Capítulo 1

—Nena —susurró el tío (¿Ted? ¿Tad?, algo así), y apretó los labios sobre un lado de su cuello, empujándole la cara contra, la pared del retrete.

«Esto es ridículo», pensó Maggie notando cómo él le levantaba el vestido hasta la cadera. Pero durante la última hora y media se había tomado cinco vodkas con tónica y a estas alturas no estaba precisamente para calificar nada. Ni siquiera estaba segura de poder pronunciar esa palabra.

—¡Me pones a cien! —exclamó Ted, o Tad, al descubrir el liguero que Maggie se había comprado para la ocasión.

—Quiero este liguero en color rojo —había dicho Maggie.

—Fuego —había puntualizado la dependienta de Victoria's Secret.

—Pues fuego —replicó Maggie—. Y pequeño —añadió—. Si hay, superpequeño. —Le dirigió a la dependienta una fugaz mirada de desdén para dejarle claro que, aunque no pudiera distinguir el rojo del fuego, eso a ella, Maggie Feller, le daba igual. Que es posible que no hubiera acabado la carrera ni tuviera un gran trabajo, o que, de acuerdo, desde el jueves pasado no tuviera ninguno; que su experiencia en la gran pantalla se redujera a los tres segundos en que se vislumbraba un centímetro de su cadera izquierda en el penúltimo vídeo de Will Smith. Y que tal vez se limitara a ir de aquí para allá, mientras que algunas personas, como su hermana Rose, por ejemplo, pasaban volando por las mejores universidades y aterrizaban directamente en alguna escuela de derecho, y luego en los bufetes y en los lujosos pisos de Rittenhouse Square como si una mano mágica las hubiese guiado, pero aun así ella, Maggie, tenía algo que valía la pena, algo extraordinario y preciado que muy pocas mujeres poseían y muchos codiciaban: un cuerpo de vértigo. Cuarenta y ocho kilos repartidos en un metro y sesenta y siete centímetros, todo ello bronceado, tonificado, depilado, hidratado, desodorizado, perfumado, perfecto.

Llevaba una margarita tatuada donde termina la espalda, las palabras «NACIDA PARA MATAR» tatuadas alrededor del tobillo izquierdo, y un vistoso corazón rojo en el bíceps derecho en el que ponía «MADRE». (Había pensado en añadir la fecha en que falleció su madre, pero por alguna razón ese tatuaje le había dolido más que los otros dos juntos.) Maggie tenía también una copa 85 de pecho. Pechos que le regaló un novio casado y que eran de solución salina y plástico, pero eso no importaba. «Son una inversión de futuro», había afirmado Maggie, pese a que su padre parecía dolido y confuso, su monstruastra, Sydelle, había inflado las aletas de la nariz, y Rose, su hermana mayor, había preguntado con esa irritable voz que hacía que diera la impresión de que tenía setenta años: «¿Exactamente qué tipo de futuro tienes en mente?» Maggie no escuchaba. No le importaba. En este momento tenía veintiocho años, estaba en su décima reunión de ex alumnos de secundaria y era la chica más guapa que había en la sala.

Todos los ojos se habían posado en ella al entrar en el Cherry Hill Hilton con su ceñido vestido tubo de cóctel negro y los zapatos de tacón de aguja de Christian Louboutin que el fin de semana anterior le había birlado a su hermana del armario. Es posible que Rose hubiese engordado hasta convertirse en una foca —era mayor que ella en más de un aspecto—, pero al menos seguía teniendo el mismo número de pie. Maggie podía sentir el calor de las miradas mientras sonreía, andando con pasos cortos hacia el bar, meneando las caderas al ritmo de la música, con las pulseras que tintineaban en sus muñecas, y dejaba que sus antiguos compañeros vieran bien lo que se habían perdido: la chica a la que habían ignorado, de la que se habían reído o a la que habían llamado subnormal, la misma que se arrastraba por los pasillos del colegio, perdida dentro de la enorme chaqueta militar de su padre, pegándose a las taquillas. Pues bien, Maggie había prosperado. «Deja que miren, deja que se les caiga la baba»; Marissa Nussbaum, Kim Pratt, y sobre todo la zorra de Samantha Bailey con su pelo oxigenado y los siete kilos que se le habían puesto en las caderas desde el bachillerato. Estaban todas las animadoras de eventos deportivos, las que se habían burlado de ella, la habían ignorado o no se habían fijado en ella. Ahora podía dejar que se recrearan viéndola… o, mejor aún, que fueran sus maridos, gruñones y con entradas, los que se recrearan.

—¡Oh, Dios! —exclamó Ted el Renacuajo, desabrochándose los pantalones.

En el váter de al lado vaciaron la cisterna.

Maggie se tambaleó sobre sus tacones mientras TedlátigoTad apuntaba y fallaba, y volvía a apuntar, golpeándole muslos y nalgas. Era como ser intimidada por una serpiente ciega, dijo para sí, y resopló, ruido que, evidentemente, Ted confundió con un suspiro de placer.

—¡Oh, sí, nena! Te gusta así, ¿eh? —dijo, y empezó a embestirla aún más fuerte. Maggie ahogó un bostezo y se miró el cuerpo, constatando con placer que sus muslos (firmes tras horas en la cinta de correr, suaves como la seda tras depilarse con cera), por muy violentas que fueran las embestidas de Ted, no temblaban. Y su pedicura era perfecta. No había estado segura de este tono concreto de rojo —se había temido que no fuera suficientemente oscuro—, pero la elección había sido acertada, pensó, mientras se miraba los brillantes dedos de los pies.

—¡La hostia! —chilló Ted. Su tono era una mezcla de éxtasis y frustración, como el de un hombre que ha tenido una visión religiosa y no sabe con seguridad lo que significa. Maggie lo había conocido en el bar, una media hora después de llegar, y era justo lo que buscaba: alto, rubio, de complexión fuerte, ni gordo ni calvo como todos los chicos que habían sido unos dioses del rugby y reyes del baile de fin de curso en bachillerato. También era espabilado. Le había dado al camarero una propina de cinco dólares por cada ronda, aunque había barra libre y no tenía por qué hacerlo, y le había dicho a ella lo que quería oír.

—¿A qué te dedicas? —le había preguntado él, y ella le había sonreído.

—Soy artista —había respondido. Lo que era cierto. Desde hacía seis meses era la cantante suplente de un grupo llamado Whiskered Biscuit, que hacía playbacks de los clásicos de música trashmetal de los setenta. Hasta el momento habían firmado un solo contrato, ya que la demanda de actuaciones de trashmetal en «MacArthur Park» no era abrumadora, y Maggie sabía que estaba en el grupo únicamente porque el cantante principal tenía la esperanza de que ella se acostara con él. Pero algo es algo; un diminuto logro en su sueño de ser famosa, de ser una estrella.

—Nunca coincidí contigo en ninguna clase —comentó él, paseando su dedo índice por la muñeca de Maggie—. Estoy seguro de que, si no, me acordaría de ti. —Maggie bajó la vista mientras jugueteaba con uno de sus rizos cobrizos, debatiéndose entre acariciarle la pantorrilla con la sandalia o soltarse el pelo dejando que cayera sobre sus hombros como una cascada. No, no había estado con él en clase. Había estado en las clases «especiales», las clases de «recuperación», las clases de los tontos, de los fracasados, y cuyos libros de texto tenían letras grandes y eran distintos —ligeramente más grandes y más delgados— de cualquiera de los que llevaban los demás niños. Aunque los envolvieras con papel de estraza y los escondieras en la mochila, los otros niños se daban cuenta. Pues bien, que se jodan. Que se jodan todos. Que se jodan las guapas de las animadoras, y los tíos que no habían tenido reparos en tontear con ella en el asiento trasero de los coches de sus padres, pero que el lunes siguiente ni siquiera la saludaban por los pasillos.

