Capítulo 43

Ella Hirsch soportó el silencio de su nieta casi todo el verano antes de que decidiera no aguantarlo un minuto más.

Maggie había llegado en mayo, al día siguiente de su confusa y atropellada conversación, durante la cual Ella tuvo que pedirle que le repitiera las cosas una y otra vez para asegurarse de que entendía lo que su recuperada nieta le explicaba, que era Maggie, no Rose, y que estaba en Princeton, pero no exactamente. Sí, le dijo Maggie, Rose y su padre estaban bien, pero no podía llamarlos. No, no estaba lesionada ni enferma, pero necesitaba un sitio adonde ir. En este momento no tenía trabajo, pero era trabajadora y encontraría algo. Ella no tendría que preocuparse de mantenerla. Ella quiso haberle preguntado mil cosas más, pero se limitó a lo básico, al quién, al qué y al dónde, y a organizar cómo harían para sacar a Maggie del aparcamiento de un supermercado de Nueva Jersey y traerla a Florida. «¿Sabrías ir hasta Newark? —le preguntó, recordando, sin saber cómo, el nombre del mayor aeropuerto que había en Nueva Jersey—. Avísame cuando llegues. Yo llamaré a las líneas aéreas, averiguaré cuál tiene un vuelo directo, y me encargaré de que haya un billete esperándote en la puerta de embarque.»

Ocho horas después Ella y Lewis habían ido en coche hasta el aeropuerto de Fort Lauderdale, y allí, sujetando una mochila y con aspecto fatigado, desaliñado y asustado, estaba Caroline.

Ella se había quedado boquiabierta y había cerrado los ojos con fuerza, y al volverlos a abrir, vio que se había equivocado. Esta chica no era Caroline, ciertamente no. Ella se dio cuenta de ello en cuanto parpadeó… pero el parecido era asombroso. Sus ojos castaños, la manera en que su pelo caía sobre su frente, sus mejillas, sus manos e incluso, en cierto modo, sus clavículas, eran como las de Caroline. Pero su mirada decidida, la forma agresiva de su barbilla, la forma en que sus ojos se habían posado sobre ellos dos, analizándolos, no le decían lo mismo, y desde luego pronosticaban un final diferente del que había vivido su hija. Ella supo que esta chica no sucumbiría a la tentación de una carretera resbaladiza por la lluvia. Esta chica mantendría las manos en el volante.

Hubo un primer momento algo incómodo —¿se abrazarían?— que Maggie había solucionado abrazando la mochila como si fuese un bebé mientras Ella, titubeante, se había ocupado de las presentaciones. Desde ahí hasta el aparcamiento, Maggie no había dicho gran cosa. Había rechazado el ofrecimiento de Ella de sentarse delante y se sentó erguida en el asiento trasero mientras Lewis conducía y Ella procuraba esforzarse para no acribillarla a demasiadas preguntas. Aun así, tenía que informarse, aunque fuera por su propia seguridad, por su tranquilidad de conciencia.

—Cuéntame en qué lío te has metido y seguro que podremos arreglarlo —dijo Ella.

Maggie había suspirado.

—Estaba… —Hizo una pausa. Ella la observó por el retrovisor; vio que su nieta intentaba buscar cuál era la palabra para su transgresión—. Estaba en casa de Rose, pero no funcionó y he vivido unos cuantos meses en el campus…

—¿Con amigos? —tanteó Lewis.

—No, en la biblioteca —contestó Maggie—. Vivía en la biblioteca. Era… —Miró por la ventana—. Era como un polizón. Un polizón —repitió; daba la impresión de que había vivido una gran aventura en alta mar—. Pero había alguien vigilándome y podía causarme muchos problemas; por eso me he tenido que ir.

—¿Quieres volver a Filadelfia? —quiso saber Ella—. ¿Con Rose?

—¡No! —repuso Maggie con tal vehemencia que Ella dio un pequeño respingo en el asiento y Lewis tocó la bocina sin querer—. No —repitió—, no sé adónde quiero ir. La verdad es que en Filadelfia no tengo casa. Estaba en un piso, pero me echaron, y no puedo volver con mi padre, porque su mujer me odia, y no puedo volver con Rose… —Y había suspirado lastimera, y se había abrazado las rodillas con un leve estremecimiento para darle mayor dramatismo—. Supongo que quizá podría irme a Nueva York. Conseguiré un trabajo, ahorraré y me iré a Nueva York. Y allí buscaré alguien con quien compartir piso o… algo —había concluido.

—Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que necesites —le dijo Ella. Pronunció las palabras antes de pensarlas, antes de preguntarse si era o no una buena idea. A juzgar por la expresión del rostro de Lewis, la respuesta, probablemente, era que no. Maggie había sido desahuciada. Después se había ido a vivir con su hermana, lo que, por algún motivo, no había funcionado. No se sentía bienvenida en casa de su padre. Y se había metido de polizón —a saber qué querría decir eso— en una universidad en la que no estaba matriculada, donde había vivido en la biblioteca. ¿Cómo iba a terminar todo eso sino en un problema?

