Capítulo 5

Lewis Feldman condujo a la señora Sobel a su despacho —un pequeño cuarto reformado con las palabras Golden Acres Gazette estarcidas en el cristal— y cerró la puerta al entrar.

—Gracias por venir —le dijo, sacándose de detrás de la oreja el grasiento lápiz rojo que usaba para las correcciones y dejándolo encima de su mesa. La señora Sobel se sentó en una silla, cruzó los pies y juntó las manos sobre el regazo. Era una mujer menuda con el pelo azul, un cárdigan de lana azul y venas azules que latían en sus manos. Él le ofreció lo que esperó que fuese una sonrisa reconfortante. Ella asintió vacilante.

—Deje que empiece diciéndole lo mucho que agradezco su colaboración —comentó él—. Estábamos en un verdadero aprieto.

Lo que era cierto; desde que el anterior crítico gastronómico de la Gazette, el Gourmet Itinerante, sufrió un ataque al corazón que hizo que su cara aterrizase en una tortilla de jamón y queso, Lewis había tenido que reciclar viejas críticas, y los vecinos habían empezado a inquietarse, por no decir que se habían empezado a cansar de leer una y otra vez la crítica del restaurante Rascal House.

—Para ser la primera vez, lo ha hecho muy bien —reconoció, desplegando el rasgado papel sobre la mesa para que la señora Sobel pudiera ver cómo había quedado el escrito corregido. «Un restaurante italiano que seduce las papilas gustativas», rezaba el título debajo de una ilustración de un pajarillo que guiñaba un ojo, con una caricatura de un gusano al que sujetaba con el pico—. Tengo sólo unas cuantas sugerencias que hacerle —dijo Lewis, y la señora Sobel volvió a asentir tímidamente.

Lewis hizo de tripas corazón (dirigir las ferreterías no había sido ni mucho menos tan difícil como tener cada dos semanas en sus manos los frágiles egos de mujeres jubiladas) y empezó a leer:

—«El restaurante italiano Mangiamo's está ubicado en el centro comercial de Powerline Road, cerca de donde estaba el Marshall's y enfrente de la tienda de yogures helados. No parece difícil llegar hasta ahí, pero mi marido, Irving, tuvo muchos problemas para girar a la izquierda.»

La señora Sobel asintió de nuevo, esta vez con un poco más de seguridad. Lewis siguió leyendo.

—«El restaurante tiene moqueta roja y manteles blancos con pequeñas velas encima. El aire acondicionado está muy fuerte, de modo que, si van a Mangiamo's, les aconsejo que se lleven un jersey. La sopa minestrone no es como la que yo hago. Tiene alubias, que ni a Irving ni a mí nos gustan. La ensalada César estaba bien, pero le ponen anchoas, así que, si es usted alérgico al pescado, pida mejor la ensalada de la casa.»

Ahora la señora Sobel se inclinó hacia delante ansiosamente, asintiendo, repitiendo las palabras con un susurro imperceptible.

—«De segundo, Irving pidió pollo con parmesano, aunque el queso no le sienta nada bien. Yo tomé espaguetis con albóndigas porque pensé que se las comería Irving. Y así fue, le costaba masticar el pollo y se comió mis albóndigas, que estaban tiernas.»

Lewis miró a la señora Sobel, que seguía inclinada hacia delante y a la que le brillaban los ojos.

—¿Lo ve? A esto me refiero —comentó, preguntándose si Ben Bradlee y William Shawn alguna vez habían tenido problemas como éste—, a que lo que intentamos es ser objetivos.

—Objetivos —repitió la señora Sobel.

—Intentamos dar cuatro datos de cómo se come en Mangiamo's.

Ella volvió a asentir; el entusiasmo de su mirada dio paso al desconcierto.

—Por ejemplo, cuando habla del giro a la izquierda y de lo mucho que a Irving le costó tomar la curva, o de que no hacen la sopa como la hace usted… —«Ten cuidado», dijo Lewis para sí, cogiendo el lápiz con tranquilidad y escondiéndolo otra vez detrás de la oreja—. No sé, son cosas interesantes, y están muy bien escritas, pero tal vez no sean muy útiles para quienes lean esto y lo usen para decidir si quieren ir al restaurante.

Ahora la señora Sobel se incorporó, un tembloroso palillo lleno de indignación.

—¡Pero si lo que he puesto es verdad! —objetó.

