Capítulo 26
¿Quién ha contado alguna vez la verdad de un matrimonio? Desde luego Ella no lo había hecho nunca. Sus amigas y ella hablaban de sus maridos como si fueran niños o mascotas, extraños especímenes causantes de malos olores, ruidos raros y desastres que ellas tenían que arreglar. Reducían a sus maridos a frases hechas. Hablaban de ellos taquigráficamente, un código de ojos en blanco y pronombres. Él. Le. «Si él no come verdura, ¿cómo voy a obligar a los niños a comerla? Me encantaría hacer ese crucero, pero, como es normal, tendré que preguntárselo a él.»
Ella solía contribuir con su pequeña colección de anécdotas, las historias que hacían que Ira pareciera un simple dibujo de tira cómica para niños trazado a grandes rasgos. Con las mujeres sentadas alrededor de la mesa de bridge cacareaba sus historias acerca de cómo él no hacía viajes de más de treinta kilómetros sin un bote grande de salsa mayonesa vacío por si no le gustaba el estado de los lavabos de las gasolineras, o de los ochenta dólares que se había gastado en un equipo para hacerse sus propios yogures. «Nada de helados ni de cerveza —decía mientras las otras mujeres se reían tanto que tenían que enjugarse las lágrimas de las mejillas—, nada de lo que a mí me gustaría, sino yogures. Ira, el rey del yogur.»
Esas eran las historias que contaba, pero nunca explicaba la verdad sobre su matrimonio. Nunca les decía a esas mujeres qué se sentía viviendo con un hombre que era más un compañero de habitación que un marido, como si a uno le hubiesen adjudicado a alguien para compartir casa hasta el final de un viaje. Nunca les hablaba de la hiriente cortesía, del modo en que Ira le daba las gracias cuando ella le servía el café, o la cogía del brazo cuando estaban en público, en bodas o en la cena de Navidad de su empresa, de cómo la cogía del brazo y la ayudaba a bajarse del coche como si fuese de cristal. Como si fuese una desconocida. Y ni mucho menos había mencionado nunca cómo, en silencio, habían dejado de dormir en la misma cama cuando Caroline empezó la escuela, y cómo Ira se había trasladado al cuarto de invitados la semana en que su hija se fue a la universidad. De esas cosas no se hablaba nunca, y Ella no habría siquiera sabido por dónde empezar la conversación.
Un fuerte golpe la despertó de su ensimismamiento. La señora Lefkowitz aporreaba su puerta.
—¿Bruja? ¿Está usted en casa? —Ella se apresuró a dejarla pasar, esperando que ninguno de sus vecinos la hubiese oído.
La señora Lefkowitz caminó dificultosamente hasta la cocina de Ella, metió la mano en su enorme bolso de ganchillo rosa y puso un frasco de cristal sobre la encimera.
—Son pepinillos —anunció. Ella reprimió una sonrisa y volcó el tarro de Claussen's Finest en una fuente mientras su invitada escudriñaba su salón y olisqueaba—. ¿No ha llegado todavía?
—No, todavía no —gritó Ella mirando el horno.
Nunca había entendido la cocina de Florida, si es que había algo así, y las pocas veces en que había tenido que cocinar para alguien que no fuera ella misma siempre había recurrido al puñado de recetas que solía usar en sus años de casada cuando tenía invitados. Hoy había hecho pechugas, tortitas de patata, un guiso judío llamado tsimmes de zanahorias y ciruelas pasas, con challah, pan judío de la pastelería, los pepinillos de la señora Lefkowitz, dos pasteles diferentes y una empanadilla dulce. Demasiada comida, pensó, demasiada sólo para ellos tres y demasiado copiosa para estas calurosas noches en Florida, pero el trabajo de ir a comprar al supermercado o correr de un lado a otro de su diminuta cocina le había servido para no pensar en lo nerviosa que estaba.
—Me gustaría conocer a tus amigas —le había comentado Lewis, ¿y cómo iba Ella a decirle que, en realidad, aquí no tenía amigas? La habría tomado por loca, o se habría pensado que le pasaba algo malo. Y la señora Lefkowitz se había mostrado, si cabe, más insistente.
—¡Ha venido un caballero! —había exclamado con risas entrecortadas después de que Ella cometiese el error de dejar que Lewis la acompañara un día en que tenía Comedor Móvil, siguiendo a Ella por toda la cocina, golpeando el suelo con su bastón—. ¿Es guapo? ¿Tiene dinero? ¿Está viudo, divorciado? ¿Lleva peluquín? ¿Marcapasos? ¿Conduce? ¿Conduce de noche?
—¡Basta ya! —había exclamado Ella entre risas, con las manos en el aire haciendo el gesto universal de «me rindo».
—Entonces ya está decidido —concluyó la señora Lefkowitz sonriendo de forma ladeada; parecía el famoso gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas.
—¿Qué es lo que está decidido? —inquirió Ella.