Mientras Lewis conducía entre el tráfico del aeropuerto, de regreso a Golden Acres, Maggie había suspirado, había apoyado la barbilla en la palma de la mano, y se había puesto a mirar las palmeras y los coches por la ventana.

—Florida —dijo—. Es la primera vez que vengo.

—¿Cómo está…? —empezó Ella—. ¿Qué me cuentas de tu hermana?

Maggie estaba en silencio. Ella insistió:

—La he buscado en Internet, en su despacho de abogados…

Maggie sacudió la cabeza, con los ojos clavados en el paisaje como si estuviera viendo el rostro de su hermana reflejado en el cristal.

—Es la peor foto del mundo. Siempre le decía que tenía que hacerse otra, y ella me decía: «No importa, Maggie. No seas superficial». Pero yo le insistía en que esa foto la ve el mundo entero y en que no es superficial querer estar lo más favorecida posible, pero, naturalmente, no me escuchó. Nunca me escucha —protestó Maggie, y luego cerró la boca como si temiese haber hablado demasiado—. ¿Adónde vamos exactamente? ¿Dónde vivís?

—En un sitio llamado Golden Acres. Es…

—… una comunidad de jubilados dinámicos —recitaron Lewis y ella al unísono.

En el espejo retrovisor, los ojos de Maggie se abrieron alarmados.

—¿Es una residencia?

—No, no —contestó Lewis—. Tranquila, es sólo un lugar para ancianos.

—Es una urbanización —precisó Ella—. Tenemos tiendas, un club, y un tranvía para la gente que ya no conduce…

—Suena de fábula —dijo Maggie, que, obviamente, no era eso lo que pensaba—. ¿Y qué hacéis todo el día?

—Yo trabajo como voluntaria —respondió Ella.

—¿Dónde?

—¡Oh! En mil sitios. En el hospital, en la perrera, el rastrillo, el Comedor Móvil, y luego está esta señora a la que ayudo, porque el año pasado sufrió un derrame cerebral… Estoy muy ocupada.

—¿Crees que podría encontrar un trabajo ahí?

—¿Qué clase de trabajo? —se interesó Ella.

—He hecho de todo —explicó Maggie—. De camarera, de peluquera de perros, de azafata…

¿Azafata? Ella se preguntó qué significaría eso.

—He servido cafés, copas —prosiguió Maggie—, he trabajado de canguro, en una heladería, en un puesto de frituras…

—¡Guau! —exclamó Ella.

Maggie no había terminado.

—Estuve un tiempo cantando en un grupo. —Maggie decidió que no le diría a su abuela el nombre del grupo por si cabía la remota posibilidad de que supiera lo que quería decir galleta con barba, una alusión al mundo de las drogas—. He hecho telemarketing, he rociado a la gente con perfume, he trabajado en T. J. Maxx, Gap, Limited… —Maggie hizo un alto y dio un enorme bostezo—. Y en Princeton he ayudado a una señora ciega. Le limpiaba la casa y le hacía la compra.

—Pues… —Una vez más, Ella se había quedado sin habla.

—Así que creo que aquí todo irá bien —concluyó Maggie. Bostezó, rehízo su cola de caballo y luego se hizo un ovillo en el asiento y se durmió al instante.

En el siguiente semáforo en rojo, Lewis le lanzó una mirada a Ella.

—¿Todo irá bien? —preguntó.

Ella se encogió levemente de hombros y sonrió. Maggie estaba aquí y fuese cual fuese la verdad, eso era lo importante.

Cuando Lewis estacionó en su plaza de aparcamiento, Maggie seguía dormida en el asiento trasero, con un rizo castaño pegado a su sudorosa mejilla. Sus dedos, cuyas uñas estaban mordidas, eran tan idénticos a los de Caroline que a Ella se le encogió el corazón. Maggie abrió los ojos, se desperezó, cogió su mochila y bajó del coche, mirando atónita. Ella miró en la misma dirección. Vio a Irene Siegel empujando su andador por el aparcamiento y a Albert Gantz sacando con cuidado del maletero una bombona de oxígeno.

—El hombre ha nacido para el infortunio —comentó Maggie en voz baja y resignada.

—¿Qué has dicho, chata? —preguntó Lewis.

—Nada —repuso Maggie. Se puso la mochila a los hombros y entró detrás de Ella.

