estaban mal, pero la chaqueta corta había que descartarla. Algo largo, a lo mejor hasta la cadera, pero con algún adorno para que fuese más elegante, algo que le recordase aquellos botones de azabache. Lo había visto en alguna parte. ¿En Macy's? ¿En Sacks? Finalmente, se acordó de que no había sido en ninguno de esos dos sitios, sino en el armario de Rose. Rose tenía una chaqueta como ésa.
Maggie tragó saliva y siguió por las tiendas, estuvo en grandes almacenes, en tiendas de ropa de segunda mano, en rastrillos, también en mercadillos y en el departamento de disfraces de la academia, después de prometerle a su director que le ayudaría en los maquillajes del próximo estreno de Hedda Gabler. Al final eligió tres opciones. La primera era un conjunto que había encontrado rebajado en Nordstrom, donde vendían restos de stocks: una falda hasta las rodillas, ajustada pero no demasiado, de lino rosa pálido y laboriosamente bordada con hilos de color fucsia y rojo, y con un sencillo top a juego y una chaqueta de punto bordada encima. La señora Lefkowitz tocó la tela vacilante.
—No se parece a mi conjunto previaje de novios —objetó—. ¿Y una falda con un jersey? No sé. Yo había pensado tal vez en un vestido.
—Lo que buscamos no es el aspecto externo —matizó Maggie—, sino la sensación.
—¿La sensación?
—La sensación de que lleva puesto aquel traje —explicó—. Porque ya no se lo puede volver a poner, ¿verdad?
La señora Lefkowitz asintió.
—Entonces lo que necesitamos es un conjunto que la haga… —se esforzó por encontrar las palabras— que la haga sentirse igual que cuando llevó ese traje. —Le dio la ropa a la señora Lefkowitz, todavía en la percha, además de un sombrero rosa de ala ancha que había cogido del departamento de disfraces de la academia—. Usted pruébeselo —ordenó Maggie, que acompañó a la señora Lefkowitz a su habitación, donde había colocado un espejo de cuerpo entero.
—¡Me siento ridícula! —gritó la señora Lefkowitz mientras Ella y Lewis se sentaban en el sofá, esperando a que empezara el desfile.
—Déjeme verlo —pidió Maggie.
—¿En serio tengo que llevar este sombrero? —se escuchó.
—Salga de una vez —rogó Ella.
Lentamente, la señora Lefkowitz salió de la habitación. La falda era demasiado larga, Maggie se dio cuenta al instante. Las mangas de la chaqueta le llegaban más allá de las yemas de los dedos y el top le iba grande.
—Hoy en día hacen ropa para gigantes —se quejó y agitó hacia Maggie un puño cubierto de tela—. ¿Has visto esto?
Maggie retrocedió, valorando el resultado. Entonces caminó hasta la señora Lefkowitz y arremangó la cinturilla de la falda para subirla justo por encima de las rodillas. Dobló las mangas de la chaqueta, cogió y metió el top hasta que pareció debidamente ajustado y le puso a la señora Lefkowitz el sombrero en la cabeza.
—Ya está —concluyó, y la acompañó hasta el espejo—. ¿Qué tal ahora?
La señora Lefkowitz abrió la boca para protestar, para decir que el traje era horrible y que esto no había sido una buena idea. Pero la cerró.
—¡Oh! —exclamó.
—¿Le gusta? —preguntó Maggie.
La señora Lefkowitz asintió despacio.
—El color —dijo.
—¡Exacto, exacto! —repuso Maggie, que estaba más emocionada, más animada y más feliz de lo que Ella la había visto nunca—. No le va perfecto de talla, pero el color… pensé que con sus ojos… y sé que le gusta el rosa.
—No está mal, no está mal —aprobó la señora Lefkowitz, y su tono no fue mordaz, ni hosco ni nada; la embargaba su propia imagen, ese rosa pálido que realzaba sus ojos azules. ¿Qué estaría viendo?, se preguntó Maggie. Tal vez a sí misma de joven, de recién casada, de pie en la escalera de la sinagoga, con su ya marido y cogidos de la mano.
