Capítulo 9
—Muy bien —dijo Rose sentada frente a su ordenador—. El nombre ya está. La dirección… puedes usar la mía. —Sus dedos volaban por el teclado—. ¿Objetivos profesionales?
—Trabajar —respondió Maggie, que estaba repanchingada en el sofá con la cara enterrada debajo de un centímetro de lo que, según le había contado a su hermana, era una mascarilla de barro para reducir los poros.
—¿Qué te parece si ponemos que estudias nuevas ofertas? —inquirió Rose.
—Lo que tú quieras —contestó Maggie, encendiendo la tele. Era sábado por la mañana, cinco días después de la ignominiosa audición, y MTV presentaba a la ganadora de la convocatoria para videoclips (una sexy morenaza con un piercing en la ceja. «¡Y a continuación el debut del último vídeo de las Spice Girls!», parloteó la chica. Maggie cambió rápidamente de canal).
—¡Oye —dijo Rose—, que intento ayudarte! ¿Te importaría estar atenta, por favor?
Maggie resopló y apagó el televisor.
—Experiencias laborales —continuó Rose.
—¿Qué?
—Ya sabes, los trabajos que hayas tenido. Maggie, ¿no habías hecho nunca un currículum?
—¡Oh, sí! —exclamó Maggie—. Constantemente. Tantos como veces vas tú al gimnasio.
—Dime, trabajos anteriores —repitió Rose. Maggie lanzó una mirada anhelante a los cigarrillos que tenía en el bolso, pero sabía que si encendía uno Rose aprovecharía para darle una charla sobre el cáncer de pulmón, o echarle una de esas broncas de en-mi-casa-mando-yo.
—Está bien —accedió, y cerró los ojos—. T. J. Maxx —empezó—. Estuve seis semanas. Desde octubre hasta justo antes del día de Acción de Gracias. —Suspiró. La verdad es que el trabajo le había gustado. Y, además, lo hacía bien. Cuando estuvo en los probadores no sólo les daba a las clientas las fichas y les indicaba dónde cambiarse. Les llevaba la ropa, las acompañaba al probador, abría las puertas y colgaba cuidadosamente cada prenda, como hacían en los almacenes selectos y en las boutiques del centro de la ciudad. Y cuando las mujeres salían para verse y estudiarse desde todos los ángulos frente a los espejos, apretándose un cinturón o sacándose una camisa del interior de los pantalones, Maggie estaba ahí, hacía sugerencias, les decía honradamente (pero con tacto) cuándo algo no las favorecía, corría hasta los percheros para encontrar otra talla u otro color, u otra prenda distinta, algo totalmente diferente, algo quejamos se hubiesen imaginado llevando, pero que ella había intuido. «¡Eres una joya!», recordó que le había dicho una de las clientas, una mujer alta, elegante y morena, a la que todo le hubiese sentado de maravilla, pero que estaba especialmente guapa con un conjunto que había ideado Maggie: un escueto vestido negro con un bolso de piel negro perfecto y unas manoletinas negras con una tira en el talón, además de un cinturón de eslabones dorados que había rescatado de la sección en liquidación. «¡Le diré a tu jefe lo mucho que me has ayudado!»
—¿Y qué pasó? —le preguntó Rose.
Maggie seguía con los ojos cerrados.
—Que me fui —murmuró. En realidad, lo que había pasado era lo que habitualmente pasaba con sus trabajos (todo iba bien hasta que tropezaba con algo). Siempre había algo. En este caso, fue la caja registradora. Había pasado por el lector de barras un cupón del diez por ciento de descuento, pero el lector no lo leyó. «¿Y por qué no lo haces a mano?», le había pedido la clienta. Maggie la había mirado contrariada y consultó el total. Ciento cuarenta y dos dólares. O sea, que el diez por ciento era… Se mordió el labio. «¡Catorce dólares!», exclamó la mujer. «¿A qué esperas?» En ese momento, Maggie se enderezó lentamente, avisó al encargado y se dirigió a la siguiente clienta de la cola con una dulce sonrisa.