—Que me invitará a cenar a su casa. Me irá muy bien salir —declaró la señora Lefkowitz con naturalidad—. Me lo ha dicho el médico. —Cogió de la mesa de centro lo que le había dicho a Ella que era una PalmPilot—. ¿Qué tal a las cinco?
Eso había sido tres días antes. Ella consultó su reloj. Las cinco y cinco.
—¡Llega tarde! —observó gentil la señora Lefkowitz desde el sofá del salón.
Lewis llamó a la puerta.
—Hola, señoras —saludó. Llevaba un manojo de tulipanes, una botella de vino y algo en una caja de cartón cuadrada, escondida debajo del brazo—. ¡Huele de maravilla!
—He hecho demasiada comida —reconoció Ella con timidez.
—Entonces habrá restos —dijo él, y alargó los brazos hacia la señora Lefkowitz, a la que Ella había visto pintarse los labios de color rosa geranio.
—¡Hola, hola! —gorjeó ella, examinándolo mientras él la ayudaba a ponerse de pie.
—Usted debe de ser la señora Lefkowitz —comentó Lewis. En la cocina, Ella contuvo el aliento, suponiendo que, por fin, se enteraría del nombre de pila de la señora Lefkowitz. Sin embargo, ésta soltó una risita con coquetería y dejó que Lewis la acompañara a la mesa.
Después de la cena, del postre y de tomar café en el salón, la señora Lefkowitz suspiró satisfecha y se le escapó un pequeño eructo.
—Está a punto de pasar el tranvía —anunció, y salió cojeando hacia la noche. Lewis y Ella intercambiaron sonrisas.
—Te he traído una cosa —dijo Lewis.
—¡Oh! No tenías por qué hacerlo —replicó Ella pensativa al ver que Lewis sacaba la caja de cartón. Sintió que se le helaba el corazón al darse cuenta de lo que había traído. Un álbum de fotos.
—La otra noche te hablé de mi familia y he pensado que tal vez querrías ver algunas fotos —comentó Lewis, que se acomodó en el sofá como si esto no fuera nada extraño ni aterrador. Como si cualquiera pudiese hacerlo; abrir un álbum de fotos y mirar el pasado de frente. Ella se había quedado petrificada, pero se obligó a sonreír y se sentó junto a él.
Lewis abrió el álbum. Primero había fotos de sus padres, de pie, tiesos, con su ropa anticuada, y de Lewis y sus hermanos. Y aquí estaba Sharla, vestida de naranja, o rosa chillón, o turquesa (y, en algunas ocasiones, de los tres colores a la vez), y su hijo. Había fotos de la casa de Lewis y Sharla en Utica, una finca con tiestos de rosas que flanqueaban la puerta principal.
—Esto fue en la graduación de bachillerato de John, ¿o fue en la universidad?… Aquí estamos en el Gran Cañón, que seguramente sabrías reconocer tú sola… Esto fue en la cena de mi jubilación.
Fotos de bodas, de ceremonias judías, de la playa, de las montañas, de los nietos. Ella lo soportó todo con una sonrisa, asintiendo y diciendo lo políticamente correcto hasta que, al fin —Dios sea bendito—, Lewis cerró el álbum.
—¿Y qué me dices de ti?
—¿Qué te digo sobre qué? —preguntó Ella.
—Me gustaría ver fotos tuyas.
Ella cabeceó.
—No tengo muchas —se excusó.
Y era verdad. Cuando Ira y ella vendieron la casa de Michigan y se trasladaron aquí, guardaron en un almacén toda clase de cosas: muebles y abrigos, y cajas y cajas de libros. Además de todas las fotos. Verlas era demasiado doloroso. Pero quizá…
—Espérame aquí —pidió Ella.
Fue hasta el armario de la habitación del fondo y apartó las cajas de ropa y toallas de recambio, y buscó a tientas un viejo bolso que contenía un sencillo sobre blanco con un puñado de fotografías en el interior. Regresó al sofá y le enseñó a Lewis la primera del montón, una imagen de ella con Ira, de pie frente a la neblina de agua de las cataratas del Niágara en su luna de miel.
Lewis estudió la fotografía con detenimiento, moviéndola hacia un lado y otro debajo de la lámpara que había en la mesa contigua al sofá.
—Pareces preocupada —dijo al fin.
—Puede que lo estuviera —afirmó Ella mientras revolvía las fotos. Estaba Ira, posando junto a un letrero en el que ponía «vendido» frente a su casa de Michigan, Ira detrás del primer coche que tuvieron. Y, para terminar, al final del montón, había una foto de Ella y Caroline.
—Ten —dijo Ella y le dio la foto a Lewis. Se la había hecho el vecino de la casa de al lado el día que volvieron del hospital. Ella aparecía en segundo plano con su pequeña maleta e Ira estaba en la puerta, con Caroline en brazos, que tenía tres días de vida, iba envuelta en una manta rosa y miraba con recelo—. Esta es mi hija —afirmó, armándose de valor para lo que se avecinaba—, Caroline.
—Era un bebé precioso —declaró Lewis.
—Era morena. Tenía la cabeza llena de pelo negro —recordó Ella—. Y se pasó como un año entero llorando sin parar.