—Bueno, ésta es la primera opción —explicó Maggie, y alejó con suavidad a la señora Lefkowitz del espejo.
—¡Me lo quedo! —anunció.
—No, no —repuso Maggie, riéndose—, tiene que ver los otros conjuntos.
—¡Pero yo quiero éste! —insistió la señora Lefkowitz sujetando el sombrero sobre su cabeza—. No quiero probarme nada más. ¡Quiero este traje! —Se miró los pies descalzos—. ¿Qué zapatos tendría que llevar? ¿Podrías ayudarme a encontrar unos también? Y puede que un collar. —Se acarició las clavículas—. Mi primer marido un día me regaló un collar de perlas…
—Siguiente opción —ordenó Maggie, que empujó a la señora Lefkowitz de vuelta a la habitación. El segundo conjunto era un vestido tubo, largo y sin mangas, de una tela acrílica negra, suficientemente gruesa para tener una buena caída. Lo había encontrado rebajado en Marshalls y lo había complementado con un chal negro y plateado que tenía flecos negros en sus extremos.
—¡Oh, là, là! —exclamó la señora Lefkowitz mientras se ponía el vestido por la cabeza y salía desfilando de la habitación, agitando los extremos del chal de una manera ligeramente sugerente—. ¡Es muy atrevido! ¡Me siento como si fuese una veinteañera!
—¡Magnífico! —celebró Ella.
—Es bonito —afirmó Maggie, que la observaba con detenimiento. El vestido caía como una columna e insinuaba el contorno de la cintura y caderas sin ser demasiado ceñido, y daba la impresión de que la señora Lefkowitz tenía ciertas curvas. Aunque, naturalmente, para completarlo serían necesarios unos tacones y Maggie no estaba segura de que fuese una gran idea que una anciana de 87 años llevase tacones. ¿Y unas zapatillas de ballet?, se preguntó Maggie.
—¿Qué más? —preguntó Ella, palmeando.
El tercer conjunto era el favorito de Maggie, probablemente porque había sido el más difícil de encontrar. Había dado con la chaqueta en un perchero medio oculto de una tienda de ropa de segunda mano, en un barrio irrespirable, por sofisticado, de South Beach. «Está tejida a mano», le había asegurado la dependienta, lo que Maggie supuso que lo había dicho para justificar los ciento sesenta dólares que ponía en la etiqueta del precio. Al principio le pareció una chaqueta negra hasta la cadera de lo más normal; nada especial. Pero las mangas estaban adornadas con bordados negros en ondas, y los bolsillos —también bordados— los habían cosido en un ángulo original, que servían para crear la ilusión de una cintura donde realmente no la había. Aunque lo mejor de todo era que el forro de la chaqueta era de color violeta, por eso Maggie la había combinado con una larga falda violeta y un top negro.
—Tenga —dijo, y le dio las tres piezas juntas en una sola percha para que la señora Lefkowitz pudiera hacerse una idea.
Pero la señora Lefkowitz apenas si le echó una mirada, se limitó a arrancárselo a Maggie de los brazos y corrió hacia la habitación… ¿y eran imaginaciones de Ella, o estaba canturreando?
Cuando salió del cuarto prácticamente saltaba; al menos, tanto como puede saltar alguien que ha sufrido hace poco un derrame cerebral.
—¡Lo conseguiste! —exclamó y besó suavemente a Maggie en la mejilla, y Ella sonrió desde el sofá. Maggie la observó. La falda no era ninguna maravilla (no se le ajustaba bien y no era exactamente el mismo negro que el de la chaqueta) y la blusa estaba bien, pero nada más; sin embargo, la chaqueta era fabulosa. Daba la impresión de que la señora Lefkowitz era más alta, de que tenía más curvas y…
—Estoy magnífica —reconoció la señora Lefkowitz mientras se examinaba frente al espejo, al parecer, sin darse cuenta de cómo le caía la comisura izquierda de la boca o del hecho de que su mano izquierda seguía encogida y pegada a su cuerpo de una forma extraña. Reflexionó unos instantes y luego cogió el sombrero rosa del primer conjunto, y se lo puso de nuevo en la cabeza.
—No, no —dijo Maggie, riéndose.