—¿En qué puedo ayudarla?
—¡Eh! —protestó la mujer del diez por ciento—. ¡Que yo aún no estoy!
Maggie la ignoró, la siguiente clienta amontonó sus jerséis y sus tejanos en la cinta, y Maggie abrió una bolsa de plástico. Sabía lo que iba a pasar. La mujer le diría que era una estúpida. Y de ninguna manera toleraría una cosa así. Ni siquiera quería estar presente. Su talento estaba siendo desperdiciado en esa caja, hacia mejor uso de su tiempo en los probadores, donde realmente podía ayudar a la gente en lugar de pasar el género por el lector como un robot.
El encargado vino corriendo, las llaves de las cajas registradores tintineaban contra su pecho.
—¿Qué problema hay?
La mujer del diez por ciento señaló con un dedo a Maggie.
—No me ha hecho el descuento.
—Maggie, ¿qué ha pasado?
—Que el lector no ha leído el código —susurró Maggie.
—Bueno, es el diez por ciento —concluyó el encargado—. ¡Son catorce dólares!
—Lo siento —se disculpó Maggie en voz baja, mirando fijamente al suelo mientras la clienta hacía una mueca de disgusto. Al acabar su turno, cuando el encargado le había empezado a decir algo acerca de que había una calculadora disponible o de que siempre podía pedir ayuda, Maggie se había quitado el delantal de poliéster, había tirado al suelo la placa con su nombre y había salido por la puerta.
—De acuerdo —comentó Rose—, pero, si te preguntan, di que no lo encontrabas suficientemente motivador.
—Vale —aceptó Maggie, y clavó los ojos en el techo como si lo más destacable de sus experiencias laborales estuviera grabado ahí, como una chapucera versión menor de la Capilla Sixtina—. Antes de T. J. Maxx estuve en Gap, y antes de eso en Pomodoro Pizza, y antes en el Starbucks de Walnut Street, y luego estuve en Limited; no, espera, lo he dicho mal. Primero estuve en Urban Outfitters y luego en Limited, y…
Rose tecleaba como una loca.
—En Banana Republic —prosiguió Maggie—, en la sección de accesorios Macy's, en la de perfumería, en Cinnabon, en Chik-fil-A, en Baskin Robbins…
—¿Y qué hay del restaurante aquel? ¿De CANAL HOUSE?
Maggie dio un respingo. Ese trabajo le había ido bien hasta que Conrad, el maître de los domingos, la tomó con ella. «MargarET, los saleros no están llenos.» «MargarET, necesito que le eches una mano al camarero.» Le había dicho mil veces que su nombre ni siquiera era Margaret —que era Maggie a secas—, pero él la ignoró durante todo un mes hasta que ella planeó una venganza. Una madrugada de mayo, ella y su entonces medio novio se subieron al tejado y arrancaron la C del rótulo del restaurante, lo que conllevó que docenas de mujeres se presentaran en corpiño el Día de la Madre en ANAL HOUSE para tomar un almuerzo liviano a media mañana.
—Me fui —dijo Maggie. «Antes que me echaran», pensó.
—Ya está —repuso Rose, mirando la pantalla—. Tendremos que corregirlo.
—Como quieras —concedió Maggie, y se fue taconeando al cuarto de baño, donde se quitó el barro de la cara. ¡Así que su historial laboral no era el mejor del mundo!, pensó furiosa. ¡Y no era porque no trabajara duro! ¡O porque no lo intentara!
Su hermana llamó a la puerta.
—Maggie, ¿te falta mucho? Me tengo que duchar.
