Capítulo 51

Repasando lo sucedido, pensó Rose, el cóctel mimosa había sido un error.

Intentó decírselo a Amy, pero al querer decir «no tendríamos que haber tomado mimosas» la lengua se le trabó como si hubiese bebido champán. «Tendríamosh tmado mimoshas», balbució. Amy, que evidentemente, la había comprendido a la perfección, asintió con energía y llamó al camarero.

—Dos mimosas más —ordenó.

—Enseguida, señoritas —dijo él.

¿Cuándo se había torcido todo?, se preguntó Rose. Probablemente al recibir la invitación para la fiesta en su honor con la que Sydelle Feller había decidido agasajarla semanas antes de que le llegara la carta de Maggie, del descubrimiento de su abuela, de la invitación impresa en el grueso papel de color crema y cantos dorados, y con una letra tan elaborada que casi era ilegible.

—Pero ¿quién hace esta fiesta? —preguntó Amy—. ¿Los marqueses de nosécuánto?

—No me apetece nada ir —repuso Rose—. Lo que en realidad querría es irme a Florida a conocer a mi abuela.

—¿La has llamado? —inquirió Amy.

—Todavía no —respondió Rose—. Aún no sé muy bien qué decirle.

—Bueno, si contesta tu abuela, dices «hola» —propuso Amy—, y si contesta Maggie, le dices que como vuelva a acostarse con tu novio, le darás tal patada en su miniculo que la mandarás de aquí a Elizabeth, Nueva Jersey. Pero asegúrate de que no le dices esto a tu abuela.

—Primero la fiesta de Sydelle y luego lo de mi abuela —comentó Rose.

El día en cuestión Rose hizo acopio de todo su valor, se afeitó las piernas y acudió al restaurante señalado a la hora acordada, donde ya la esperaban una de sus amigas y tres docenas de amigas de Sydelle para brindar por la futura novia.

—Rose —dijo Sydelle con solemnidad, levantándose para saludarla. Cualquier indicio de vulnerabilidad que Rose hubiese detectado en el rostro de su madrastra había desaparecido, enterrado debajo de sus habituales capas de maquillaje, del habitual desdén de Sydelle y su arrogante estilo—. Ven a saludar a mis amigas —le dijo, y la condujo hasta donde estaban sus colegas, todas ellas, al parecer, con idénticos peinados y accesorios de pelo, y los párpados recién estirados.

«Deben de compartir cirujano y peluquero», pensó Rose mientras Sydelle hacía las presentaciones.

—Y aquí está Mi Marcia —anunció su madrastra, acompañando a Rose hasta su hermanastra, con cara de avinagrada, el pelo fino y largo, y llevando una enorme cruz de oro y diamantes. Marcia saludó a Rose con un desganado movimiento de mano y siguió interrogando a la camarera sobre si las crepés estaban hechas con azúcar procesado, mientras Jason y Alexander, sus gemelos de cuatro años, se peleaban debajo de la mesa.

—¿Cómo estás? —preguntó Rose con educación.

—Encantada de la vida —respondió Mi Marcia. Sydelle dio un respingo.

Rose engulló su mimosa, aceptó otra copa y se fue corriendo a ver a Amy. «Sálvame», le susurró mientras Sydelle parloteaba («Habría invitado a más amigas de Rose —le oyó decir a su madrastra—, ¡pero me parece que no tiene!).

Amy le dio otra copa. «Sonríe», le ordenó. Rose forzó una sonrisa. Sydelle abrazó contra su repugnante pecho a los torbellinos de sus nietos, se levantó y anunció:

—¡Todos los que conocemos a Rose estamos felices de que este día haya llegado! —Y, en honor de Rose, aparecieron dos camareros empujando un televisor sobre una mesa de ruedas.

—¿Qué es esto? —le susurró a Amy, que se encogió de hombros. Sydelle le dedicó una sonrisa radiante y orientó el mando a distancia hacia la pantalla. Y ahí estaba Rose, en sexto curso, mirando ceñuda a la cámara, con el pelo grasiento y centelleantes brakets en los dientes. Por la sala se extendieron incómodas carcajadas. Rose cerró los ojos.