—¡Jesús! —volvió a gritar Ted. Maggie abrió la boca para decirle que se contuviera, cuando devolvió todo sobre el suelo (un vómito claro de vodka y tónica, eso es lo que vio con la sensación de que estaba muy lejos, además de unos cuantos tallarines putrefactos). Había comido pasta: ¿cuándo? ¿Anoche? Estaba tratando de recordar cuándo había comido por última vez cuando él la agarró por las caderas y le dio bruscamente la vuelta, quedando ella frente a la puerta, proceso durante el cual se dio un golpe en la cadera con el portarrollos—. ¡Ohhh! —anunció Ted, eyaculando sobre su espalda.

Maggie se volvió para mirarlo, moviéndose con la mayor rapidez posible sobre el charco de vodka y tallarines que había en el suelo.

—¡En el vestido no! —exclamó. Y Ted seguía ahí, de pie, parpadeando, con los pantalones bajados hasta las rodillas y la mano todavía en su pene. Le sonrió tontamente.

—¡Ha sido genial! —comentó él, y le observó la cara—. ¿Cómo me has dicho que te llamabas?

A veinticinco kilómetros de distancia, Rose Feller tenía un secreto, un secreto que en ese momento estaba echado boca arriba y roncando, un secreto que de algún modo se las había ingeniado para desajustarle la sábana bien remetida de la cama y tirar con los pies tres almohadas al suelo.

Rose se apoyó en los codos y examinó a su amante con el resplandor de las luces de la calle que se filtraban a través de las cortinas; se sonrió, con una sonrisa dulce y secreta, una sonrisa que ninguno de sus colegas del bufete Lewis, Dommel, and Fenick habría reconocido. Esto era lo que siempre había deseado, lo que había estado soñando en secreto durante toda su vida: un hombre que la mirara como si fuese la única mujer que hubiese en la habitación, en el mundo, la única mujer que existiese. Y era tan guapo, incluso era más atractivo desnudo que con ropa. Se preguntó si podía hacerle una foto. Pero el ruido lo despertaría. ¿Y a quién iba a enseñársela?

En vez de eso Rose dejó que sus ojos recorrieran ese cuerpo: sus fuertes piernas, sus anchos hombros, su boca entreabierta, ideal para roncar. Rose se puso de lado, de espaldas a él, se tapó con el edredón hasta la barbilla y sonrió recordando.

Habían trabajado hasta tarde en el caso Veeder, que era tan aburrido que Rose podría haberse puesto a llorar, sólo que su socio en el caso era Jim Danvers y ella estaba tan enamorada de él que se habría pasado una semana revisando documentos, si con eso hubiese estado suficientemente cerca de él para oler su traje de buena lana y el aroma de su colonia.

Dieron las ocho de la tarde y luego las nueve, y al fin metieron la última hoja en la valija de mensajería y él la miró con su sonrisa de galán, y le preguntó: «¿Te apetece ir a cenar algo?»

Fueron al bar que había en el sótano de Le BecFin, donde un vaso de vino se convirtió en una botella, donde la gente fue desapareciendo y las velas apagándose hasta que llegó la medianoche y se quedaron solos, y se les acabó la conversación. Mientras Rose intentaba pensar en alguna cosa que decir —quizás algo sobre deportes—, Jim la cogió de la mano y susurró: «¿Eres consciente de lo guapa que eres?» Rose sacudió la cabeza, porque lo cierto era que no tenía ni idea. Nadie le había dicho nunca que fuese guapa, excepto su padre, en una ocasión, pero eso realmente no contaba. Cuando se miraba en el espejo veía a una chica normal, sin nada especial, un ratón de biblioteca con ropa de buen gusto, talla 44, cabello castaño y ojos castaños, cejas gruesas y rectas, y una mandíbula ligeramente salida hacia delante como diciendo: «¿Y a ti qué te pasa?»

Sin embargo, siempre había abrigado la secreta esperanza de que algún día alguien le dijera que era guapa, un hombre que le soltara la cola de caballo, le sacara las gafas y la mirara como si fuese Helena de Troya. Era una de las razones principales por las que nunca había llevado lentillas. Así que se inclinó hacia delante, cada una de sus fibras le temblaba, miró fijamente a Jim, esperando que le dijera más palabras de ésas que siempre había querido oír. Pero Jim Danvers simplemente la cogió de la mano, pagó la cuenta, salieron apresurados por la puerta y fueron a casa de Rose, donde él le quitó los zapatos, le sacó la falda, la besó desde el cuello hasta el ombligo y se pasó tres cuartos de hora haciéndole cosas que sólo había soñado (y visto una vez en Sexo en Nueva York).

Se estremeció con delicia, tapándose con el edredón hasta la barbilla y recordándose a sí misma que podría tener problemas. Dormir con un colega iba en contra de su código ético personal (un código fácil de mantener, admitió, porque nunca ninguno de sus colegas había querido acostarse con ella). Sin embargo, el problema radicaba en que las relaciones entre socios y asociados estaban explícitamente prohibidas por las normas de la empresa. Si alguien los descubría, los dos podían ser expedientados. Él estaría metido en un buen lío. Y a ella lo más probable es que la echaran. Y tendría que buscarse otro trabajo, y volver a empezar de cero: otra ronda de entrevistas, aburridas mañanas enteras repitiendo las mismas respuestas a las mismas preguntas: «¿Ha tenido siempre claro que quería ser abogado? ¿Qué especialidades de la abogacía le atraen más? ¿Qué especialidad se ve a sí misma ejerciendo? ¿Cree que encajaría bien en la empresa?»

Jim no se había comportado así. Fue él quien la entrevistó cuando llegó a Lewis, Dommel, and Fenick. Era una preciosa tarde de septiembre de hacía tres meses, y ella entró en la sala de reuniones, enfundada en su traje de chaqueta azul marino para entrevistas, abrazando contra el pecho un dossier lleno de recortes de prensa sobre la empresa. Después de haber estado cinco años en Dillert McKeen, necesitaba un cambio: una empresa un poco más pequeña en la que se le atribuyeran más responsabilidades. Ésta era su tercera entrevista de la semana, y los pies, con unos zapatos de aguja de Ferragamo, le dolían horrores, pero le bastó mirar a Jim Danvers para dejar de pensar en sus pies y en otras empresas. Se había imaginado un socio del montón, cuarentón, calvo, con gafas, y especialmente condescendiente con las posibles colegas femeninas. Y ahí estaba Jim, de pie frente a la ventana, y cuando se volvió para saludarla, la luz del crepúsculo convirtió su pelo rubio en una corona dorada. No era para nada del montón, y tampoco era un cuarentón: debía de tener unos treinta y cinco años, dijo Rose para sí, un socio jovencito, cinco años mayor que ella, y era guapísimo. ¡Qué mandíbula! ¡Qué ojos! ¡Y qué aroma de aftershave tan enloquecedor dejaba a su paso! Era el tipo de tío que jamás había estado al alcance de Rose ni en bachillerato ni en la Escuela de Derecho, porque siempre había trabajado arduamente para sacar unas notas estratosféricas. Pero cuando sonrió, ella detectó un destello plateado en sus dientes. Un corrector dental, constató alegre, con el corazón latiendo. De modo que tal vez no fuese perfecto. Tal vez hubiese esperanzas.

—¿Señorita Feller? —le preguntó él, y ella asintió incapaz de hablar. Él sonrió, atravesó la habitación con tres largos pasos y puso la mano de Rose entre las suyas.

Fue entonces cuando la vida empezó para ella; él tenía el sol a la espalda, sus manos envolvían las de Rose y le enviaban descargas eléctricas directamente entre las piernas. Había sentido algo que sólo había conocido en los libros, algo en lo que ni siquiera sabía si creía: pasión. Una pasión tan ardiente y humeante como cualquiera de sus novelas románticas Harlequín, una pasión que le cortaba la respiración. Observó la piel suave del cuello de Jim Danvers y quiso lamerla, allí mismo, en la sala de reuniones.

