Capítulo 15

—Tienes visita —anunció la secretaria de Rose. Rose levantó la vista del ordenador y vio a su hermana, espléndida con unos pantalones pirata de cuero negro, una torera tejana y las botas rojas de cowboy, entrando tranquilamente en su despacho.

—¡Buenas noticias! —exclamó Maggie con una sonrisa.

«Por favor, que tenga trabajo», suplicó Rose.

—¿Qué?

—¡He tenido una entrevista de trabajo! En este bar nuevo tan chulo que han abierto.

—¡Genial! —repuso Rose tratando de sonar tan entusiasmada como Maggie—. ¡Es estupendo! ¿Cuándo crees que te dirán algo?

—No estoy segura —contestó Maggie mientras sacaba y reordenaba libros y carpetas de la estantería de Rose—. Puede que después de las vacaciones.

—Pero ¿no es en vacaciones cuando se supone que los bares tienen más trabajo?

—¡Dios mío, Rose! ¡No lo sé! —Maggie cogió la pequeña réplica de plástico de Xena, la princesa guerrera (uno de los regalos de cumpleaños de Amy) y la puso boca abajo—. ¿Crees que podrías intentar alegrarte por mí?

—¡Por supuesto! —respondió Rose—. ¿Has hecho progresos guardando otra vez mi ropa en el armario? —Desde hacía algunas noches el montón de ropa había pasado de su cama al suelo, pero aún no había llegado al armario.

—He empezado a guardarla —dijo Maggie mientras se dejaba caer en la silla que había frente a la mesa de Rose—. ¡Ya lo haré! Tampoco es para tanto.

—No lo será para ti —protestó Rose.

—¿Y eso qué quiere decir?

Rose se puso de pie.

—Quiere decir que vives conmigo sin pagar alquiler, que no has encontrado trabajo…

—¡Ya te he dicho que he tenido una entrevista!

—Pues no tengo la sensación de que te estés esforzando mucho.

—¡Sí que me esfuerzo! —gritó Maggie—. Además, ¡y tú qué sabes!

—¡Chsss!

Maggie dio un portazo y miró indignada a su hermana.

—¡Sé que no puede ser tan difícil encontrar un trabajo! —comentó Rose—. ¡Está lleno de carteles en los que se solicitan empleados! En todas las tiendas, en todos los restaurantes…

—No quiero volver a trabajar en una tienda. Ni de camarera.

—Entonces, ¿qué quieres hacer? —quiso saber Rose—. ¿Sentarte como una princesita y esperar a que MTV te llame?

El rostro de Maggie se enrojeció como si le hubiesen dado una bofetada.

—¿Por qué eres tan cruel?

Rose se mordió los labios. Ya habían pasado antes por esto, bueno, Maggie había pasado por esto… con su padre, con novios bien intencionados, con algún que otro profesor o jefe preocupado. Distintos contrincantes, las mismas armas. Podía calcular el preciso instante en que Rose le pediría disculpas. Y un segundo antes de que Rose abriese la boca, en el momento en que empezaba a coger el aire con el que pronunciaría las palabras lo siento, Maggie volvió a hablar.

—Lo intento —dijo frotándose los ojos—. De verdad que lo intento. Para mí no es fácil, ¿sabes, Rose? No es tan fácil para todo el mundo como para ti.

—Lo sé —repuso Rose con suavidad—. Sé que te esfuerzas.

—Lo intento. Cada día —continuó Maggie—. No soy una gorrona. No me quedo sentada compadeciéndome. Salgo a buscar trabajo… cada… día. Soy consciente de que nunca seré abogada como tú… —Rose emitió un sonido de protesta. Maggie lloró un poco más fuerte—. Pero eso no significa que me quede quieta sin hacer nada. Lo intento, Rose, lo intento con todas mis fu-fu-fuerzas…

Rose cruzó la habitación para abrazarla. Maggie se apartó con brusquedad.

—Bueno —la tranquilizó Rose—, bueno, no te preocupes. Ya encontrarás trabajo…

—Siempre lo encuentro —dijo Maggie que pasó suavemente de una llorosa Renée Zellweger a una Sally Field poniendo a mal tiempo, buena cara. Se frotó los ojos, se sonó la nariz, enderezó la espalda y miró a su hermana.

