Capítulo 28

Maggie recordó que, en cierta ocasión en que su hermana había vuelto a casa de la universidad para pasar el día de Acción de Gracias, le había oído decir por teléfono, y melodramáticamente: «Vivo en la biblioteca». Pues bien, ahora tendría que verla a ella, su hermana pequeña.

En su primera semana en Princeton, Maggie durmió en diversos sitios: había dormitado unas cuantas horas en un sofá de la sala común de una residencia, había dormido en un banco del lavadero de un sótano y, mientras tanto, había inspeccionado cuidadosamente las últimas plantas de la Biblioteca Firestone en busca de un alojamiento más estable. Lo encontró en la planta C, el tercer piso por debajo del nivel del suelo, en el extremo sureste, un sitio al que Maggie llamó la Habitación de los Libros Enfermos. Eran libros con páginas arrancadas y tapas rotas, libros cuyos lomos se habían despegado y cuyo pegamento había cedido, un montón de antiguos ejemplares del National Geographic en un rincón, otro montón de libros escritos en un alfabeto ensortijado que no había visto en su vida, y tres libros de química a cuyas tablas daba la impresión de que les faltaban algunos elementos de descubrimiento reciente. Durante toda una tarde, Maggie observó la puerta con atención. Por lo que vio, de la Habitación de los Libros Enfermos no salía nunca ningún libro… ni tampoco entraba ninguno nuevo. Y lo que era aún mejor, había un cuarto de baño de señoras, escasamente utilizado, justo en la esquina, que albergaba no sólo retretes y lavabos, sino también una ducha. El alicatado de mármol estaba cubierto de polvo, pero Maggie abrió los grifos y el agua salía limpia.

Así pues, en su séptimo día en el campus, en el cuarto sin ventanas de los libros olvidados, Maggie estableció su campamento. Se escondió en el lavabo para minusválidos hasta que no quedó ningún estudiante dentro de la biblioteca y cerraron las puertas con llave. Entonces fue con sigilo hasta la habitación, extendió su saco de dormir entre dos enormes estanterías de viejos libros polvorientos, encendió la linterna robada y se tumbó encima del saco. ¡Bueno! Era cómodo. Y también seguro, había cerrado la puerta y escondido bien todas sus cosas debajo de una de las estanterías. Si, por casualidad, alguien pasaba por ahí, no se daría ni cuenta de su presencia a menos que supiese exactamente dónde mirar y qué buscar. Ese era justo el objetivo de Maggie. Estar ahí, pero no del todo; estar presente, pero ser invisible a la vez.

Metió la mano en el bolsillo de los tejanos que llevaba puestos desde su llegada. Estaba el fajo de billetes, los tres carnés de estudiante conseguidos durante los días que había estado rebuscando y robando en la biblioteca. Estaban las tarjetas de crédito de Josh y también una de Rose, y una llave que había encontrado y se había guardado, aunque lo más probable era que nunca supiese qué puerta abría. Y una vieja tarjeta de cumpleaños. «Que pases un gran día», leyó, y luego dejó la tarjeta en un estante donde pudiese verla.

Cruzó los brazos sobre su pecho y respiró en la oscuridad. Había silencio ahí, tres pisos por debajo del suelo, bajo el peso de miles de libros; el mismo silencio que se imaginaba que reinaba en una tumba. Podía oír cada chasquido de su lengua contra los dientes, el crujido del saco de dormir cada vez que se movía.

Bueno, pensó, por lo menos dormiría. Pero aún no estaba cansada. Rebuscó en su mochila hasta dar con el libro en rústica que había cogido después de que alguien lo dejara abierto en un sillón. Their Eyes Were Watching God, se titulaba, pero por la ilustración de la cubierta no parecía un libro de religión. En el dibujo había una mujer negra (en realidad, la reproducción había resultado un tanto purpúrea, pero Maggie dio por sentado que habían pretendido que fuese negra), y estaba echada boca arriba debajo de un frondoso árbol, mirándolo con cara alegre y soñadora. No sería tan bueno como la revista People, pensó, pero sin duda mejor que esas revistas de derecho que Rose tenía por casa, o los anticuados libros de medicina que había en el estante más cercano a su saco de dormir. Maggie abrió el libro y empezó a leer.