—Soy Jim Danvers —anunció.

Ella se aclaró la garganta. Habló con un hilo de voz áspero y sensual:

—Yo soy Rose. —¡Mierda! ¿Cómo se apellidaba?—. Feller. Rose Feller. Encantada.

Todo había empezado muy despacio entre ellos: una mirada que había durado un segundo más de la cuenta mientras esperaban el ascensor, una mano que se quedaba apoyada en su cintura, la forma en que sus ojos la buscaban entre la gente cuando los asociados y los socios coincidían en una reunión; mientras tanto, ella se había dedicado a recoger todos los cotilleos que pudo. «Soltero», le comentó su secretaria. «Soltero empedernido», le dijo un becario. «Todo un rompecorazones —le susurró una asociada que llevaba un año en la empresa mientras se repintaba los labios frente al espejo del cuarto de baño de señoras—. Y, por lo que sé, de los buenos.» Rose se había ruborizado, se había lavado las manos y se había ido corriendo. No quería que Jim tuviera una reputación. No quería que se hablara de él en los lavabos. Quería que fuera sólo suyo. Quería que le dijera una y otra vez lo guapa que era.

En el piso de arriba vaciaron la cisterna del váter. Jim gruñó dormido. Se giró y ella notó cómo su pie le rozaba la espinilla. ¡Oh, Dios! Rose se pasó un pie por la pantorrilla. Malas noticias. Había tenido la intención de afeitarse las piernas, llevaba algún tiempo intentando depilarse, había prometido que se las afeitaría antes de ir a clase de aeróbic, pero llevaba tres semanas sin ir y cada día se había puesto medias para ir al despacho, y…

Jim volvió a girarse, empujando a Rose al mismísimo borde de la cama. Observó con tristeza su salón, que bien podría tener un letrero que dijera: «SOLTERA, SOLA, FINES DE LOS 90». En el suelo había restos de ropa de ambos junto a unas mancuernas de dos kilos y medio de color amarillo chillón colocadas al lado de una casete de TaeBo[1] aún en su envoltorio de plástico original. La cinta de correr que se había comprado una Nochevieja de hacía tres años con el objetivo de ponerse en forma estaba cubierta con la ropa que tenía que llevar a la tintorería. Había una cubitera con media botella de ponche de granadillas en la mesa de centro, cuatro cajas de zapatos de Saks apiladas junto al armario, y media docena de novelas románticas al lado de su cama. «¡Menudo desastre!», pensó Rose, preguntándose qué podía hacer antes de que amaneciera para que pareciera que el piso lo habitaba alguien con una vida interesante. ¿No habría una tienda abierta las veinticuatro horas del día que vendiera cojines y estantes? ¿Y sería demasiado tarde para hacer algo respecto a sus piernas?

Con el mayor sigilo posible cogió el teléfono inalámbrico y fue lentamente hasta el baño. Amy descolgó al primer tono.

—¿Qué pasa? —le preguntó. Rose pudo oír a lo lejos a Whitney Houston aullando, lo que significaba que su mejor amiga estaba viendo Esperando un respiro por enésima vez. Amy no era negra, pero eso no impedía que lo siguiera intentando.

—No te lo vas a creer —susurró Rose.

—¿Te has acostado con alguien?

—¡Amy!

—¿Sí o no? ¿Por qué ibas a llamarme a estas horas si no?

—Pues la verdad —respondió Rose, que encendió la luz y escudriñó su resplandeciente rostro en el espejo—, la verdad es que sí. Y ha sido… —Hizo una pausa y dio un pequeño salto—. ¡Ha sido magnífico!

Amy gritó:

—¡Así se hace! ¿Y quién es el afortunado?

—Jim —dijo Rose en voz baja. Amy gritó aún más fuerte—. ¡Y ha sido increíble! Ha sido… No sé, es tan…

Sonó el aviso de una llamada en espera. Rose miró el teléfono sin dar crédito.

—Veo que estás muy solicitada —comentó Amy—. ¡Llámame luego!

Rose cogió la llamada y consultó su reloj. ¿Quién podía llamarla casi a la una de la madrugada?

—¿Diga? —Se oía música fuerte, voces; era un bar, una fiesta. Se repanchingó contra la puerta del baño. Maggie.

¡Menuda sorpresa!

La voz que había al otro lado era joven, masculina y desconocida.

—¿Eres Rose Feller?

—Sí, ¿con quién hablo, por favor?

—Mmm… Verás, me llamo Todd.

—Todd —repitió Rose.

—Sí. Y, mmm… Bueno, creo que estoy aquí con tu hermana… Maggie ¿verdad?

Rose oyó a lo lejos el grito ebrio de su hermana: «¡Hermanita!» Rose frunció las cejas y cogió el champú —«una fórmula especial para cabellos finos, lacios y sin cuerpo»— para meterlo debajo del lavabo, pensando en que si Jim se daba una ducha, no hacía falta que se encontrara con la prueba de sus problemáticos rizos.

—Está… Mmm, creo que está mareada. Ha bebido mucho —prosiguió Todd— y estaba… en fin… no sé qué más estaba haciendo, la verdad, pero me la he encontrado en el baño y, bueno, hemos estado por aquí un rato y luego se ha puesto a vomitar, y ahora, mmm… está como gritando mucho. Pero me ha dicho que te llamara —añadió—, antes de vomitar.

Rose oyó a su hermana chillando: «¡Soy la reina del mambo!»

—¡Qué detalle de su parte! —exclamó, deshaciéndose de la receta de su pomada para las espinillas y de un envoltorio de medias además del champú—. ¿Y por qué no la llevas a casa y ya está?

—La verdad es que no quiero involucrarme…

—Dime una cosa, Todd —empezó diciendo Rose con amabilidad, con el tono de voz que había aprendido en la Escuela de Derecho, el que se imaginaba usando para sonsacar a los testigos lo que necesitaba saber—, cuando dices que mi hermana y tú estabais por ahí, en el baño, ¿qué hacíais exactamente?

Al otro lado del teléfono hubo silencio.

—Muy bien, no hace falta que me des detalles —aseguró Rose—, pero deduzco que mi hermana y tú ya estáis, usaré la misma palabra que tú, «involucrados». Así que ¿por qué no te comportas como un caballero y la acompañas a casa?

—Mira, creo que necesita ayuda y de verdad que yo… He cogido el coche de mi hermano y tengo que ir a devolvérselo…

—Todd…

—Bueno, ¿hay, tal vez, alguien más a quien pueda llamar? —preguntó el chico—. ¿A vuestros padres? ¿A vuestra madre o algo?

A Rose se le cayó el mundo encima. Cerró los ojos.

—¿Dónde estáis?

—En el Cherry Hill Hilton. En la fiesta de secundaria. —Clic. Todd ya no estaba.

Rose se apoyó en la puerta del cuarto de baño. Aquí estaba su vida real, la verdad de quién era, arrollándola como un autobús sin frenos. Ésta era la verdad: no era la clase de persona de la que Jim podía enamorarse. No era lo que aparentaba: una chica alegre y sin complicaciones, una chica normal con una vida feliz y ordenada, una chica que llevaba zapatos buenos y no tenía en la mente nada más estresante que si esta semana reponían tal o cual película. La verdad estaba en la casete de gimnasia que no tenía tiempo de abrir, menos aún de escuchar; la verdad eran sus piernas sin depilar y su fea ropa interior. La verdad era, por encima de todo, su hermana, su impresionante, desastrosa, fantásticamente infeliz y asombrosamente irresponsable hermana. Pero ¿por qué esta noche? ¿Por qué Maggie no podía dejar que disfrutara esta noche?

