Capítulo 42

Rose Feller nunca había deseado tanto tener a una madre como lo hizo desde que se comprometió con Simon Stein. Su primera cita había sido en abril. En mayo se veían cuatro y cinco días a la semana. En julio Simon se había trasladado al piso de Rose, y en septiembre la había vuelto a llevar a La cabaña espasmódica. De repente se había agachado debajo de la mesa, supuestamente para recoger la servilleta que se le había caído, y había aparecido con un estuche de terciopelo negro en la mano. «Es demasiado pronto», había objetado Rose todavía sin creerse del todo que eso estuviese pasando, y Simon la había mirado con fijeza y le había dicho: «Lo tengo muy claro».

La boda estaba prevista para mayo y ya estaban en octubre, lo que significaba, como se habían apresurado a señalar esa tarde las dependientas, que Rose se había retrasado en la elección del vestido de novia. «¿Sabes cuánto tardan en enviarnos los vestidos?», la había increpado la vendedora de la primera tienda. Rose había pensado en responderle: «¿Sabes tú cuánto he tardado en encontrar marido?», pero decidió no abrir la boca.

—Esto es una tortura —comentó, esforzándose por ceñirse las medias, en las que se había hecho una carrera de dos centímetros de ancho nada más meter un pie en ellas.

—¿Quieres que llame a Amnistía Internacional? —inquirió Amy.

Rose sacudió la cabeza y tiró las zapatillas de deporte hacia un rincón del probador, pintado de color melocotón y con cortinas de encaje, de una tienda de novias, donde el ambiente olía a perfumes de lavanda y los altavoces sólo emitían canciones de amor. Estaba metida en un estrecho corpiño que le subía los pechos prácticamente hasta la barbilla y que, como descubriría más tarde, le dejaba en el costado molestas ronchas, además de una faja que la dependienta había tratado de explicarle que, en realidad, era un «reductor de silueta», sólo que Rose reconocía una faja en cuanto la veía, y ésta le impedía respirar bien. Pero la dependienta había insistido. «Es crucial que las prendas básicas sean las adecuadas —le había dicho mirando a Rose como diciendo—: y todas mis clientas lo entienden.»

—No te imaginas por lo que estoy pasando —protestó Rose.

La dependienta llevaba un vestido en los brazos, que sostuvo para Rose.

—¡Adentro! —ordenó. Rose pegó los brazos al cuerpo, se inclinó, haciendo una mueca de dolor porque se le clavaba la faja de dobles varillas, e introdujo la cabeza por la abertura, a tientas. La amplia falda del vestido le cayó a los tobillos mientras Rose metía los brazos en las mangas y la dependienta trataba de cerrarle la cremallera de la espalda.

—¿Cuál es el problema? —quiso saber Amy.

Rose cerró los ojos y pronunció el nombre que la atormentaba desde que se había comprometido hacía dos meses, y que, no le cabía ninguna duda, seguiría acosándola a medida que el día de la boda se acercara.

—Sydelle —contestó.

—¡Uf! —exclamó Amy.

—Uf no es ni la mitad de mi sufrimiento —repuso Rose—. La malvada de mi madrastra ha decidido ahora que quiere ser mi mejor amiga.

Lo que era cierto. Cuando Simon y ella habían viajado a Nueva Jersey para comunicarles a Michael Feller y a su mujer la buena noticia, Michael había abrazado a su hija y le había dado palmadas en la espalda a Simon, mientras que Sydelle, sentada en el sofá, parecía afligida. «¡Qué maravilla! —logró decir al fin, unas palabras que habían salido forzadas entre sus finos labios perfectamente pintados, mientras sus enormes aletas se habían inflado como si intentase inhalar la mesa de centro—. ¡Cómo me alegro por vosotros!» Y al día siguiente había llamado a Rose a casa para insistirle en celebrarlo tomando un té juntas y ofrecerle sus servicios como organizadora de la boda. «No quisiera sonar pretenciosa, pero la gente aún habla de la boda de Mi Marcia», le había dicho. Rose supuso que eso era comprensible, dada la inclinación de Sydelle a mencionar la boda de Marcia en cualquier conversación, pero tan desprevenida la pilló que Sydelle hiciera algo que no incluyese una crítica a su ropa, su pelo o sus dietas, que accedió. Con su anillo nuevo, que todavía no se había acostumbrado a llevar, se fue al Ritz-Carlton para tomar un té con Sydelle.

—Fue horrible —recordó mientras Amy asentía y se alisaba los guantes de encaje hasta los codos que acababa de probarse. Rose había localizado a su madrastra al instante. Sydelle estaba sentada sola a una mesa con una tetera y dos tazas de cantos dorados. Estaba igual de espantosa que siempre. Su pelo, secado con secador, estaba rígido, y tenía la piel brillante y tersa como el papel celofán. Iba impecablemente maquillada, con imponentes accesorios de oro, y con la chaqueta de cuero marrón del escaparate de Joan Shepp en la que Rose había puesto los ojos camino hacia el hotel.