—Lo siento. Lo siento mucho, muchísimo —se disculpó Rose, preguntándose, incluso mientras decía las palabras, por qué se disculpaba exactamente. Ya había pasado más de un mes. Maggie no mostraba indicios de irse. Su ropa y su neceser de tocador, los estuches de los discos compactos y los mecheros seguían esparcidos por todo el piso de Rose, que cada día parecía más pequeño, y la noche anterior Rose se había quemado un dedo tras meterlo en un cazo que pensaba que contenía caramelo, pero que resultó ser cera de Maggie para depilarse las cejas—. ¡Oye!, ¿has cenado ya? Podríamos salir y tal vez ir al cine…

Maggie se volvió a frotar los ojos y miró a su hermana con los ojos entornados.

—¿Sabes lo que deberíamos hacer? Salir, salir de verdad. Ir a un club o algo así.

—No sé —vaciló Rose—, en esos sitios siempre hay que hacer cola. Y están llenos de humo y ruido…

—Venga. Un día es un día. Te ayudaré a vestirte…

—¡Oh, estupendo! —repuso Rose a regañadientes—. Creo que el bufete ha organizado algo en uno de esos locales de Delaware Avenue.

—Ya, pero ¿qué? —inquirió Maggie.

Rose revolvió su correo hasta que dio con la invitación.

—«Un cóctel con motivo de las fiestas —leyó—. Canapés y juegos libres.» Podríamos ir.

—Será nuestra primera parada —anunció Maggie. Abrió la puerta y salió del despacho dando brincos—. ¡Vamos!

De vuelta en casa de Rose, Maggie sacó un jersey azul y una falda negra del montón de ropa que había junto a la cama.

—Vete a duchar —ordeno—. ¡Y no le olvides de hidratarte la piel!

Cuando Rose salió de la ducha, el set de maquillaje de Maggie estaba preparado y ya había alineado una fila de productos en la encimera del lavabo. Dos tipos de base de maquillaje, tres correctores distintos, media docena de sombras de ojos y colorete, brochas para las mejillas, pinceles para los ojos y la boca… Rose se sentó en la tapa del váter y los miró fijamente; se sentía mareada.

—¿De dónde ha salido todo este arsenal? —quiso saber.

—Pues de aquí y de allí —contestó Maggie sacando punta a un lápiz de ojos gris.

Rose examinó el set de nuevo.

—¿Y cuánto crees que te habrás gastado en total?

—Ni idea —respondió Maggie mientras extendía una leche limpiadora por las mejillas de su hermana con movimientos rápidos y seguros—. Pero costara lo que costara, ha valido la pena. ¡Tú espera!

Rose permaneció ahí sentada, quieta como un maniquí, durante los quince delicados minutos en que Maggie trabajó sus párpados. Empezó a inquietarse cuando Maggie mezcló las bases en el dorso de su mano, las aplicó con una esponja, retrocedió, observando, y luego se volvió a acercar para ponerle polvos y colorete con una brocha, y estaba muerta de aburrimiento cuando Maggie extrajo el rímel para dar volumen a las pestañas y el lápiz de labios, pero tuvo que reconocer que el resultado final fue… bueno, asombroso.

—¿Soy yo? —se extrañó Rose, mirándose con fijeza en el espejo, mirando los nuevos huecos que tenía debajo de los pómulos, y el aspecto velado y misterioso de sus ojos con esa cremosa sombra dorada que Maggie le había puesto.

—¿A que es genial? Te maquillaría todos los días —sugirió Maggie—. Pero antes tendrías que someterte a un buen tratamiento facial. Necesitas exfoliar la piel —comentó en el mismo tono en que alguien diría: «El edificio está en llamas. ¡Evacúen!» Cogió la falda negra y el top azul con una mano, y unas sandalias azules de tacón alto y tiras estrechas con la otra—. Ten, pruébate esto.

Rose se puso la falda y el escotado top retorciéndose. Las dos cosas eran más ajustadas que la ropa que normalmente llevaba, y el conjunto…

—No lo sé —objetó, obligándose a clavar la vista en su cuerpo sin que su cara la distrajera—. ¿No crees que voy un poco…? —Estuvo a punto de decir hortera. Con esos zapatos azules sus piernas parecían largas y elegantes, y su escote era realmente como el Gran Cañón. Maggie dio su aprobación.