—Joder —protestó en voz baja—. Joder, joder, joder. —Y entonces Rose caminó despacio hasta la habitación buscando a tientas sus gafas, sus pantalones de chándal, sus botas y las llaves del coche. Garabateó a toda prisa una nota para Jim («Urgencia familiar, vuelvo enseguida») y corrió hacia el ascensor resignada por tener que coger el coche en plena noche y sacarle de nuevo a su hermana las castañas del fuego.

El hotel tenía todavía un cartel colgado en la puerta principal en el que ponía: «¡BIENVENIDOS! CLASE DEL 89». Rose cruzó el vestíbulo pisando con fuerza —era todo de mármol falso y moqueta de color carmín— y entró en la sala desierta, que olía a tabaco y a cerveza. Había mesas con manteles baratos de papel rojos y blancos que tenían crisantemos de plástico como centros de mesa. En la esquina, un chico y una chica se dirigían hacia la salida, apoyándose borrachos en la pared. Rose les echó un vistazo. No era Maggie. Anduvo hasta la barra, donde había un hombre, que llevaba una camisa blanca manchada y recogía vasos, y donde estaba su hermana con un diminuto vestido inapropiado para noviembre —mejor dicho, para cualquier aparición en público— desplomada en un taburete.

Rose se detuvo unos instantes para planear la estrategia. Desde lejos Maggie tenía buen aspecto. Su embadurnada cara, y el tufo a alcohol y a bar que la rodeaba como una densa nube, no se notaban hasta que uno se acercaba.

El camarero miró a Rose compasivamente.

—Lleva aquí media hora —comentó—. He estado vigilándola. No le he dado más que agua.

«Genial —dijo Rose para sí—. ¿Y dónde estabas cuando probablemente se la tiraban en el baño?»

—Gracias —dijo en cambio, y sacudió el hombro de su hermana. Sin suavidad—. ¿Maggie?

Maggie abrió un ojo y arrugó el entrecejo.

—Déjmesoola —dijo.

Rose agarró a su hermana de los tirantes de su vestido negro y tiró de ella. El trasero de Maggie se levantó un palmo del asiento.

—Se acabó la fiesta.

Maggie se puso de pie tambaleándose y le dio una fuerte patada a Rose en la espinilla con una sandalia plateada. ¡Pero si eran las sandalias de tacón de aguja de Christian Louboutin!, constató Rose al mirar hacia abajo. Unas sandalias plateadas que había ansiado desde hacía tres meses, comprado hacía sólo dos semanas, y que creía que estaban aún en su caja. Y ahora una de ellas tenía una mancha de un residuo pegajoso de Dios sabe qué.

—¡Eh! ¡Eso es mío! —exclamó Rose, y tiró del vestido de su hermana.

«Maggie —pensó, sintiendo cómo la rabia de siempre hervía en sus venas—. Maggie lo coge todo.»

—¡Queee teee jooodan! —rebuznó Maggie, y giró su cuerpo a un lado y otro intentando que Rose la soltara.

—¡No me lo puedo creer! —gritó Rose, sujetando los tirantes de Maggie cuando ésta se movió violentamente y le propinó otra patada en la espinilla con los zapatos (sus zapatos). «Me insulta y me injuria, —dijo para sí, y se imaginó los moretones que tendría al día siguiente—. ¡Ni siquiera me los he puesto!»

—¡Ahí, ahí! —gritó el camarero, claramente deseando que aquello se convirtiera en una pelea de hermanas.

Rose lo ignoró, sacó a su hermana del bar medio a rastras, medio a hombros, y la metió en el asiento delantero de su coche.

—Si te entran ganas de vomitar —advirtió Rose mientras le ponía con brusquedad el cinturón—, avísame antes.

—Te mandaré un telegrama —musitó Maggie cogiendo su bolso para sacar el mechero.

—¡Ah, no! —ordenó Rose—. Ni se te ocurra fumar aquí dentro.

Encendió las luces, giró el volante hacia la derecha y se dispuso a salir del desierto aparcamiento para coger la carretera en dirección a Ben Franklin Bridge y a Bella Vista, donde estaba el último de una larga serie de pisos de Maggie.

—Por aquí, no —dijo Maggie.

—Está bien —repuso Rose frustrada. Sus manos agarraron el volante con fuerza—. ¿Adónde quieres ir entonces?

—Llévame a casa de Sydelle —masculló Maggie.

—¿Por qué?

—Tú llévame, ¿vale? ¡Dios! Yo no necesito hacer tantas preguntas.

—¡Por supuesto que no! —espetó Rose—. Porque yo soy tu taxista personal. No hace falta que me des explicaciones. Sólo tienes que llamarme y allí estaré.

—¡Si serás cabrona! —la insultó Maggie. Apoyó la cabeza en el respaldo de su asiento, moviéndola hacia delante y hacia atrás cada vez que Rose daba un volantazo.

—¿Sabías que se puede ir a una fiesta de secundaria sin acabar bebiendo tanto vodka como para no darte cuenta de que has vomitado en el lavabo de señoras? —dijo Rose en su tono más amable.

—¿Eres del plan nacional antidrogas o qué? —preguntó Maggie.

—Podrías —prosiguió Rose— simplemente ir a una fiesta, ponerte al día de lo que hacen tus viejos amigos, bailar, cenar, beber con moderación, llevar ropa que tú misma te hubieras comprado en lugar de cogerla de mi armario…

Maggie abrió los ojos y miró fijamente a su hermana, reparando en el gran clip de plástico blanco que llevaba en el pelo.

—¡Eh! ¡Ha vuelto 1994 con su estilo de pelo! —exclamó.

—¿Qué?

—¿Acaso no sabes que ya no se llevan esos clips?

—Pues dime tú lo que llevan las chicas realmente modernas cuando tienen que salir de madrugada para recoger a sus hermanas borrachas —contestó Rose—. Me encantaría saberlo. ¿Ya han sacado Nicky y Paris Hilton una línea para nosotras?

—Paso —susurró Maggie, y miró por la ventanilla.

—¿Eres feliz así? —continuó Rose—. Bebiendo todas las noches, saliendo con Dios sabe quién…

Maggie bajó la ventanilla y la ignoró.

—Podrías acabar tus estudios —sugirió Rose—. Tener un trabajo mejor.

—¿Y ser como tú? —comentó Maggie—. ¡Qué divertido! Sin encamarte en… ¿cuánto tiempo, Rose? ¿Tres años? ¿Cuatro? ¿Cuándo fue la última vez que un chico se fijó en ti?

—Muchos se fijarían en mí, si me pusiera tu ropa —replicó Rose.

—Como que te cabría —le soltó Maggie—. Tu pierna no cabría en este vestido.

—¡Claro, es verdad! —exclamó Rose—. Me había olvidado de que tener una talla cero es lo más importante del mundo. Porque salta a la vista que tienes éxito y eres feliz. —Tocó el claxon más rato del necesario para conseguir que el coche de delante avanzara—. Tienes problemas —concluyó Rose—. Necesitas ayuda.

Maggie echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Y tú eres perfecta, ¿verdad?

Rose cabeceó, pensando en qué decir para que su hermana cerrara el pico, pero cuando había decidido su línea de ataque, la cabeza de Maggie estaba recostada sobre la ventanilla y tenía los ojos cerrados.

Chanel, el golden retriever —el perro de Sydelle la monstruastra—, saltaba como un loco en círculos de lado a lado del jardín a medida que Rose recorría el camino de acceso. Mientras sostenía a Maggie de los tirantes y la obligaba a mantenerse de pie, se encendió una luz en una habitación del piso de arriba y otra en el recibidor.

—Levanta —le ordenó.