—¡Rose —había exclamado—, estás fantástica! —Aunque la mirada que lanzó a la falda de color caqui de Rose y a su cola de caballo indicaban lo contrario—. ¡A ver…! —dijo tras unos cuantos minutos de charla—, hablemos de los detalles. ¿Has pensado en alguna combinación de colores?

—Mmm… —vaciló Rose. Y eso fue todo lo que necesitó Sydelle Feller.

—Una combinación marina —decretó—. Es lo último; muy, muy chic. Muy moderno. Me imagino… —Y cerró los ojos, con lo que Rose tuvo un segundo para maravillarse ante la pastosa sombra de ojos marrón y gris parduzca hábilmente mezclada sobre sus parados—… a las damas de honor con sencillos vestidos de color azul marino…

—No tendré damas de honor. Sólo a Amy. Amy será mi dama de honor —anunció Rose. Sydelle levantó una ceja perfectamente depilada.

—¿Y Maggie?

Rose clavó la vista en el mantel de lino rosa. Había recibido un extraño mensaje de Maggie meses atrás. Un mensaje de nada más dos palabras, el nombre de Rose y la palabra «soy». Desde entonces no había vuelto a tener noticias suyas, aunque cada pocas semanas Rose la llamaba a su móvil y colgaba cuando su hermana decía: «¿Diga?»

—No estoy segura —contestó.

Sydelle suspiró.

—Hablemos de las mesas —continuó—. Me imagino los manteles azules con las servilletas blancas, muy náutico, muy fresco; y, por supuesto, habría que poner delphiniums y esas maravillosas margaritas gerbera… o no. No —rectificó Sydelle sacudiendo la cabeza una vez, como si Rose hubiese objetado algo—, rosas de color rosa. ¿Qué te parece? ¡Montones y montones de rosas rosadas, que rebosen de centros de plata! —Sonrió, visiblemente satisfecha de sí misma—. ¡Rosas para Rose! ¡Naturalmente!

—¡Suena genial! —comentó Rose. Sí, suponía que sí—. Pero, mmm… lo de las damas de honor…

—Me imagino —prosiguió Sydelle como si Rose no hubiese dicho nada— que, como es lógico, también querrás que Mi Marcia sea una de ellas.

Rose se quedó sin habla. No quería a Mi Marcia. En absoluto.

—Sé que para ella sería un honor —añadió Sydelle con dulzura.

Rose se mordió el labio.

—Mmm… —empezó diciendo—. La verdad es que… Creo que… —«¡Venga!» se exigió a sí misma—. En realidad, sólo tendré a Amy. Es lo que me hace ilusión.

Sydelle frunció la boca e infló las aletas de la nariz.

—Tal vez Marcia podría hacer una lectura —propuso Rose, tratando, desesperada, de salvar la dignidad de su madrastra.

—Lo que tú digas, cariño —repuso Sydelle con frialdad—. Es tu boda, eso está claro —que fue la frase que aquella noche Rose le repitió a Simon.

—Es nuestra boda, eso está claro —dijo, y hundió la cara en las manos—. Es que tengo la horrible sensación de que voy a acabar con Mi Marcia y cinco de sus mejores amigas acompañándome por el pasillo con idénticos vestidos azules.

—¿No quieres que Mi Marcia sea una de las damas de honor? —preguntó Simon con inocencia—. ¡Pero si es elegantísima! Me contaron que para su boda se compró un vestido de Vera Wang de la talla treinta y seis, y se lo tuvo que estrechar.

—Yo también oí ese rumor —musitó Rose.

Simon le cogió de las manos.

—Mi amor —le dijo—, es nuestra boda y será como nosotros queramos. Tendrás tantas damas de honor como quieras. O ninguna, si no quieres.

Aquella noche, Rose y Simon hicieron una breve lista de lo querían (buena comida y una orquesta de impacto) y lo que no querían («una fiesta por todo lo alto», lanzar el liguero y Mi Marcia).

—¡Y nada de «El baile del pollo»! —añadió Simon a la mañana siguiente.

—¡Pondremos rosas! —le gritó Rose a Simon cuando se iba con su traje azul—. ¡Centros de mesa de plata llenos de rosas rosadas! ¿No crees que quedará precioso?

Simon chilló una palabra alarmante por encima de su hombro, algo que se parecía a «alérgico», y corrió a coger el autobús. Rose suspiró y entró para llamar a Sydelle. Al término de su conversación había accedido a decorar el banquete con tonos marinos, a vestir las mesas de blanco, a dejar que Mi Marcia leyese una poesía a su elección, y a quedar con la florista predilecta de Sydelle la semana siguiente.