Maggie se lavó la cara, volvió al salón y puso otra vez la tele antes de sentarse frente al ordenador. Mientras Rose se daba una ducha, Maggie archivó su currículum, abrió una ventana nueva y empezó a escribir una lista para su hermana. Ejercicio regular (aeróbic y pesas), escribió. Hacerse limpiezas de cutis frecuentes. Seguir la dieta de Jenny Craig (¡han sacado una especial!), tecleó con una sonrisa irónica, y luego añadió un link muy útil de un artículo sobre la intervención quirúrgica de Carnie Wilson para adelgazar. Se puso un cigarrillo en la boca y salió por la puerta a paso ligero, dejando la lista impresa en la silla de Rose y el artículo («¡Estrella del cine reduce su peso a la mitad!») en su pantalla, para que fuese lo primero que viese su hermana cuando volviera de trabajar.
—¡Cuando te vayas cierra con llave! —gritó Rose desde su cuarto. Maggie hizo caso omiso. Si era tan lista, que cerrara ella su propia puerta, pensó, y salió al rellano.
—Así que eres abogada, ¿no? —El tipo de la barba miró a Rose con los ojos entornados—. ¡A ver…! ¿Qué son seis abogados en el fondo del mar?
Rose se encogió levemente de hombros y miró anhelosa hacia la puerta del piso de Amy, deseando que Jim entrara pronto por ella.
—¡Un buen comienzo! —gritó el chico de la barba.
Rose parpadeó.
—No lo pillo —dijo.
Él la miró fijamente, sin saber si bromeaba o no.
—No lo entiendo. No sé… ¿por qué tienen que estar en el fondo del mar? ¿Están haciendo snorkel o algo parecido?
Ahora sí que el tipo parecía decididamente incómodo. Rose arrugó la frente.
—Espera un momento… ¿están en el fondo del mar porque se han ahogado?
—Bueno, sí —respondió él, sacando la etiqueta de la cerveza con una uña.
—Bien —dijo Rose silabeando—. Entonces, tenemos seis abogados muertos y ahogados en el fondo del mar… —Hizo una pausa y miró al chico expectante.
—Era sólo un chiste —comentó él.
—Pues no entiendo dónde está la gracia —repuso ella.
Él retrocedió unos pasos.
—¡Espera! —exclamó Rose—. ¡Espera! ¡Tienes que acabar de explicármelo!
—Mmm… Estaré en el… —dijo él. Se escabulló hacia la mesa de bebidas. Amy le lanzó una mirada pícara desde el otro extremo de la habitación y sacudió la cabeza.
«¡Cómo te pasas!», musitó Amy, agitando el dedo índice. Rose se encogió de hombros. Normalmente no era tan cruel, pero el retraso de Jim junto con el hecho de que Maggie llevaba tres semanas, que prometían ser más, viviendo en su casa, la habían vuelto antipática.
Rose clavó la vista en su mejor amiga y pensó que al menos una de ellas dos había cambiado desde los míseros años de secundaria. En noveno, Amy había alcanzado el metro ochenta de estatura, pesando unos 50 kilos, y los chicos de la clase la llamaban Ichabod Crane, o Ick a secas. Pero se había acostumbrado a su aspecto larguirucho. Ahora lucía las huesudas muñecas como costosas pulseras, y exhibía los finos huesos de la cara y las caderas como extraordinarias piezas de arte. Durante el bachillerato había llevado rizos, pero tras graduarse se había dado un tijeretazo y se había teñido el pelo de color caoba. Vestía tops negros y vaqueros pirata, y estaba magnífica. Exótica, misteriosa y sexy, incluso cuando abría la boca y afloraba su tosco y originario acento de chica de Jersey. Amy siempre tenía por lo menos media docena de novios, los antiguos más los potenciales haciendo cola para tener el privilegio de comprarle su pizza favorita y escuchar su análisis sobre el estado de la música hip-hop estadounidense.