Maggie se tambaleó y avanzó haciendo eses por el camino hasta que llegó a la puerta principal de la moderna casa de extraña construcción a la que su padre y su madrastra llamaban hogar. Los setos, siguiendo las instrucciones de Sydelle, habían sido podados en espiral, y en el felpudo de la entrada podía leerse: «¡Bienvenidos, amigos!» Rose siempre había creído que la alfombra ya venía con la casa, porque su madrastra no era especialmente hospitalaria ni simpática. Maggie titubeó y se inclinó hacia delante. Rose pensó que iba a devolver, hasta que vio a Maggie levantando una baldosa y cogiendo una llave.

—Ya puedes irte —dijo Maggie, apoyándose en la puerta y tratando de meter la llave en la cerradura. Se despidió con la mano sin volverse—. Gracias por traerme; y ahora, piérdete.

La puerta se abrió de golpe y apareció Sydelle Levine Feller, con la boca fruncida, el cinturón de la bata bien apretado alrededor de la cintura de su cuerpo de metro cincuenta y dos de estatura, y la cara brillante por la crema facial. A pesar de las horas de ejercicio, de los miles de dólares gastados en inyecciones de Botox y de la raya de los ojos recientemente tatuada, Sydelle Levine Feller no era una mujer guapa. Por una parte, tenía unos diminutos e inexpresivos ojos castaños. Por otra, las aletas de su nariz eran enormes y se inflaban al respirar, la típica cosa que Rose siempre se había imaginado que los cirujanos no podían corregir, porque seguro que Sydelle se había dado cuenta de que en cada orificio le cabía un salami entero.

—Está borracha —constató Sydelle ensanchando las aletas—. ¡Menuda novedad! —Como siempre, dirigía sus comentarios más hirientes al aire, a medio palmo hacia la izquierda del rostro de su interlocutor, como si estuviera dirigiendo su observación a algún espectador invisible que, indudablemente, entendía su punto de vista. Rose recordaba docenas, no, cientos de esos maliciosos comentarios pasando por su propio oído izquierdo como una bala… Y por el de Maggie. «Maggie, tendrías que estudiar más.» «Rose, no deberías comer tanto.»

—No perdonas ni una, ¿eh, Sydelle? —le dijo Maggie. A Rose se le escapó un resoplido, y durante unos instantes las dos volvieron a ser un equipo, unidas frente a un tremendo enemigo común.

—Sydelle, necesito hablar con mi padre —solicitó Rose.

—Y yo —anunció Maggie— necesito ir al baño.

Rose levantó la mirada y vio el destello de las gafas de su padre a través de la ventana de su habitación. Su esbelta y ligeramente encorvada silueta flotaba dentro de un pantalón de pijama y una vieja camiseta, y su fino pelo gris se amontonaba sobre su calva. «¿Cuándo ha envejecido tanto?», dijo Rose para sí. Parecía un fantasma. Desde que se habían casado, Sydelle había ganado viveza —su pintalabios era cada vez más llamativo y sus reflejos en el pelo más dorados—, y su padre se había decolorado como una fotografía expuesta al sol.

—¡Hola, papá! —exclamó. Su padre la oyó y se dispuso a abrir la ventana.

—Cariño, ya me ocupo yo —chilló Sydelle en dirección a la ventana del dormitorio. Sus palabras eran dulces. Su tono era frío. Michael Feller no llegó a abrir la ventana, y Rose se imaginó que su rostro se contraería en su habitual expresión de tristeza y derrota. Al cabo de un instante, la luz se apagó y su padre desapareció de su vista.

—Mierda —musitó Rose, aunque no estaba sorprendida—. ¡Papá! —volvió a gritar con impotencia. Sydelle sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No, no y no.

—Parece que no sepas decir otra palabra —apuntó Maggie, y Rose se echó a reír antes de fijar de nuevo su atención en su madrastra.

Recordó el primer día que Sydelle apareció en su casa. Su padre llevaba dos meses saliendo con ella y se vistió para la ocasión. Rose lo recordó estirándose las mangas de su blazer y reajustándose el nudo de la corbata. «Tiene muchas ganas de conoceros», les comentó a Rose y a Maggie, que por aquel entonces tenían doce y diez años respectivamente. Rose recordó que Sydelle le había parecido la mujer con más encanto que había visto nunca. Llevaba pulseras de oro, pendientes de oro, y brillantes sandalias doradas. Su pelo tenía mechas de color ceniza y caoba, y sus cejas depiladas se habían convertido en dos delgados paréntesis dorados. Incluso su pintalabios tenía un tono dorado. Rose se deslumbró. Fue más tarde cuando descubrió los rasgos menos atractivos de Sydelle: la forma en que su boca se fruncía naturalmente, cómo sus ojos tenían el color de un charco fangoso, y esas aletas de la nariz, que parecían dos enormes túneles en el centro de la cara.

En la cena, Sydelle había apartado de su alcance la cesta del pan.

—Las chicas no tomaremos pan —había dicho con una sonrisa tonta, y Rose había creído que se trataba de un guiño cómplice—. ¡Las chicas tenemos que cuidar la línea!

Con la mantequilla usó el mismo truco, y cuando Rose cometió el error de querer servirse más patatas, Sydelle frunció la boca.

—El estómago tarda veinte minutos en enviarle un mensaje al cerebro diciéndole que está lleno —la sermoneó—. ¿Por qué no esperas un rato para ver si realmente te apetecen más patatas? —Su padre y Maggie tomaron helado de postre. Rose, un plato de uvas. Y Sydelle, nada—. No me gustan los dulces —declaró. Toda la actuación le dio a Rose ganas de vomitar… de vomitar y de ir después a la nevera para servirse un bol de helado; que, si no recordaba mal, era justo lo que había hecho.

Ahora miró fijamente a Sydelle, implorante, deseando con desesperación acabar con esto, dejar a Maggie y volver corriendo con Jim… si es que aún estaba allí.

—Lo siento mucho —comentó Sydelle en un tono que indicaba que no lo lamentaba en absoluto—. Si ha bebido, no puede entrar.

—Bueno, pues yo no he bebido. Déjame hablar con mi padre.

Sydelle cabeceó otra vez.

—Maggie no es responsabilidad tuya —le dijo, repitiendo como un loro unas palabras que, sin duda, había sacado de alguna intragable novela rosa o, lo que era más probable, de un panfleto rosa; porque Sydelle no era una gran lectora.

—Déjame hablar con él —insistió Rose, aunque sabía que era inútil.

Sydelle se movió de tal modo que bloqueó la puerta, como si Rose y Maggie fueran a intentar colarse. Y Maggie no mejoraba la situación:

—¡Vaya, Sydelle! —graznó, y apartó a su hermana a un lado—. ¡Estás estupenda! —Escudriñó el rostro de su madrastra—. Te has hecho algo nuevo, ¿verdad? ¿Un arreglo en la barbilla? ¿Un implante en las mejillas? ¿Un tratamiento con Botox? ¿Cuál es tu secreto?

—Maggie —susurró Rose, agarrando a su hermana por los hombros y suplicándole de manera telepática que se callara. Cosa que Maggie no hizo.

—¡Menuda forma de gastar nuestra herencia! —gritó. Al fin, Sydelle las miró directamente a la cara en lugar de mirar el espacio que había entre las dos hermanas. Rose casi podía oír lo que pensaba, que su hija, la tan alabada Marcia, jamás se comportaría así. Marcia —o Mi Marcia, como solía llamarla— tenía dieciocho años y estaba en su primer año de universidad en Siracusa cuando Sydelle y su padre se casaron. Mi Marcia, como Sydelle no se cansaba nunca de repetirles a Rose y a Maggie, tenía una perfecta talla 38. Mi Marcia había sido miembro de la Sociedad de Honor Nacional y del Cortejo de Bienvenida. Mi Marcia había formado parte del mejor club femenino de estudiantes de Siracusa, se había licenciado con honores, y había estado tres años trabajando de ayudante de uno de los mejores decoradores de interiores de Nueva York antes de casarse con un archimillonario dueño de una puntocom, y refugiarse elegantemente en la maternidad y en una casa de siete dormitorios digna de ver en Short Hills.