—¡Estás impresionante! —le aseguró, y roció a su hermana con su preciado frasco de Coco.

Al cabo de veinte minutos, Rose tenía el pelo recogido y los pendientes puestos, y salían por la puerta.

—Esta fiesta apesta —comentó Maggie sorbiendo su martini rosso.

Rose se estiró del top, aguzando los ojos para ver a la gente. Sin sus gafas no veía, pero, evidentemente, Maggie le había prohibido llevarlas. «¡Los tíos no se acercan a las chicas que llevan gafas!», le había advertido antes de pasarse cinco minutos dándole la lata a su hermana para que se sometiera de inmediato a los tratamientos con láser, como hacían las presentadoras de los informativos y las supermodelos.

Estaban en Dave and Buster's, un pretencioso salón recreativo para adultos ubicado a orillas del todo menos pintoresco río Delaware, donde el bufete, ciertamente, celebraba su Fiesta Semestral de Jóvenes Asociados. La placa de Rose, prendida cerca de su impresionante nuevo escote, rezaba: «SOY Rose Feller», y en paréntesis había añadido: «Derecho Procesal». En su placa original Maggie había puesto: «SOY bebedora», hasta que Rose se la había hecho quitar. Ahora ponía: «SOY Monique»; por lo que Rose había puesto los ojos en blanco, pero había concluido que no valía la pena discutir.

El lugar estaba atiborrado de abogados jóvenes, conectados a la red y tomando sorbos de cerveza microfermentada mientras contemplaban a Don Dommel y su protegido de rizos enseñar sus proezas en una empinada Rampa Virtual. Junto a una de las paredes había un bufé; Rose divisó lo que parecía una bandeja con verduras y salsas, y una fuente de acero inoxidable con pequeños trozos fritos de algo, pero Maggie le impidió acercarse.

—¡Seamos sociables! —exclamó.

Ahora Maggie le dio un suave codazo a su hermana y señaló una silueta con forma de hombre, de pie junto a la mesa de futbolín.

—¿Quién es? —inquirió Maggie.

Rose aguzó la vista. Lo único que podía distinguir era el pelo rubio y unos hombros anchos.

—No estoy segura —contestó.

Maggie se sacudió el pelo. Ella, evidentemente, estaba impresionante. Llevaba unas sandalias rosas y unos pantalones de cuero negros, que Rose sabía con certeza que costaban doscientos dólares porque se había encontrado la factura en la encimera de la cocina, combinados con un brillante mini-top plateado con escote que dejaba su espalda al descubierto. Se había alisado el pelo —proceso en el que había invertido prácticamente una hora— y había adornado sus delgados brazos con un brazalete de plata de varios aros. Se había pintado los labios de color rosa pálido, se había puesto una gruesa capa de maquillaje, y había enmarcado sus ojos con un lápiz plateado. Parecía una visitante del futuro o, posiblemente, de un programa de televisión.

—Pues voy a hablar con él —anunció.

Se pasó los dedos por el pelo, que colgaba tieso como una lustrosa cortina cobriza, le dedicó una mueca a Rose, le preguntó si tenía pintalabios en los dientes y se mezcló majestuosamente entre la gente. Rose se dio un último estirón a su top. Le dolían los pies, pero Maggie no había cedido en el tema de los zapatos.

—Para presumir hay que sufrir —había recitado, retrocediendo dos pasos y examinando a su hermana con detenimiento antes de preguntarse en voz alta si no tendría Rose unas medias reductoras que la estilizaran un poco.

Rose escudriñó la sala y vio a su hermana asaltar al ingenuo abogado mediante dos estrategias: la sacudida de pelo y el movimiento de las pulseras. Después se acercó tímidamente al bufé, le echó un vistazo, de refilón, sintiéndose culpable, y llenó un plato pequeño con salsa, galletas saladas, zanahorias mini, tacos de queso y una cucharada de eso que estaba frito y no sabía qué era. Encontró una mesa en una esquina, se sacó los zapatos sacudiendo los pies y empezó a comer.