—¡Pero si me va bien! —se defendió la señora Lefkowitz—. Lo quiero. ¿Puedo quedármelo?
—Es de la escuela —contestó Maggie.
—¡Oh, de la escuela! —repuso la señora Lefkowitz, y puso tal cara de tristeza que Ella se echó a reír.
—Entonces, ¿con cuál se queda? —inquirió Maggie. La señora Lefkowitz, aún con la chaqueta bordada a mano puesta, la miró como si estuviese loca.
—Pues, con todos, naturalmente —contestó—. Llevaré el rosa en la ceremonia, y el vestido negro largo en el convite, y éste —añadió, observándose— lo llevaré en mi próxima visita al doctor Parese.
Ella rompió a reír.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Por qué?
—¡Porque es encantador! —confesó la señora Lefkowitz.
—¿Está soltero? —quiso saber Maggie.
—¡Oh! Tendrá unos doce años —explicó la señora Lefkowitz, que agitó la mano, pero a medio gesto se detuvo para admirar el bordado de la manga—. Gracias, Maggie. Has hecho un trabajo magnífico. —Regresó a la habitación para cambiarse. Maggie se dispuso a colgar la ropa en las perchas.
Ella la contempló unos instantes.
—Tengo una idea —declaró—. Creo que deberías hacer esto para otra gente.
Maggie, que estaba guardando la chaqueta de punto rosa, hizo un alto.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, hay un montón de señoras mayores que tienen muchas dificultades para moverse por los centros comerciales y a las que, una vez dentro, les cuesta más todavía encontrar algo. Pero todo el mundo tiene compromisos: bodas, graduaciones, fiestas de aniversario…
—Bueno, esto ha sido sólo un favor —manifestó Maggie—. Estoy bastante ocupada con la academia, la panadería…
—Estoy convencida de que la gente te pagaría —insistió Ella.
Maggie se quedó en silencio, con los brazos a medio cruzar.
—¿En serio?
—¡Pues claro! —respondió Ella—. ¿Qué quieres, trabajar gratis?
—¿Cuánto crees que podría cobrar haciendo esto?
Ella se puso un dedo sobre el labio superior y miró al techo.
—¿Qué tal un porcentaje del coste total? —sugirió.
Maggie arqueó las cejas.
—No se me dan muy bien los cálculos —reconoció.
—O una tasa fija —rectificó Ella—. Sí, creo que sería lo mejor, porque si les cobraras un tanto por ciento de lo que costara el vestido, las tacañas de aquí pensarían que intentas hacerles comprar cosas más caras. ¿Cuánto has tardado en comprar los tres conjuntos?
Maggie se mordió el labio, su aspecto era reflexivo.
—¿Diez horas tal vez?
—Pues podrías cobrar, digamos, unos quince dólares la hora.
—¿De verdad? Eso es mucho más de lo que gano en la panadería…
—También es un poco más difícil que cortar y tostar, ¿no te parece? —inquirió Ella.
—Y, créeme, las señoras que viven aquí, pueden pagar —aseguró la señora Lefkowitz, que se había vuelto a poner su sudadera rosa y estaba sonrosada y visiblemente satisfecha—. Aunque se quejen de que sus rentas son escasas, por un conjunto tan bonito como éste, pagarán.
Y ahora Ella vio que a su nieta le brillaban los ojos y que sonreía.
—¿Crees que podría hacerlo? —titubeó—. ¿Crees que funcionaría? Tendría que darme a conocer… y necesitaría un coche propio…
—Empieza poco a poco —propuso Ella—. No te lances de golpe. Primero pruébalo para saber si te gusta.
—¡Eso ya lo sé! —exclamó Maggie—. Me gusta ir de tiendas, me gusta elegirle la ropa a otras personas… ¡No me lo puedo creer! ¿De verdad estás segura de que la gente me pagaría por hacer esto?
La señora Lefkowitz sonrió, abrió su bolso, que era tan grande como una maleta, sacó su talonario y, con su letra minuciosa y temblorosa, le extendió a Maggie Feller un talón por un total de ciento cincuenta dólares.
—Yo diría que sí —afirmó.