—Tenéis que iros —advirtió Sydelle, y cerró la puerta dejando a Maggie y Rose en el frío exterior.

Maggie alzó la vista y miró hacia la ventana de la habitación, quizá con la esperanza de que su padre les lanzara su billetero. Finalmente, se volvió en dirección al camino de acceso deteniéndose sólo para arrancar del suelo uno de los recortados setos de Sydelle y tirarlo en los escalones de la puerta, donde aterrizó y lo llenó todo de tierra. Cuando Rose lo vio, Maggie se sacó los tacones de aguja que le había robado a su hermana y los lanzó al césped.

—Ahí los tienes —dijo.

Rose cerró los puños. Tendría que estar en su piso, en la cama con Jim. Y en lugar de eso estaba ahí, en plena noche, en medio de un césped helado de Nueva Jersey, procurando ayudar a su hermana que ni siquiera quería que la ayudaran.

Maggie atravesó el jardín descalza y empezó a andar cojeando calle abajo.

—¿Adónde te crees que vas? —inquirió Rose.

—A algún sitio. A cualquier sitio —contestó Maggie—. No te preocupes por mí, estaré bien. —Casi había llegado a la esquina cuando Rose le dio alcance.

—¡Vamos! —le ordenó con brusquedad—. Te vendrás a mi casa. —Aunque las palabras habían salido de su boca, sus alarmas internas emitían agudos sonidos de advertencia. Invitar a Maggie a dormir era como meter un huracán en casa, algo que ya había sufrido hacía cinco años cuando Maggie estuvo tres horribles semanas viviendo con ella. Tener a Maggie en casa significaba que el dinero volaba junto con tu mejor barra de labios, tus pendientes favoritos y tus zapatos más caros. Perdías de vista tu coche durante varios días, y cuando reaparecía tenía el depósito de gasolina vacío y los ceniceros llenos. Las llaves de casa se esfumaban y tu ropa se descolgaba de las perchas, y nunca más volvías a verla. Maggie en casa equivalía a desorden y confusión, a escenas dramáticas, lágrimas y peleas y sentimientos heridos. Significaba el fin de toda la paz y la tranquilidad que Rose hubiera sido tan tonta de desear. Y lo más probable, pensó con un escalofrío, es que podía significar el fin de Jim—. ¡Vamos! —le insistió a Maggie.

Maggie cabeceó de un lado a otro, un no exagerado e infantil.

Rose suspiró.

—Será sólo una noche —aseguró. Pero cuando Maggie notó la mano de Rose sobre su hombro, se giró.

—No, no lo será —repuso.

—¿Cómo?

—No será sólo una noche, porque me han vuelto a desahuciar, ¿entiendes?

—¿Qué ha pasado? —preguntó Rose, controlándose para no añadir «esta vez».

—Estoy hecha un lío —murmuró Maggie.

«Hecha un lío», Rose había aprendido hacía tiempo que era la expresión que usaba Maggie para las formas en que el mundo la confundía, las formas en que sus problemas de aprendizaje la paralizaban e incapacitaban. Los números la confundían, las divisiones, las instrucciones y cuadrar un talonario eran cosas del todo imposibles. Si le pedías que copiara una receta, no sabía hacerlo. Si le pedías que fuera del punto A al punto B, Maggie solía acabar en el punto K, donde, inevitablemente, encontraría un bar, y cuando Rose fuese a buscarla estaría rodeada de unos cuantos chicos.

—Está bien —concedió Rose—. Ya lo solucionaremos mañana.

Maggie se rodeó a sí misma con los brazos y permaneció de pie, esquelética y temblando. «Tendría que haber sido actriz», pensó Rose. Era una pena que todas sus dotes melodramáticas no se invirtieran en nada mejor que en robar dinero, zapatos, y en hospedarse temporalmente en casa de la familia.

—Estaré bien —le aseguró Maggie—. Me quedaré aquí hasta que amanezca y luego… —gimoteó. Se le puso la piel de gallina—. Ya encontraré algún sitio adonde ir.

—Venga —volvió a decir Rose.

—Pero si no me quieres —insistió Maggie con tristeza—. ¡Nadie me quiere!

—Sube al coche. —Rose se volvió en dirección al camino de acceso, y no se sorprendió lo más mínimo cuando, al cabo de un momento, Maggie la siguió. Había cosas en la vida con las que uno tenía que contar siempre, y Maggie con necesidad de ayuda, Maggie con necesidad de dinero, Maggie simplemente con necesidad de, era una de ellas.

Durante el trayecto de veinte minutos a Filadelfia, Maggie estuvo callada mientras Rose trataba de decidir cómo iba a evitar que su hermana se diera cuenta de que había un hombre desnudo en su cama.

—Quédate en el sofá —le susurró una vez que llegaron a su piso, recogiendo rápidamente el traje de Jim del suelo. A Maggie no se le escapó el movimiento.

—¡Dios mío! —dijo arrastrando las palabras—. Pero ¡qué tenemos aquí! —Y hundió el brazo en el bulto de ropa que Rose tenía en las manos, y segundos después emergió triunfal con el billetero de Jim. Rose quiso recuperarlo, pero Maggie se lo quitó de un tirón. «Ya empezamos», dijo Rose para sí.

—Devuélvemelo —musitó. Maggie abrió el billetero.

—James R. Danvers —leyó en voz alta—. Sociedad Hill Towers, Filadelfia, Daños corporales. Muy bonito.

—¡Chsss…! —susurró Rose, que lanzó asustada una mirada hacia la pared detrás de la cual James R. Danvers supuestamente dormitaba.

—Mil novecientos sesenta y cuatro —leyó Maggie con voz estentórea. Rose casi oía cómo le rechinaban los engranajes a su hermana mientras se esforzaba por contar—. ¿Tiene treinta y cinco años? —inquirió al fin. Rose le quitó el billetero de las manos.

—¡Vete a dormir! —le ordenó en voz baja. Maggie eligió una camiseta entre las prendas de ropa que cubrían la cinta de correr de Rose y se sacó el vestido por la cabeza.

—No me lo digas —le advirtió.

—Estás demasiado delgada —soltó Rose, impresionada por lo mucho que sobresalían las clavículas de Maggie y pollo marcadas que tenía las vértebras, cuyo patetismo era superado por sus ridículos pechos falsos.

—Y tú no has usado los remos que te compré para hacer abdominales —repuso Maggie, poniéndose la camiseta por la cabeza y repanchigándose en el sofá.

Rose abrió la boca y la volvió a cerrar. «Haz que se duerma», se dijo.

—Parece mono tu novio —concluyó Maggie, y bostezó—. ¿Podrías traerme un vaso de agua y un par de Advils, por favor?

Rose rechinó los dientes, pero le fue a buscar las pastillas y el agua, y observó cómo Maggie las engullía, se bebía el agua de un trago y cerraba los ojos sin siquiera un «gracias». En su habitación, Jim seguía echado de lado, roncando ligeramente. Rose apoyó una mano en su brazo con suavidad.

—¿Jim? —le llamó en voz baja. No se movió. Rose pensó en meterse en la cama con él, taparse con el edredón hasta la cabeza y esperar a que amaneciera. Miró de nuevo hacia la puerta y luego a Jim, y se dio cuenta de que no podía hacerlo. No podía dormir con un hombre desnudo estando su hermana en la habitación contigua. Su misión era, siempre lo había sido, ser un ejemplo para Maggie. Tener un amante que más o menos era su jefe no decía mucho a su favor. ¿Y si quería otro revolcón? Maggie los oiría o, peor aún, entraría y miraría. Y se reiría.