Además, Amy era ingeniera química, una profesión que solía provocar al menos unas cuantas preguntas de interés por parte de los desconocidos con los que se topaba en las fiestas, mientras que Rose era abogada, lo que normalmente producía dos reacciones: la primera, representada por don Bromas sobre Abogados, y la segunda (estaba bastante segura de ello) no tardaría en ponerla de manifiesto el tipo con gafas alto y pálido que se había acomodado junto a ella en el sofá, interrumpiéndola en su momento íntimo y especial con un bol de ganchitos de queso.
—Amy me ha dicho que eres abogada —empezó diciendo—. Verás, tengo un pequeño problema legal.
«¡Desde luego que sí!», pensó Rose, que contuvo una sonrisa. Miró el reloj. Eran casi las once. ¿Dónde estaba Jim?
—Hay un árbol —continuó el sujeto— que crece en mi propiedad, ¿no? Pero casi todas las hojas caen en el jardín de mi vecino…
«Sí, sí, sí —se dijo Rose para sí—. Y los dos sois demasiado vagos para recoger las malditas hojas. O el vecino ha podado el árbol sin tu consentimiento y en lugar de hablar del árbol como personas normales o, Dios no lo quiera, de contratar un abogado por vuestra cuenta, me queréis cargar a mí con el muerto.»
—Perdona —musitó Rose, que interrumpió al tipo en pleno relato, se escabulló y esquivó a la gente hasta que dio con Amy en la cocina, apoyada contra la nevera, dando vueltas con los dedos a una copa de vino, con la cabeza inclinada hacia atrás y riéndose por lo que sea que hubiese dicho el chico que tenía delante.
—Mira, Dan. —Amy arrastraba las palabras—. Ésta es mi amiga Rose.
Dan era alto, moreno y guapísimo.
—Encantado de conocerte —comentó.
Rose esbozó una sonrisa y agarró con fuerza el bolso (y con él, el móvil). Necesitaba hablar con Jim. Era la única persona que podía tranquilizarla, hacerle sonreír y convencerla de que la vida no era absurda, y de que el mundo no estaba lleno de idiotas que escupían bromas, ni de litigantes propietarios de árboles. ¿Dónde estaba?
Se alejó de Dan y metió la mano en el bolso, pero Amy estaba justo detrás de ella.
—Olvídalo —dijo Amy con firmeza—. No lo persigas. No es propio de una dama, ¿recuerdas? A los hombres les gusta cazar, no ser cazados. —Le quitó a Rose el teléfono de la mano y lo sustituyó por una espumadera—. Gambas rebozadas —anunció, señalando hacia el fogón y una cazuela de agua hirviendo.
—De todas formas, ¿qué tienes en contra de Jim? —inquirió Rose.
Amy miró al techo y luego a Rose.
—No se trata de él, sino de ti. Estoy preocupada por ti.
—¿Por qué?
—Porque te veo más involucrada en esto que a él. No quiero que te hagan daño.
Rose abrió la boca, pero la cerró rápidamente. ¿Cómo iba a convencer a Amy de que Jim estaba tan involucrado en esto como ella, si ni siquiera estaba allí? Y había algo más, algo que le rondaba el pensamiento, algo acerca de la noche en que había llegado tarde con un montón de flores y oliendo a scotch, y a rosas, y ligeramente a algo más. ¿Perfume?, pensó y entonces detuvo la idea ahí mismo, y construyó un muro alrededor de ella, un muro compuesto sobre todo por la palabra NO.
—Además, ¿no es tu jefe?
—No, exactamente —respondió Rose. Jim no era más jefe suyo que cualquier otro socio. Lo que significaba que sí era una especie de jefe. Rose tragó saliva, arrinconó ese pensamiento en su habitual escondite y puso a cocer una tanda de gambas. Cuando Amy se volvió, Rose cogió el bolso de nuevo, se precipitó por un pasillo revestido de máscaras africanas, se metió en el cuarto de baño de la planta baja y llamó al despacho de Jim. Sin respuesta. Llamó a casa. Tal vez lo había entendido mal y había pasado por casa de Rose en lugar de ir directamente a la de Amy.