Otra silueta con forma de hombre —éste era bajo, pálido y con pequeños rizos pelirrojos— se aproximó a ella.

—¿Rose Feller? —preguntó.

Rose tragó y asintió, leyendo la placa con su nombre.

—Simon Stein —se presentó el tipo—. Nos sentamos juntos en el curso de coaching.

—¡Ah…! —repuso Rose, que procuró asentir de tal modo que diera la impresión de que lo había reconocido.

—Te di café —añadió él.

—¡Ah… sí! —recordó Rose—. ¡Me salvaste la vida! ¡Gracias!

Simon asintió con modestia.

—Tengo entendido que vamos a ser compañeros de viaje —comentó.

Rose lo miró fijamente. El único viaje que tenía pensado hacer era uno a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago el lunes para captar personal. Solos ella y Jim.

—Voy en lugar de Jim Danvers —explicó Simon.

A Rose se le cayó el alma a los pies.

—¡Oh! —exclamó.

—Tiene cosas que hacer y seguidamente me preguntó si quería ir.

—¡Oh! —repitió Rose.

—Escucha una cosa, ¿vives en el centro? Porque podría llevarte al aeropuerto.

—¡Oh! —dijo Rose por tercera vez, y añadió otra palabra para variar—: ¡Claro!

Simon se acerco a ella.

—¡Oye!, por casualidad no jugarás a softbol, ¿no?

Rose cabeceó. La única experiencia que había tenido con ese juego fue en la clase de gimnasia, en bachillerato, y tras seis semanas y docenas de intentos no consiguió batear ni siquiera una sola vez. La pelota le golpeó el pecho, y aquello de suave[3] no tuvo nada.

—Verás, es que tenemos un equipo. Movimiento Denegado —apuntó Simon como si no hubiera visto a Rose sacudiendo la cabeza—. Es mixto, pero no tenemos suficientes mujeres. Si no encontramos más, nos penalizarán.

—¡Cuánto lo siento! —se compadeció Rose.

—Es un juego fácil —insistió Simon. Rose se imaginó que seguramente sería especialista en Derecho Procesal. Los «procesalistas» tendían a ser muy tozudos—. Ejercicio sano, aire fresco…

—¿Tengo aspecto de necesitar que me dé el aire y de hacer ejercicio? —preguntó Rose, y se miró de arriba abajo con pesar—. No me contestes.

Simon Stein seguía en sus trece.

—Es divertido. Conocerás a un montón de gente.

Ella sacudió de nuevo la cabeza.

—De verdad, no insistas, porque soy un cero a la izquierda.

Una mujer se acercó y agarró a Simon por el brazo.

—Cariño, ¡ven a jugar al billar conmigo! —dijo con voz coqueta. Rose dio un respingo. Ésta era la chica a la que en secreto llamaba Noventa-y-cinco, porque 1995 era el año en que se había licenciado en Harvard, hecho que siempre se las ingeniaba para dejar caer en todas las conversaciones que Rose había mantenido con ella.

—Rose, te presento a Felice Russo —dijo Simon.

—En realidad, ya nos conocemos —repuso Rose. Felice alargó el brazo para alisarle a Simon el pelo, que, a juicio de Rose, no mejoraría por mucho que se lo alisara. Justo en ese momento apareció Maggie, sonrosada y con un cigarrillo encendido en la mano.

—Esta fiesta sigue apestando —observó, y miró a su alrededor—. Preséntame.

—Maggie, estos son Simon y Felice —dijo Rose—. Trabajamos juntos.

—¡Oh! —exclamó Maggie dando una gran calada—. ¡Genial!

—¡Me encanta tu pulsera! —comentó Felice, que señaló el brazalete de Maggie—. ¿Es indígena?

Maggie la miró con fijeza.

—¿Cómo? La compré en South Street.

—¡Oh! —replicó Felice—. Es que hay una pequeña boutique en Boston donde venden cosas de este estilo, y cuando estaba en la universidad me compré algunas piezas.

«Allá va», pensó Rose.

—Yo estuve una vez en Boston —explicó Maggie—. Tenía una amiga en Northeastern.

«Tres… dos… uno…»

—¿Ah, sí? —repuso Felice—. ¿En qué año fuiste? Porque yo estuve en Harvard…

Rose sonrió. ¿Eran imaginaciones suyas o Simon Stein también sonreía?