En vez de eso Rose cogió otra manta de debajo de la cama, una almohada del suelo y se fue de puntillas hasta el salón, donde se acomodó en el sillón pensando que en los anales de la historia del romanticismo éste sería probablemente el peor final para una noche como la suya. Cerró los ojos y escuchó la respiración de Maggie como había hecho siempre durante los años en que habían compartido habitación. Luego cambió de lado, intentando estirarse lo máximo posible. ¿Por qué no podía tener al menos el sofá? ¿Por qué había invitado a Maggie? Justo entonces Maggie empezó a hablar.

—¿Te acuerdas de Honey Bun?

Rose cerró los ojos en la oscuridad.

—Sí —respondió—, me acuerdo.

Honey Bun había llegado a sus vidas una primavera, cuando Rose tenía ocho años y Maggie seis. Su madre, Caroline, las había despertado un jueves por la mañana temprano.

—¡Chsss… no digáis nada! —les había susurrado, dándoles prisa para que se pusieran sus mejores vestidos y encima un jersey y un abrigo—. ¡Es una sorpresa especial! —Se despidieron de su padre, que todavía se estaba tomando el café mientras leía la sección de economía, cruzaron la cocina, cuyas encimeras estaban llenas de tabletas de chocolate y el fregadero repleto de platos sucios, y se metieron en la ranchera. En vez de girar por la entrada de la escuela, como hacía casi cada mañana, Caroline la pasó de largo y siguió recto.

—Mamá, ¡te has pasado la calle! —le advirtió Rose.

—Hoy no hay cole, cariño —le explicó su madre alegremente, mirándola de reojo—. ¡Hoy es un día especial!

—¡Yupi! —exclamó Maggie, que iba sentada en el codiciado asiento delantero.

—¿Por qué? —quiso saber Rose, que había esperado con ansia que llegara ese día porque era el Día de la Biblioteca y podría elegir más libros.

—Porque ha sucedido algo muy emocionante —contestó su madre. Rose recordaba a la perfección qué aspecto tenía su madre aquel día, el brillo que había en sus ojos castaños y la bufanda de seda turquesa que se había puesto alrededor del cuello. Caroline empezó a hablar muy deprisa, atropelladamente, mirando a Rose de refilón para darle la gran noticia—: Se trata de caramelos —anunció—, más bien de tofes. Bueno, no es como el tofe. Es mejor. Sabe a gloria. ¿Habéis tomado eso alguna vez, niñas?

Rose y Maggie sacudieron la cabeza.

—Estaba leyendo en Newsweek un artículo acerca de una mujer que hace pasteles de queso —divagó Caroline, cogiendo una curva a toda velocidad y dando bandazos hasta detenerse en un semáforo en rojo—. Y todos sus amigos se deshacían en elogios con esos pasteles. Primero logró venderlos en un supermercado del barrio, después consiguió un distribuidor, y ahora sus pasteles de queso se venden en once estados. ¡Once!

Un coro de bocinazos sonó detrás de ellas.

—Mamá —advirtió Rose—, está en verde.

—Sí, ya voy —repuso Caroline, que apretó el acelerador—. Y anoche me dije: «Bien, no puedes hacer pasteles de queso, pero sí de café con leche». Mi madre hacía los mejores tofes del mundo, con nueces y malvavisco. Así que la llamé para preguntarle la receta, y he estado toda la noche despierta haciendo una bandeja tras otra. He tenido que ir dos veces al súper a comprar ingredientes, pero ¡mirad! —Dio un volantazo y se detuvo en una gasolinera. Rose reparó en que su madre tenía las uñas rotas y sucias, como si hubiese trabajado con barro—. ¡Venga! ¡Probadlo! —Introdujo la mano en el bolso y extrajo dos cuadrados envueltos en papel de parafina. «Tofe R y M», rezaban. A Rose le pareció que estaba escrito con lápiz de ojos.

—He tenido que improvisar, evidentemente, la presentación será distinta, pero probadlo y decidme si no es el mejor tofe que habéis tomado en vuestra vida.

Rose y Maggie desenvolvieron el caramelo.

—¡Está buenísimo! —exclamó Maggie con la boca llena.

—¡Ohhh, qué bueno! —dijo Rose, tragando con esfuerzo el trozo de tofe que se le había quedado atascado en la garganta.

—¡R y M de Rose y Maggie! —aclaró su madre, que reanudó la marcha.

—¿Y por qué no puede ser M y R? —quiso saber Maggie.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rose.

—A Lord and Taylor —dijo su madre contenta—. Había pensado en ir a supermercados, claro, pero he decidido que éste es realmente un producto para gourmets y no un artículo de tienda de comestibles, y debería venderse en boutiques y en grandes almacenes.

—¿Sabe papá algo de esto? —inquirió Rose.

—Le daremos una sorpresa —contestó Caroline—. Sacaos los jerséis y comprobad que tengáis la cara limpia. ¡Vamos a vender, chicas!

Rose se puso de costado y recordó cómo había sido el resto del día: la amable sonrisa del director cuando su madre había puesto la bolsa encima del mostrador de bisutería y había sacado dos docenas de cuadrados de «Tofe R y M» envuelto en papel de parafina (en dos de los cuales ponía «M y R», porque Maggie lo había cambiado en el coche). Cómo su madre las había llevado a toda prisa al departamento de ropa infantil y les había comprado manguitos de piel de conejo. Cómo habían comido en el salón de té de Lord and Taylor, sándwiches (sin cortezas) de crema, queso y aceitunas, diminutos pepinillos apenas más grandes que el dedo meñique de Rose, y rodajas de bizcocho con fresas y nata. ¡Qué guapa estaba su madre! Las mejillas de un rosa resplandeciente, los ojos brillantes, las manos, que aleteaban como pájaros, olvidándose de su propia comida mientras hablaba de sus ideas comerciales, de sus planes de marketing, de cómo el «Tofe R y M» sería tan famoso como Keebler o Nabisco. «Empezaremos de cero, niñas, pero desde algún sitio hay que empezar», les había dicho. Maggie asintió y le dijo a Caroline lo bueno que era el tofe, y pidió más sándwiches y pastel, y Rose permaneció ahí sentada, intentando acabarse lo que le quedaba en el plato y preguntándose si habría sido la única que se había fijado en las enarcadas cejas del director y en su excesivamente educada sonrisa cuando todos esos dulces habían caído como una cascada sobre el mostrador. Después de comer recorrieron el centro comercial.

—Os compraré un regalo a cada una —anunció su madre—. Lo que queráis. ¡Cualquier cosa que queráis! —Rose pidió un libro de Nancy Drew. Maggie quiso un perrito. Su madre no dudó en comprárselo.

—¡Pues claro, un perrito! —había concedido alzando la voz. Rose se fijó en que había compradores mirándolas fijamente a las tres (dos niñas con vestidos de fiesta y una mujer con una falda estampada de amapolas, y una bufanda turquesa, alta y guapa, que llevaba seis bolsas y hablaba a voces)—. ¡Hace tiempo que tendríamos que haber comprado uno!

—Papá es alérgico a los perros —apuntó Rose.

O bien su madre no la oyó, o bien decidió no hacerle caso. Cogió a sus hijas de las manos y corrieron hacia la tienda de mascotas, donde Maggie eligió un pequeño cocker spaniel al que llamó Honey Bun.

—Mamá estaba loca, pero era divertida, ¿verdad? —preguntó Maggie con voz ronca.

—Sí que lo era, sí —contestó Rose, recordando cómo habían regresado a casa, cargadas con las bolsas de lo que habían comprado y la caja de cartón en la que iba Honey Bun, y se habían encontrado a su padre sentado en el sofá, aún con el traje y la corbata del trabajo, esperando.