—Por supuesto que es verdad —quiso tranquilizarla Lewis—. Sólo me pregunto si es útil. Por ejemplo, lo del aire acondicionado y lo de aconsejarle a la gente que se lleve un jersey: eso me parece un detalle muy, muy útil. Pero la parte de la sopa… no a todos los lectores les será útil situar la sopa del restaurante en el contexto de la suya propia —dijo, y sonrió con la esperanza de que la sonrisa obrara efecto. Pensó que probablemente lo hiciera. Sharla, su mujer (fallecida hacía dos años, que en paz descanse), siempre le había dicho que con su sonrisa podría conseguir cuanto quisiera. Sabía que no era guapo. Tenía un espejo, y aunque sus ojos ya no eran los de antaño, creía que seguía pareciéndose más a Walter Matthau que a Paul Newman. Tenía arrugas hasta en los lóbulos. Pero su sonrisa seguía funcionando—; aunque estoy convencido de que su sopa eclipsaría a todas las demás.

La señora Sobel resopló, pero parecía decididamente menos ofendida.

—¿Por qué no se lleva esto a casa, le vuelve a echar un vistazo y, cuando escriba, intenta preguntarse si resulta útil? —Reflexionó unos instantes y eligió un nombre al azar—. Imagínese que el señor y la señora Rabinowitz tienen que decidir si ir o no a cenar allí.

—¡Oh! Los Rabinowitz nunca irían a ese restaurante —replicó la señora Sobel—. Él es muy vulgar. —Y entonces, mientras Lewis permanecía sentado frente a su mesa, estupefacto, ella cogió su bolso, su cárdigan y la copia de su crítica y se dirigió resueltamente hacia la puerta, cruzándose con Ella Hirsch, que se disponía a entrar.

Ella, percibió Lewis con gran alivio, ni vacilaba ni asentía. No era ni mucho menos tan anciana ni frágil como la señora Sobel. Tenía los ojos de color castaño claro, y un pelo rojizo que llevaba recogido en una trenza, y no la había visto ni una sola vez con los pantalones de poliéster por los que se decantaba la mayoría de las residentes de Golden Acres.

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

Lewis hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Para serte sincero, no lo sé con certeza —le respondió.

—Eso no suena muy halagüeño —repuso ella, entregándole su poesía perfectamente escrita a máquina.

¿Se habría siquiera enamorado de Ella, aunque no fuera la mejor redactora de Golden Acres Gazette? Probablemente sí, decidió Lewis. Sólo que no creía que ella estuviera interesada en él. Las veces en que la había invitado a un café para hablar de ideas para los artículos le había parecido que estaba encantada de reunirse con él, tanto como de despedirse cuando se había terminado el café.

—Gracias —comentó él, dejando los papeles en la bandeja—. ¿Qué tienes pensado hacer este fin de semana? —inquirió con fingida indiferencia.

—Mañana por la noche tenemos lo del día de la sopa y luego tengo que leerles un par de libros a los invidentes —contestó Ella. Lo había hecho educadamente, pensó Lewis, pero seguía rechazándolo. ¿Habría leído aquel libro que hacía un par de años todas las mujeres se habían pasado unas a otras en la piscina, el que decía que el que la sigue la consigue y a causa del cual la señora Asher, de ochenta y seis años, se había obsesionado con él, un pseudoeditor, tras afirmar que ella no era como todas las demás y que, como tal, estaba obligada a cortar todas sus conversaciones telefónicas con los hombres?

—Está bien, gracias por la poesía. Como siempre, eres la única que cumple los plazos —dijo Lewis.

Ella esbozó una sonrisa y se dirigió hacia la puerta. Quizá fuera por su aspecto, pensó él con tristeza. Sharla le había regalado un calendario con la imagen de un bulldog en uno de sus aniversarios que celebraron en Florida, y él la había acusado de quererle insinuar algo. Su mujer le había dado un sonoro beso en la mejilla y le había dicho que, aunque su carrera de modelo no hubiese prosperado, lo quería igualmente.

Lewis sacudió la cabeza, esperando apartar así los recuerdos y cogió la poesía de Ella. «Tal vez sea vieja», leyó, y sonrió al ver la línea que ponía «PERO NO SOY INVISIBLE»; y decidió que, tratándose de Ella, bien valía la pena volver a intentarlo.