—¿Qué tal si nos sentamos? —propuso Simon, y los cuatro se trasladaron a una mesa de cóctel de patas alargadas. Felice seguía parloteando sobre cómo era Cambridge en invierno. Maggie se zampó su martini. Rose pensaba con anhelo en hacer otra escapada al bufé.

—Entonces, ¿pensarás en lo del softbol? —le preguntó Simon.

—Oh, mmm… sí, claro —dijo Rose.

—Es muy divertido —insistió él.

—¿A que sí? —intervino Felice—. En la universidad solía jugar a squash. La verdad es que no muchas universidades tienen squash, pero por suerte Harvard sí tenía.

Ahora no eran imaginaciones suyas; Simon Stein estaba definitivamente boquiabierto.

—También salimos de juerga —apuntó Simon.

—¿En serio? —preguntó Rose educadamente—. ¿Adónde vais?

Mientras Simon repasaba la lista de bares en los que Movimiento Denegado había estado, de algún modo Maggie y Felice habían acabado hablando de televisión.

—¡Oh, Los Simpson! ¡Me encantan Los Simpson! ¿Sabes el capítulo que va de la madre de Homer —inquirió Felice inclinándose hacia delante como si revelase un importante secreto—, en el que ella tiene un permiso de conducir falso?

—No —negó Simon.

—No —negó Rose.

—No me gustan los dibujos animados —añadió Maggie.

Felice hizo caso omiso.

—La dirección del carné de conducir era Bow Street 44, ¡que es donde actualmente se edita la famosa revista humorística The Harvard Lampoon!

Maggie miró fijamente a Felice durante unos instantes, después se acercó a su hermana.

—Me parece que Felice estudió en Harvard —dijo a media voz.

Simon se puso a toser y tomó un gran sorbo de su cerveza.

—Perdonad un momento —musitó Rose, propinándole una patada a Maggie y arrastrándola hacia la puerta—. Eso no ha estado bien —la reprendió Rose.

—¡Oh, vamos! —replicó Maggie—. ¡Ni que esa tía fuese la simpatía en persona!

—No, no lo es —comentó Rose—. Es repugnante.

—¡Repugnante! —gritó Maggie. Tiró de su hermana hacia la salida—. Venga, larguémonos de esta pocilga.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó Rose esperanzada.

Maggie sacudió la cabeza.

—A un sitio mucho mejor.

Más tarde —mucho, mucho más tarde—, las dos hermanas se sentaron una frente a otra en la Casa Internacional de Crepés.

Habían ido a una discoteca. Luego a un after. Y luego, a menos que Rose se equivocara por completo o sufriera algún tipo de alucinación provocada por el vodka, habían cantado en un karaoke. Sacudió la cabeza para despejarse, pero el recuerdo seguía ahí: de pie, en la plataforma, descalza, con la multitud coreando su nombre mientras interpretaba, aullando y sin afinar del todo, Midnight Train to Georgia y Maggie hacía cabriolas detrás, su aportación personal.

—He's leaving… —probó Rose.

—¡Todos juntos! ¡Todos juntos! ¡Todos juntos! —había gritado Maggie.

«¡Dios mío!», dijo Rose para sí mientras se repantigaba en la silla. Entonces había ocurrido. «Se acabó el vodka», pensó con firmeza, y se mordió el labio, recordando cuál era el principal motivo por el que se había emborrachado de esta manera. Jim, que había cancelado su viaje a Chicago, dejándola con Simon Stein. «Te veo más involucrada en esto que a él», le había dicho Amy, y la evidencia ponía ciertamente de manifiesto que Amy tenía razón. ¿Qué había hecho mal? ¿Cómo podía recuperarlo?

—¿Estáis listas, chicas? —preguntó la camarera de aspecto aburrido, con el bolígrafo preparado para escribir en la libreta.

Rose repasó la carta con los dedos como si estuviera escrita en braille.

—Crepés —contestó Rose al fin.

—¿De qué tipo? —inquirió la camarera.

—Ella lo tomará de nata —decidió Maggie, quitándole a Rose la carta de las manos—. Y yo, lo mismo. Y querríamos dos zumos de naranja grandes y una jarra de café, por favor.