—¿Qué clase de mujeres hablan de «mi florista»? —le preguntó Rose a Amy mientras ésta inspeccionaba la caja de cristal con tocados y, finalmente, se decantaba por una almohadilla decorada con perlas que se puso en la cabeza.

—Las pretenciosas —respondió Amy, fijando en la cabeza de Rose un velo largo hasta los tobillos y con diminutos cristales titilantes—. ¡Ohhh, qué guapa! —Luego dio con otro velo igual y se lo probó—. Ven —le ordenó a Rose y la arrastró hasta el espejo.

Rose se vio con el séptimo y último vestido que había escogido. Largas cintas se enrollaban alrededor de sus piernas. Una rutilante faja, más rígida si cabe con miríadas de brillantes cristales, le encajonaba aproximadamente dos tercios de su cintura y quedaba abierta por la espalda. Unas rígidas mangas bordadas le oprimían los brazos. Rose se observó con desesperación.

—¡Oh, Dios! —se lamentó—. ¡Parezco un carro alegórico de carnaval!

Amy rompió a reír. La dependienta las miró con fijeza.

—¿Qué tal si ponemos unos zapatos? —sugirió.

—Lo que habría que poner es una barcaza —murmuró Amy.

—Creo que… —empezó Rose.

¡Dios!, necesitaba una madre. Una madre sabría cómo llevar esta situación, sabría ver un vestido y descartarlo con un breve pero irrefutable movimiento de cabeza. Una madre diría: «A mi hija le gustan las cosas sencillas» o «Le sentaría bien un vestido ceñido por arriba y con la falda abultada», o un vestido de noche, una cintura entallada, o cualquiera de esos desconcertantes tipos de vestidos. Incluso después de varias semanas de búsqueda, Rose no había sido capaz de entender qué diferencias había entre ellos, y menos aún de saber cuál la favorecía más. Una madre la sacaría de este inquietante torbellino de vestidos, del corsé con hierros, de las fiestas organizadas en honor de la novia, los tés, los cócteles y las cenas por las que ya no podía navegar como no podía tampoco remar sola remontando el río Schuylkill. Y, sin duda, una madre sabría cómo decirle educadamente a Sydelle Feller que se metiese su montón de sugerencias por su diminuto y prieto culo.

—Es espantoso —soltó Rose al fin.

—¡Vaya, lo lamento! —repuso la dependienta, cuyos sentimientos saltaba a la vista que Rose acababa de herir.

—¿Y algo un poco menos recargado? —tanteó Amy. La dependienta frunció la boca y desapareció en el cuarto ropero de la tienda. Rose se dejó caer en una silla y oyó el silbido del vestido, que se desinfló al sentarse.

—Tendríamos que fugarnos y casarnos por ahí —comentó.

—Bueno, yo te quiero mucho, pero no de esa manera —bromeó Amy—. Y no pienso dejar que te fugues. No podría lucir mi lazo en el trasero. —Al día siguiente de que Rose le dijera a su mejor amiga que se casaba (antes de que Sydelle decretara la decoración náutica), Amy se había ido de excursión al rastrillo más grande de Filadelfia y se había comprado un vestido de encaje de color salmón con capas de tul, enormes hebillas de diamantes de imitación en los hombros y un lazo en el trasero del tamaño de un autobús, y, además, como regalo de compromiso, un cirio de color marfil, de quince centímetros de grosor, decorado con perlas falsas y, en dorado, las palabras «Hoy me caso con mi mejor amiga» escritas alrededor. «Me tomas el pelo», había sido la reacción de Rose, y Amy la había abrazado, y le había dicho que entendía su papel de dama de honor, que el día de la boda la que tenía que lucirse era la novia, y que, si se compraba este vestido (con zapatos teñidos de color salmón a conjunto), era porque así se aseguraba de que sería la ganadora del Baile Anual de Damas de Honor de Filadelfia, en el que las mujeres competían por saber cuál era el peor vestido. «Además, da la casualidad de que estoy imponente con un lazo en el culo», había añadido.

Ahora rodeó los hombros de Rose.

—No te preocupes —la tranquilizó—. Encontraremos el vestido apropiado. ¡Acabamos de empezar! Si fuese fácil, ¿crees que publicarían tantísimas revistas sobre cómo encontrar el vestido de novia?

Rose suspiró y se puso de pie. Por el rabillo del ojo vio a la dependienta acercarse con los brazos repletos de seda y satén.

—Puede que este vestido no sea tan horroroso —susurró Rose.

—No —repuso Amy mirándola de arriba abajo—, no, en realidad es feísimo.

—Por aquí, por favor —pidió la dependienta lacónicamente, y Rose se recogió la falda y arrastrando la cola la siguió.