Tal como había augurado, Maggie encontró un empleo en una panadería que estaba a ochocientos metros de Golden Acres. Hacía el primer turno, de modo que salía con sigilo de casa a las cinco de la mañana y trabajaba hasta después de comer. ¿Y qué hacía luego? Ella se lo había preguntado, porque Maggie raras veces volvía antes de las ocho o las nueve de la noche. Su nieta se había encogido de hombros. «Me voy a la playa —había asegurado—. O al cine, o a la biblioteca.» Durante varias semanas Ella le había ofrecido cenar, pero, invariablemente, Maggie había rehusado el ofrecimiento. «Ya he comido», decía, aunque, con lo delgada que estaba, en algunas ocasiones Ella se preguntaba si de verdad habría comido. Rehusaba el ofrecimiento de Ella de ver la tele, de ir al cine, de acompañarla al club a jugar al bingo. Lo único que había despertado en ella un mínimo de interés fue el carné de la biblioteca que le ofreció Ella. Maggie había ido con su abuela a la pequeña biblioteca de una planta, había rellenado el formulario con la dirección de Ella y había desaparecido en la sección de literatura y ficción, regresando al cabo de una hora con los brazos cargados de libros de poesía.

Y eso fue todo durante los meses de mayo, junio, julio y agosto. Por las noches Maggie llegaba a casa, saludaba con un movimiento de cabeza y desaparecía. Salía para darse una ducha, pero después se recluía, silenciosa, en el cuarto del fondo y cerraba la puerta, llevando su única toalla, su champú, su cepillo y su pasta de dientes como si fuese una invitada pasajera, a pesar de que Ella le había asegurado que podía dejar sus cosas donde quisiera. En la habitación de Maggie había un pequeño televisor, pero Ella nunca oyó que estuviese encendido. También había un teléfono, pero Maggie no llamó nunca a nadie. Ella sabía que leía: cada tres o cuatro días veía un libro nuevo de la biblioteca en su mochila, gruesas novelas, biografías, libros de poesía, el tipo de poemas extraños, fragmentados y sin rima que Ella nunca había entendido; pero daba la impresión de que Maggie nunca hablaba con nadie, y a Ella empezaba a preocuparle que nunca lo hiciera.

—No sé qué voy a hacer —confesó. Eran las ocho de la mañana, estaban casi a treinta grados, y se había acercado a casa de Lewis después de haber visto a Maggie deslizarse detrás de ella y salir otra vez por la puerta de calle.

—¿Lo dices por el tiempo? Espera, porque cambiará.

—Lo digo por mi nieta —le corrigió Ella—. Por Maggie. ¡No habla conmigo! Ni siquiera me mira. Se mueve descalza por la casa… Nunca la oigo entrar… Vuelve a unas horas intempestivas, cuando me despierto ya se ha ido… —Ella hizo una pausa, respiró hondo y sacudió la cabeza.

—Bueno, normalmente te diría que le dieras tiempo…

—Lewis, han pasado meses y aún no sé qué le ha pasado con su hermana o con su padre. ¡Ni siquiera sé lo que le gusta comer! Tú tienes nietos…

—Pero son chicos —replicó Lewis—. Sí, creo que tienes razón. La situación requiere medidas drásticas. —Asintió y se puso de pie—. Necesitamos la artillería pesada.

Afortunadamente, la señora Lefkowitz estaba en casa.

—Empecemos con unas cuantas preguntas —propuso, moviéndose de un lado a otro del recargado salón con su habitual bastón, suspiro, paso firme, arrastre—. ¿Tiene ciruelas en la nevera?

Ella la miró con fijeza.

—Ciruelas —insistió la señora Lefkowitz.

—Sí —afirmó Ella.

La señora Lefkowitz asintió.

—¿Y Metamucil en la encimera de la cocina?

Ella asintió. ¿Acaso no lo tenía todo el mundo?

—¿A qué revistas está suscrita?

Ella reflexionó.

—Prevention, lo que envía la AARP (Asociación Estadounidense de Gente Jubilada)…

—¿Tiene HBO o MTV?

Ella negó con la cabeza.

—No tengo canal satélite.

La señora Lefkowitz puso los ojos en blanco y se dejó caer en un sillón excesivamente mullido, sobre un cojín bordado a mano en el que ponía: «Soy una princesa».

—Los jóvenes tienen su propio mundo. Su música, sus programas de televisión, su…

—¿Cultura? —apuntó Lewis.

La señora Lefkowitz asintió.

—Aquí no tiene a nadie —explicó—. A nadie de su edad. ¿Cómo se sentirían ustedes si tuvieran veintiocho años y estuviesen encerrados en un sitio como éste?

—No tenía adonde ir —se justificó Ella.

—Los prisioneros tampoco —repuso la señora Lefkowitz—, y eso no significa que les guste estar en la cárcel.

—¿Y qué podemos hacer? —inquirió Ella.

La señora Lefkowitz se levantó no sin esfuerzo.

—¿Tiene dinero? —quiso saber.

Ella asintió.