La camarera se alejó.

—¡No tenía ni idea de que cantabas! —comentó Maggie mientras a Rose le daba hipo.

—Yo no canto —protestó Rose—. Litigo.

Maggie metió cuatro azucarillos de Sweet'n Low en la taza de café que la camarera le había puesto delante.

—¿Ha sido divertido o no?

—Divertido —repitió Rose, que aún tenía hipo. El rímel y la máscara de pestañas que, cuidadosamente, Maggie le había puesto la noche anterior se habían corrido. Parecía un mapache—. Entonces, ¿qué vas a hacer? —inquirió.

—¿Con respecto a qué? —quiso saber Maggie.

—A tu vida —fue la respuesta de Rose.

Maggie frunció las cejas.

—Ahora recuerdo por qué nunca salimos juntas. Te has bebido medio bar y no se te ocurre otra cosa que un meticuloso plan para mejorarme.

—Sólo quiero ayudarte —objetó Rose—. Necesitas ponerte metas.

La camarera apareció y dejó los platos, y una jarrita de jarabe de arce caliente.

—Espera —le pidió Rose a la camarera. La miró con los ojos entornados, estaba piripi—. ¿Necesitáis contratar gente?

—Me parece que sí —contestó la camarera—. Os traeré una solicitud de empleo con la nota.

—¿No crees que estás demasiado preparada para trabajar aquí? —se extrañó Maggie—. No sé, has terminado los estudios, estás licenciada… ¿estás segura de que quieres servir crepés?

—No lo he preguntado para mí, sino para ti —aclaró Rose.

—¡Oh! ¿Quieres verme sirviendo crepés? —se ofendió Maggie.

—Lo que quiero es que hagas algo —puntualizó Rose, que gesticuló con exageración de beoda—. Quiero que te pagues la factura del teléfono. Y, por qué no, que me des algo de dinero para la comida.

—Pero ¡si no como nada! —exclamó Maggie, lo que no era del todo cierto. No comía mucho: una magdalena con pepitas de chocolate por aquí, un poco de leche y unos cuantos cereales por allí. Tampoco supondría una gran diferencia. Además, ¡como si Rose no pudiera pagarlo! Había visto sus extractos bancarios, ordenados por orden cronológico en una carpeta de papel de manila con una etiqueta en la que ponía «Extractos bancarios». Podía imaginarse a Rose deambulando por la cocina y tomando notas con un diario amarillo. «¡Una cena oriental de pollo magro! ¡Medio vaso de zumo de naranja! ¡Dos paquetes de palomitas para microondas! ¡Tres cucharaditas de sal!»

Maggie sintió que se ruborizaba.

—Ya te daré dinero —consintió, furiosa, recalcando cada sílaba.

—Pero si no tienes —repuso Rose.

—Pues lo conseguiré —insistió Maggie.

—¿Cuándo? —preguntó Rose—. ¿Cuándo ocurrirá el milagro?

—He hecho una entrevista.

—Y está muy bien, pero no es un trabajo.

—Que te jodan. Me largo —soltó Maggie, tirando su servilleta.

—Siéntate —ordenó Rose, cansada— y tómate el desayuno. Voy al lavabo.

Rose abandonó la mesa. Maggie se quedó sentada, pinchando la comida, pero sin comer nada. Cuando llegó la camarera con la solicitud de empleo, Maggie cogió un bolígrafo del bolso de su hermana, además de veinte dólares de su monedero, y rellenó la hoja con el nombre de Rose, marcando todas las posibles casillas de «tiempo disponible» y añadiendo «hago de todo» en la parte de observaciones. Después le entregó la solicitud a la camarera, vertió mermelada de mora en las crepés de su hermana, sabiendo que a Rose no le gustaban las salsas de colores, y salió del restaurante taconeando.

Cuando Rose volvió a la mesa, miró el desastre desconcertada.

—Tu amiga se ha marchado —comentó la camarera.

Rose sacudió lentamente la cabeza.

—No es mi amiga, es mi hermana —corrigió. Pagó la cuenta, se puso la chaqueta, resintiéndose de sus pies llagados, y salió por la puerta cojeando.