—Teníamos nuestras dudas —continuó Sydelle con una amplia sonrisa—. La vimos durante toda la secundaria y la universidad con el pelo en los ojos y la cara enterrada en un libro. —Pulsó otra vez el mando, y ahí estaba Rose en sus primeras vacaciones de la universidad, con sus 8 kilos conseguidos con el paso del hogar al nuevo ambiente, que pugnaban por desbordarse de unos tejanos demasiado ajustados.

»Naturalmente, Rose tuvo algunos novios… —Le dio de nuevo al mando; era Rose en el baile de gala de secundaria, con un desafortunado vestido tubo de encaje rosa, y un joven, del que ya ni se acordaba, que la agarraba de la cintura con una sonrisa babosa—. Pero por razones que nunca pudimos comprender, ninguna de esas relaciones funcionó. —Otro clic. Rose en la ceremonia bar mitzvah de alguien, introduciéndose un pastelillo de crema en la boca. Rose con jugo de hamburguesa que se deslizaba por sus antebrazos. Rose de perfil, con las hombreras típicas de fines de los ochenta, aproximadamente tan grande como un defensa de la liga de rugby. Rose en Halloween, disfrazada de Vulcano, y con los dedos extendidos saludando a lo míster Spock.

—¡Oh, Dios! —musitó Rose—. Mis fotos «de antes».

—¿Qué? —repuso Amy en voz baja.

Rose sintió que una risa histérica le hervía en el pecho.

—Me da la impresión de que Sydelle se ha pasado años coleccionando un montón de fotos para poderlas contrastar y comparar conmigo, si algún día yo hacía régimen y adelgazaba de verdad.

—¡No me puedo creer que haga esto! —exclamó Amy, en tanto que Sydelle repasaba deprisa una serie de imágenes de Rose con aspecto regordete, Rose con aspecto malhumorado, Rose con un grano especialmente grande en la punta de la nariz.

—Mami, ¿qué le pasa a esa chica? —preguntó Jason o Alexander mientras Marcia lo hacía callar.

—¡Mátame! —le suplicó Rose a su mejor amiga.

—¿Qué tal si te golpeo y te dejo inconsciente unas cuantas horas? —sugirió Amy con un susurro.

—¡Así que levantemos nuestras copas y brindemos por el milagro del amor! —concluyó Sydelle.

Más risas incómodas seguidas de fríos aplausos. Rose lanzó una mirada al montón de regalos, deseando desesperadamente que uno de ellos fuese el set de cuchillos que Simon había pedido, para poderse suicidar en el lavabo de señoras.

—¿Rose? —inquirió Sydelle, con la sonrisa congelada.

Rose se puso de pie y se situó delante de los regalos, donde permaneció durante la hora siguiente intentando fingir excitación ante los boles de ensalada y los robots de cocina, la vajilla de porcelana y los vasos de vino, y el no va más en básculas de cocina regalado por Sydelle junto con una nota que decía: «Espero que te resulte útil», con la palabra útil subrayada dos veces.

—¡Tupperwares! —exclamó Rose, en un tono de voz que daba a entender que llevaba toda la vida esperando a que alguien le regalara quince recipientes de plástico con tapas—. ¡Qué maravilla!

—¡Qué útiles! —apuntó Sydelle con una sonrisa, mientras le entregaba a Rose otra caja.

—¡Un escurridor de ensalada! —gritó Rose, que sonrió tanto que la cara le dolió. «No saldré de ésta con vida», pensó.

—Escurridor de ensalada —repitió Amy, anotando el nombre del regalo y de quién era, y pegando el lazo a una tira de papel para la diadema de lazos que Rose ya había decidido que no quería llevar.

—¡Magnífico! —dijo Sydelle.

Otra mirada penetrante, otra caja muy bien envuelta. Rose tragó saliva y continuó desenvolviendo. Al cabo de media hora había acumulado tres moldes para hacer pasteles, una tabla de cortar, cinco servicios de mesa, dos jarrones de cristal, y les había dicho a seis mujeres distintas en seis ocasiones diferentes que Simon y ella no tenían intención de ser padres en un futuro inmediato.

Finalmente, abierto el último regalo y pegado el último lazo a la diadema de papel, a Rose le ataron a la cabeza el objeto en cuestión.

Amy se escapó al cuarto de baño y regresó a la mesa con cara de haber visto un fantasma en uno de los lavabos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rose mientras se desenredaba la diadema del pelo. Amy agarró a Rose por la manga, cogió un par de copas de mimosa bien fría y arrastró a su amiga hasta un rincón.