—Niñas, a vuestros cuartos —les había ordenado, y había agarrado a Caroline de la mano para llevarla a la cocina. Rose y Maggie, llevando a Honey Bun, subieron en silencio por la escalera, pero incluso a través de la puerta cerrada de la habitación pudieron oír cómo su madre fue levantando la voz paulatinamente. «Michael, ha sido una buena idea, una idea comercial legítima, no tiene por qué salir mal, y sólo les he comprado a las niñas un par de regalos, soy su madre, puedo hacer lo que me dé la gana, puedo no llevarlas al colegio de vez en cuando, no importa, ha sido un día muy bonito, Michael, un día especial, un día que recordarán siempre, y siento haberme olvidado de llamar a la escuela, pero no tendrías que haberte preocupado, estaban conmigo y SOY SU MADRE SOY SU MADRE SOY SU MADRE…»

—¡Oh, no! —susurró Maggie mientras el perro empezaba a aullar—. ¿Se están peleando? ¿Ha sido culpa nuestra?

—¡Chsss…! —dijo Rose. Cogió al cachorro en brazos. Maggie se metió el dedo pulgar en la boca, se apoyó en su hermana, y ambas escucharon los gritos de su madre, ahora acentuados por el ruido de cosas que tiraba y se rompían, y por el murmullo de su padre, que daba la impresión de que no consistía más que en una sola palabra: «Por favor».

—¿Durante cuánto tiempo tuvimos a Honey Bun? —preguntó Maggie.

Rose se volvió en la butaca y trató de recordar.

—Creo que un día —respondió. Ahora empezaba a acordarse. A la mañana siguiente se había levantado temprano para sacar al perro de paseo. El pasillo estaba a oscuras; la puerta del cuarto de sus padres estaba cerrada. Vio a su padre sentado frente a la mesa de la cocina, solo.

—Tu madre está descansando —anunció—. ¿Puedes ocuparte tú del perro, y hacer tu desayuno y el de Maggie?

—¡Claro! —repuso Rose. Miró a su padre con detenimiento—. ¿Mamá… está bien?

Su padre suspiró y dobló el periódico.

—Está bien, Rose. Está descansando. Intenta no hacer ruido y dejarla descansar. Cuida de tu hermana.

—Lo haré —prometió Rose. Cuando esa tarde volvió a casa al salir de la escuela, el perro ya no estaba. La puerta de la habitación de sus padres seguía cerrada. Y aquí estaba, veintidós años después, cumpliendo todavía su promesa, cuidando todavía de su hermana.

—Estaban realmente buenos los tofes, ¿verdad? —preguntó Maggie. En la oscuridad sonaba como su yo de seis años (feliz y esperanzada, una niña alegre que quería creer todo cuanto su madre le decía).

—Eran deliciosos —contestó Rose—. Buenas noches, Maggie —le dijo en un tono que esperaba que le dejara claro a su hermana que no tenía ganas de seguir hablando.

Cuando a la mañana siguiente Jim Danvers abrió los ojos, estaba solo en la cama. Se desperezó, se rascó y luego se levantó, se puso una toalla alrededor de la cintura y se fue en busca de Rose.

La puerta del cuarto de baño estaba cerrada y oyó que el agua corría. Llamó a la puerta con suavidad, con dulzura, incluso seductoramente, imaginándose a Rose en la ducha, su piel tibia y humeante, sus pechos desnudos cubiertos de gotas de agua…

La puerta se abrió de golpe y apareció una chica que no era Rose.

—Hlaqueres… —dijo Jim esforzándose por pronunciar una combinación entre «hola» y «¿quién eres?».

La desconocida era delgada, tenía el pelo largo de color cobrizo anudado encima de la cabeza, un delicado rostro en forma de corazón y gruesos labios rosáceos. Llevaba las uñas de los pies pintadas, sus bronceadas piernas se prolongaban hacia la barbilla, y sus duros pezones (no pudo evitar fijarse) se marcaban contra la parte delantera de su desgastada camiseta. La chica lo miró arqueando las cejas, somnolienta.

—Pero ¿hablas inglés? —inquirió. Tenía los ojos grandes y castaños, rodeados de restos de pintura y máscara de pestañas corrida tras el sueño (una mirada penetrante y atenta, unos ojos del mismo color que los de Rose, pero en cierto modo muy diferentes).

Jim lo intentó de nuevo.

—Hola —saludó—, ¿está, mmm… Rose por aquí?

La desconocida señaló en dirección a la cocina con el pulgar.

—Está ahí —dijo. Se apoyó en la pared, Jim cayó en la cuenta de que él no llevaba más que una toalla. La chica levantó una pierna, apoyó la planta del pie en la pared y lo observó de arriba abajo, lentamente.

—¿Eres la compañera de piso de Rose? —quiso adivinar, incapaz de recordar si Rose le había mencionado que compartía piso.

La chica negó con la cabeza, y entonces Rose apareció por la esquina, vestida, con zapatos y los labios pintados, y dos tazas de café en las manos.

—¡Oh! —exclamó, y frenó tan en seco que el café se derramó y le salpicó las muñecas y la parte delantera de la blusa—. ¡Oh! ¿Ya os habéis encontrado?

En silencio, Jim sacudió la cabeza. La chica que estaba de pie no dijo nada… se limitó a mirarlo con fijeza y a esbozar una irónica sonrisa de esfinge.

—Maggie, éste es Jim —los presentó Rose—. Jim, ésta es Maggie Feller. Mi hermana.

—Hola —dijo Jim, y sacudió levemente la cabeza mientras se sujetaba la toalla.

Maggie también asintió. Estuvieron ahí unos pocos segundos, los tres, Jim sintiéndose ridículo con la toalla, Rose con el café que le goteaba de las mangas, y Maggie mirando a uno y otra.

—Vino ayer por la noche —explicó Rose—. Tenía la fiesta de secundaria y…

—No creo que le interesen los detalles —la interrumpió Maggie—. Se puede imaginar el resto. La típica historia de Hollywood como todo el mundo.

—Lo siento —se disculpó Rose.

Maggie resopló, dio media vuelta y regresó airosa al salón. Rose suspiró.

—Lo siento —repitió—, lo suyo es puro drama.

Jim asintió.

—¡Eh! —exclamó en voz baja—. Quiero que me lo cuentes todo. Dame sólo un minuto… —dijo, y entró en el cuarto de baño.

—¡Oh! —exclamó Rose—. ¡Oh, lo siento!

—No te preocupes —susurró él, acercándose a su mejilla y rozando la suave piel de su cuello con su barbilla sin afeitar. Ella se estremeció y el café que quedaba en las tazas tembló.

Cuando Jim y Rose se fueron media hora después, Maggie había vuelto al sofá. Un pie descalzo y una pantorrilla, suave y desnuda, se asomaban por entre las sábanas. Rose estaba convencida de que no dormía. Estaba segura de que esto —la bronceada curva de la pierna de su hermana, las uñas escarlata— estaba planeado. Empujó a Jim hacia la puerta, pensando que eso era lo que ella habría deseado: interpretar el clásico despertar seductor de Hollywood, con restos de maquillaje, incitante y encantador, con un lento parpadeo de pestañas y una sonrisa de satisfacción. Y ahora era Maggie la del maquillaje, la sexy y fascinante, mientras que ella iba y venía como Betty Crocker, ofreciendo café a la gente.

—¿Trabajas hoy? —le preguntó Jim. Ella asintió—. ¿En fin de semana? —musitó—. Ya me había olvidado de lo que es ser un asociado. —Le dio un beso de despedida en la puerta principal (un beso rápido y casto) y buscó en su cartera el ticket del aparcamiento—. ¡Vaya! —exclamó enarcando las cejas—. Juraría que llevaba cien dólares encima.

«Maggie —dijo Rose para sí mientras sacaba veinte dólares de su monedero—. Maggie, Maggie, Maggie, siempre me hace pagar a mí.»