Capítulo 54
Rose introdujo una mano enguantada en un frasco lleno de muslos de pavo hervidos, extrajo uno y se dispuso a arrancar la carne del hueso.
—Muchísimas gracias por haber venido a ayudar —le dijo Ella, que estaba de pie al lado de Rose, pelando zanahorias, en la sala de esparcimiento de la sinagoga donde cada viernes daban de comer a los vagabundos—. ¿Seguro que no te importa hacer esto?
—Seguro —contestó Rose—. Es mejor que pelar cebollas, ¿no?
—¡Oh, desde luego! —exclamó Ella, que se sobresaltó por lo mucho que había gritado, por el excesivo entusiasmo de su respuesta. Se concentró en las zanahorias, esforzándose para no mirar a su nieta mayor.
Rose llevaba tres días en Florida y seguía siendo un gran misterio para Ella. Contestaba con educación absolutamente a todas sus preguntas, y también hacía muchas preguntas, la mayoría de las cuales estaban tan bien formuladas que Ella dedujo que preguntar formaba parte de su profesión. De la que había sido su profesión, ya que Rose le había explicado que se había tomado un descanso del mundo de la abogacía.
—¿Qué quiere decir que te has tomado un descanso? —había inquirido Maggie.
—Quiere decir lo que he dicho. Que me he tomado un descanso —había repetido Rose sin mirar a su hermana. Ella sabía que algo horrible había pasado entre sus nietas, pero no podía adivinar qué era, y Maggie no había mencionado el tema mientras se dedicaba a seguir a su hermana por Golden Acres como un cachorro perdido.
Rose se sacó los guantes, apoyó las manos en las caderas y se estiró, girando el cuello. Incluso con una malla en el pelo era guapa, decidió Ella. Rose era como su abuela se había imaginado que eran las heroínas bíblicas: alta, fuerte y firme, en cierto modo, de hombros anchos y hábiles manos.
—¿Qué tal? —le preguntó.
Rose suspiró.
—Ya he acabado con el pavo.
—Pues hagamos un descanso —sugirió Ella.
Fueron hasta una mesa de cartas que había en un rincón, donde estaba sentada la señora Lefkowitz leyendo la última edición de Hello! (porque, como había dicho, los cotilleos de Inglaterra eran siempre mucho más interesantes).
—¡La futura novia! —saludó a Rose, que esbozó una sonrisa y se sentó en una silla plegable.
—Cuéntanos cómo será la boda —pidió la señora Lefkowitz—. ¿Tienes ya el vestido?
Rose titubeó.
—La boda. Mmm… pues… Sydelle ayuda.
—¿Qué es un Sydelle?
—Mi madrastra —declaró Rose—. La Cruella de Vil, de Cherry Hill. —Miró a Ella—. ¿Cómo fue la boda de mamá, cómo la recuerdas?
—Fue sencilla —contestó Ella—. La organizaron ellos solos. Se casaron en el despacho del rabino un jueves por la tarde. Yo quise ayudarla… organizarle una boda… pero Caroline no quería grandes celebraciones, y tu padre no quería nada que ella no quisiese.
—Eso me suena —interrumpió Rose—. Mi padre no tiene… —Su voz se apagó—. No tiene mucha fuerza de voluntad.
«Excepto para apartarme de vuestras vidas», pensó Ella; sin embargo, dijo:
—Adoraba a tu madre. Lo sabía cualquiera que los viese juntos. Intentó cuidarla y hacerla feliz.
—¡A mí lo que me interesa es tu boda! —protestó la señora Lefkowitz, dejando a un lado la lectura del último flirteo de Fergie—. ¡Quiero saberlo todo!
Rose suspiró.
—La verdad es que no hay mucho que contar. La está organizando un monstruo, que me ignora por completo cuando le digo lo que Simon y yo queremos, y no para de meternos sus ideas con calzador.
—Un limón —dijo la señora Lefkowitz, asintiendo.
—¿Qué?
—Piensa en una fruta —prosiguió la señora—. Cuando exprimes una naranja, ¿qué pasa?
Rose sonrió.
—Que te manchas.
—No, no, señorita lumbrera. Obtienes zumo de naranja y no zumo de pomelo, ni de manzana ni leche. Lo que obtienes es zumo de naranja. Siempre. Y la gente es así. Sólo puede darte lo que lleva en su interior. De modo que si el carácter de Sydelle te causa tantos problemas, es porque en su interior es problemática. No hace más que exteriorizar al universo lo que hay en su corazón. —Y la señora Lefkowitz se reclinó, visiblemente satisfecha.
—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Ella.
—Del doctor Phil —respondió la señora Lefkowitz. Ella anotó mentalmente averiguar quién era el doctor Phil.
—¡A ver…! —dijo Rose—. ¿Qué clase de fruta es Maggie?
—Una fruta dulce —contestó la señora Lefkowitz.
Rose se echó a reír.
—Si eso es lo que piensa, entonces es que no conoce muy bien a mi hermana.
—¿No es dulce? —inquirió Ella.
Rose se puso de pie.
—Coge cosas —declaró.
«¡Al fin! —dijo Ella para sí mientras Rose empezaba a caminar—. Al fin llegaremos al fondo de la cuestión y averiguaré lo que ocurrió.»
—Lo coge todo —continuó Rose con voz temblorosa—. ¿No lo has notado? Mi hermana se cree que tiene todo el derecho de hacer ciertas cosas. Por ejemplo, considera que tiene derecho de coger todo lo que sea tuyo. Ropa, zapatos, dinero, el coche… y más cosas.
«Más cosas», pensó Ella.
—No me digas que en todo el tiempo que lleva contigo no ha desaparecido nada.
—Yo diría que no —repuso Ella.
—Tampoco tenemos nada que pudiera ser de su interés —apuntó la señora Lefkowitz.
Rose sacudió la cabeza.
—Se imaginó que en cuanto acabara conmigo podría ir a por la siguiente víctima —comentó.
«Más cosas», pensó Ella de nuevo, y se esforzó al máximo para tratar de llegar al corazón del problema.
—¿Qué te cogió Maggie? —quiso saber.
Rose se volvió de golpe.
—¿Cómo?
Ella repitió la pregunta.
—Intuyo que te quitó algo muy importante para ti. ¿Qué fue?
—Nada —contestó Rose. Y ahora no sonaba simplemente enfadada, sino furiosa. Estaba furiosa con Maggie, pensó Ella. Y tal vez también con ella—. Nada demasiado importante.
—Cariño —dijo Ella mientras alargaba el brazo. Rose hizo caso omiso—, a mí me parece, que Maggie está bien. —Pero Ella prosiguió, lo que fue un desacierto total—. Sé que ahorra dinero y que la idea del negocio es buena. Ha encontrado ropa para un montón de conocidos míos. Para su amiga Dora, para Mavis Gold, mi vecina…
—Tú ten cuidado —advirtió Rose—. Que aún no te haya quitado nada no significa que no vaya hacerlo. Quizá parezca dulce, pero no lo es. No siempre. —Y Ella se sentó, boquiabierta y petrificada, mientras Rose salía por la puerta.