—Esa tía —afirmó Amy— todavía da el pecho.

—¿Qué tía?

—¡Marcia!

Rose miró a Marcia, que acababa de volver del cuarto de baño y a la que seguían Jason y Alexander.

—¿Me tomas el pelo? ¡Pero si tienen cuatro años!

—Sé lo que he visto —insistió Amy.

—¿Y qué hacía? ¿Echarles la leche en los cereales?

—En primer lugar, dudo mucho que esos niños hayan visto en su vida una caja de cereales —repuso Amy—. Jesús no lo aprobaría. Y en segundo lugar, sé cómo se da de mamar. Pecho. Niño. Boca.

Rose tomó otro sorbo de zumo de naranja y champán.

—Bueno, al menos tendrá la seguridad de que es ecológica.

Y en ese preciso instante apareció Sydelle.

—Gracias por haber organizado todo esto —dijo Rose.

Sydelle le rodeó los hombros y le habló al oído.

—Podrías procurar ser amable para variar —susurró.

Rose reculó.

—¿Qué? —se extrañó.

—Espero que tengas la boda que mereces —deseó Sydelle, que se volvió deprisa y se dirigió hacia la puerta. Rose anduvo hasta su silla con paso vacilante; estaba completamente abatida y un tanto asustada.

—¡Oh, Dios! —musitó—. Debe de habernos oído hablar de Marcia la lechera.

—¡Oh, no! —se lamentó Amy—. Lo siento mucho.

Rose se cubrió los ojos con las manos.

—¡Jo! Esto no es ni mucho menos lo que ponía en New Jewish Wedding que me diría la gente en mi fiesta prenup…

—No le hagas caso —recomendó Amy mientras cogía la báscula de cocina—. ¡Oye! ¿Sabes que mi dedo pulgar pesa ciento veinte gramos?

Habían acabado llenando un taxi con los regalos de Rose, y después los habían apilado en el salón, para luego ir a un bar que había debajo de su casa, donde ahogaron sus penas con frías mimosas y especularon con la cantidad de tiempo que Sydelle debía de haber invertido en guardar esas horribles fotografías de su hijastra, y con la posibilidad de que preparara una sesión similar de diapositivas, si Maggie se casaba algún día. Cuando Rose volvió a su apartamento, estaba vacío. Simon había dejado una nota que decía que había ido a pasear a Petunia y a comprar algo para cenar. Se quedó de pie en medio de la cocina y cerró los ojos.

«Echo de menos a mi madre», susurró. Y, en cierto modo, era verdad. No es que echara de menos a su madre, sino a una madre, a una madre cualquiera. Con una madre a su lado, ese fiasco de fiesta en su honor no habría sido ni mucho menos tan desastroso. Una madre habría abrazado a Rose y habría devuelto a Sydelle a las sulfúreas profundidades de las que había emergido. Una madre habría tocado a Rose una vez en la cabeza con su varita mágica, y su desaliñado vestido se habría transformado en un vestido de novia perfecto. Una madre habría sabido cómo manejarlo todo.

«Echo de menos a mamá», volvió a decir. Sin embargo, al decirlo en voz alta, se percató de que aún echaba más de menos a Maggie. Es posible que Maggie no tuviese una varita mágica o un vestido de novia, pero al menos la habría sabido hacer reír. Rose esbozó una sonrisa al imaginarse a Maggie brindando con un cóctel mimosa o preguntándole a Mi Marcia si podía darle un poco de su leche para el café. Maggie sabría cómo llevar esta situación. Y Maggie, ¡bendito sea Dios!, era lo único que tenía.

«Tengo que salir de aquí», musitó.

Sacó su maleta del armario y la llenó con cosas que creyó que necesitaría en Florida: shorts y sandalias, un traje de baño y una gorra de béisbol, y el libro Chastity's Voyage que le había pedido prestado a la madre de Simon. Diez minutos en Internet y consiguió un billete a Fort Lauderdale por doscientos dólares. Después descolgó el auricular y marcó el número de teléfono que aparecía en la carta de Maggie (número que, sin darse cuenta, se había aprendido de memoria). Cuando su hermana cogió el teléfono, se olvidó de la perorata que Amy y ella habían ensayado, y simplemente dijo: «¿Maggie? Soy yo.»