Procedió a enseñarle las dos últimas fotos. Caroline con su padre posando en un bote, llevando idénticas gorras y chalecos de pesca. Y, para finalizar, Caroline el día de su boda y Ella delante, arreglándole el velo.
—¡Qué guapa! —exclamó Lewis. Ella no dijo nada. Hubo silencio—. Yo estuve meses sin querer hablar de Sharla —confesó Lewis—. De modo que si no quieres hablar, lo entenderé. Pero a veces es agradable hablar; para recordar los buenos tiempos.
¿Habían vivido buenos tiempos con Caroline? Tenía la sensación de que lo único que lograba recordar era la angustia y las interminables noches de preocupación, esperando, despierta en la oscuridad, a oír el rechinamiento de la puerta al abrirse o de la ventana (eso si Caroline volvía). Recordaba estar sentada en el sofá pequeño de terciopelo dorado del salón, un ataúd demasiado estrecho para echarse en él, esperando a que su hija llegase a casa.
—Era… —empezó Ella—. Era tan guapa. Alta, cabello castaño, con una piel preciosa, y estaba… llena de vida. Era divertida. —«Estaba loca», dijo para sus adentros—. Mentalmente enferma —declaró en cambio—. Era maníaco-depresiva. Ahora lo llaman trastorno bipolar. Lo supimos cuando estaba en bachillerato. Había sufrido… crisis. —Ella cerró los ojos, recordando cómo Caroline se había encerrado en su habitación durante tres días, sin querer comer y gritando desde el otro lado de la puerta que tenía hormigas en el pelo y que las notaba mientras dormía.
Lewis emitió un sonido para mostrar su compasión. Ella siguió hablando, las palabras emergían una detrás de otra como si las hubiese reprimido durante demasiado tiempo.
—Fuimos al médico. A toda clase de médicos. Y la medicaron, y en algunos aspectos mejoró, pero también se volvió más lenta. Decía que le costaba mucho pensar. —Ella se acordaba de la época del litio, de cómo a Caroline se le hinchó su pálida cara como un balón, y las manos se le inflaron como si llevara unos guantes de boxeo, de cómo se pasaba el día entero bostezando—. A veces tomaba la medicación y luego la dejaba, y nos decía que la seguía tomando. Fue a la universidad y durante un tiempo todo fue bien, pero después… —Ella se estremeció y suspiró—. Se casó y creíamos que se encontraba bien. Tuvo dos hijas. Y murió a los veintinueve años.
Lewis habló con suavidad.
—¿Qué pasó?
—Tuvo un accidente de coche —contestó Ella.
Y era verdad. Al menos una parte de la verdad. Caroline iba en coche. El coche se estrelló, y ella murió. Pero lo que había pasado antes de eso también formaba parte de la verdad, y era que Ella no había intervenido cuando tendría que haberlo hecho. Había cedido a las constantes súplicas de su hija de que la dejara en paz, de que la dejara vivir su vida, y sintió resignación y tristeza, y también un inmenso alivio del que se avergonzaba y del que nunca había podido hablar, ni con Ira ni con nadie. Llamaba a Caroline todas las semanas, pero sólo iba a verla dos fines de semana al año. Lo cierto es que se había creído su propia película: que su hija estaba bien en manos de su marido. Mostraba las fotografías como si de una mano ganadora de póquer se tratara: Caroline y su marido, Caroline con Rose, Caroline con Maggie. Sus amigas exclamaban ¡oh! y ¡ah!, pero Ella siempre había sabido la verdad: las fotos eran bonitas, pero la realidad de la vida de Caroline había sido muy distinta. Eran rocas picudas ocultas debajo de los bonitos rizos de las olas, un hielo negro que cubría el suelo.
—Un accidente de coche —repitió, como si Lewis la hubiese cuestionado, porque esa explicación se ajustaba bastante a la verdad, y daba igual la carta que habían recibido al día siguiente del funeral, la carta que había sido enviada desde Hartford el mismo día de la muerte de Caroline, la carta de dos líneas de extensión, escrita con letra borrosa y desigual en una hoja a rayas arrancada de una libreta escolar: «Ya no puedo más. Cuidad de las niñas».
—¿Y tus nietas? —preguntó Lewis cauteloso.
Ella se tapó los ojos con las manos.
—No las conozco —contestó.
Lewis acarició su espalda con la mano en agradables círculos.
—No tenemos por qué volver a hablar de esto —declaró.
¡Oh!, pero es que él no sabía nada y ella no podía explicárselo. ¿Cómo iba a entender que Caroline quería morir y que, a medida que pasaba el tiempo, a Ella le resultaba más fácil mantenerse al margen? Caroline dijo: «Dejadme en paz», y eso es lo que ella había hecho, y Michael Feller le había dicho: «Estamos mejor sin ti», y Ella había permitido que él la alejara, sintiendo una mezcla de tristeza y ese secreto alivio del que se avergonzaba. Y ahora ya nunca conocería a sus nietas. Era su justo merecido.