—¿Diga?
¡Maldita sea! Era Maggie.
—Hola —saludó Rose—. Soy yo. ¿Ha llamado Jim?
—Nones —contestó Maggie.
—Bueno, si llama, dile… dile que lo veré después.
—Yo no creo que esté aquí. Estoy a punto de salir —explicó Maggie.
—¡Oh! —exclamó Rose. Le hubiese gustado hacerle un montón de preguntas: ¿Adónde vas? ¿Con quién? ¿Con qué dinero? Se mordió la lengua. Si le preguntaba, Maggie no haría más que ponerse furiosa, y tener a Maggie enfadada recorriendo la ciudad era como darle una pistola cargada a un niño de dos años.
—Cierra con llave al salir —le pidió.
—De acuerdo.
—Y, por favor, quítate mis zapatos —ordenó Rose.
Hubo un silencio.
—No llevo tus zapatos puestos —repuso Maggie.
«Claro, porque te los acabas de quitar», dijo Rose para sí.
—Pásatelo bien —le deseó en cambio. Maggie prometió que eso haría. Rose se mojó la cara y las mejillas con agua fría, y se miró en el espejo. Se le había corrido la máscara de pestañas. El pintalabios había desaparecido. Y estaba atrapada en una fiesta, sola, hirviendo gambas rebozadas. ¿Dónde estaba él?
Abrió la puerta y trató de esquivar a Amy, que estaba de pie en la puerta con sus largos brazos cruzados delante de su huesudo pecho.
—¿Le has llamado? —quiso saber Amy.
—¿A quién? —replicó Rose.
Amy se echó a reír.
—Eres tan asquerosamente mentirosa como cuando estabas colada por Hal Lindquist. —Cogió una servilleta de cóctel y le limpió a Rose el rímel que tenía debajo de los ojos.
—¡Yo nunca estuve colada por Hal Lindquist!
—Ya, seguro. Sólo te dedicaste a escribir cada día lo que llevaba puesto en tu carpeta de mates porque querías que las generaciones futuras supieran lo que Hal Lindquist había llevado en 1984.
Rose sonrió.
—Dime, ¿con cuál de estos tíos sales?
Amy hizo una mueca de disgusto.
—No me preguntes. Se suponía que con Trevor.
Rose se esforzó por recordar lo que Amy le había contado de Trevor.
—¿Ha venido?
—Pues no, la verdad es que no —contestó Amy—. A ver qué te parece esto: estamos cenando…
—¿Dónde? —preguntó Rose para hacerse su debida composición de lugar.
—En Tangerine. Es muy bonito. Y estamos sentados, con luces tenues, las velas encendidas; yo no me he tirado el cuscús por encima… y va y me explica por qué cortó con su última novia. Evidentemente, porque él tenía determinadas apetencias.
—¿Cuáles?
—La mierda —dijo Amy de lo más seria.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. Disfrutar con actos de defecación.
—Me tomas el pelo —dijo Rose boquiabierta.
—Te juro que no —repuso Amy impasible—. Así que ahí estaba yo sentada, totalmente horrorizada. Ni que decir tiene que ya no pude probar bocado y que me pasé el resto de la cena tratando de no tirarme un pedo para que no pensara que estaba flirteando con él…
Rose se empezó a reír.
—Venga —la animó Amy, poniéndose la servilleta en el bolsillo y dándole a Rose una cerveza—, ¿por qué no te quedas?, quédate.
Rose volvió a la cocina, calentó salsa de alcachofas, rellenó la cesta de galletas saladas y entabló conversación con otro pretendiente de Amy, aunque cuando terminaron de hablar no podía recordar ni una sola palabra de lo que cualquiera de los dos hubiera dicho. Añoraba a Jim, que, a la vista estaba, no la añoraba.