—Pues vamos —anunció—. Usted conduce —ordenó, con un movimiento de barbilla en dirección a Lewis—. Nos vamos de compras.

Persuadir a Maggie de que saliera de su habitación fue una empresa costosa. Primero fueron las revistas, por un valor de casi cincuenta dólares, cada una más gruesa y vistosa, y más llena de muestras de perfumes y tarjetas para atraer a suscriptores que la anterior. «¿Cómo conoce todo esto?», preguntó Ella mientras la señora Lefkowitz colocaba un ejemplar de Movieline encima del último número de Vanity Fair. Su amiga agitó su brazo bueno con indiferencia. «¿Qué tiene de sorprendente?», replicó.

Su siguiente parada fue en una tienda gigante de electrodomésticos. «Pantalla plana, pantalla plana», repetía la señora Lefkowitz mientras volaba por los pasillos en la sillita motorizada que usaba para sus jornadas de compras. Dos horas y varios miles de dólares después, el coche de Lewis estaba cargado con una televisión con pantalla plana, un reproductor de DVD y una docena de películas, incluida la primera temporada de Sexo en Nueva York, con la que, según la señora Lefkowitz, las jóvenes estaban apasionadas.

—Lo he leído en la revista Time —dijo ufana, y se sentó en el asiento contiguo al de Lewis—. Gire por aquí a la izquierda —le pidió—. Iremos al supermercado y la licorería —explicó, sonriéndose—. Daremos una fiesta. —En la tienda abordó al dependiente de rostro granujiento y con delantal de poliéster—. ¿Sabe usted cómo se hace un cóctel cosmopolitan?

—Con Cointreau… —contestó el dependiente.

La señora Lefkowitz señaló a Lewis.

—¡Ya lo ha oído! —exclamó.

Más tarde, con los brazos cargados de cointreau y vodka, las delicias de queso y maíz frito, los perritos calientes en miniatura y los rollitos congelados de carne y verduras, además de frascos de esmalte de uñas (uno rojo y otro rosa) y cajas de cartón llenas de aparatos electrónicos, Ella, Lewis y la señora Lefkowitz se metieron en el ascensor para subir a casa de Ella.

—¿Cree realmente que esto funcionará? —preguntó Ella mientras Lewis guardaba los congelados en su congelador.

La señora Lefkowitz retiró una silla de la mesa de la cocina y sacudió la cabeza.

—No hay ninguna garantía —declaró, y extrajo de su bolso un papel de color rosa chillón, en cuyo margen superior ponía «¡Estás invitada!» con letras plateadas.

—¿De dónde ha salido eso? —quiso saber Ella, que miró por encima del hombro.

—De mi ordenador —contestó la señora Lefkowitz, que inclinó la invitación de tal manera que Ella pudo leer que la señorita Maggie Feller estaba invitada a una sesión de Sexo en Nueva York el viernes por la noche en casa de Ella—. Puedo hacer mil cosas: invitaciones, calendarios, permisos de estacionamiento…

—¿Qué es eso? —inquirió Lewis, que había estado guardando el aperitivo.

De pronto la señora Lefkowitz se concentró mucho en el contenido de su bolso.

—¡Oh, nada! No tiene importancia.

Lewis la miró fijamente.

—¿Sabe que uno de mis reporteros me contó que había gente que se dedicaba a imprimir permisos falsos de estacionamiento? Quiere indagar y escribir un artículo.

La señora Lefkowitz alzó la barbilla desafiante.

—No pretenderá entregarme, ¿verdad?

—No, si su plan funciona, no —prometió.

La señora Lefkowitz asintió y le dio la invitación a Ella.

—Páselo por debajo de su puerta cuando se vaya.

—Pero… ¿quién vendrá a la fiesta?

La señora Lefkowitz la observó con fijeza.

—¡Pues los amigos de ustedes, claro está!

Ella le lanzó a Lewis una mirada de impotencia y la señora Lefkowitz miró a Ella de reojo.

—Porque tiene usted amigos aquí, ¿verdad?

—Bueno —contestó Ella—, tengo colaboradores.

—Colaboradores —repitió la señora Lefkowitz clavando los ojos en el techo—. En fin, no importa. En ese caso, estaremos sólo nosotros tres. —Se levantó de la mesa—. ¡Hasta el viernes! —se despidió, golpeando el suelo con el bastón al andar hacia la puerta.

—Me siento como la bruja de Hansel y Gretel —confesó Ella, que introdujo en el horno una bandeja con diminutos rollitos de carne y verduras. Era viernes por la noche, pasadas las nueve, lo que quería decir que Maggie podía aparecer en cualquier momento, eso si venía a casa. «¿Has visto la invitación?», le había preguntado a Maggie por la mañana cuando ya cerraba la puerta para irse a trabajar. La chica había contestado con un vago gruñido afirmativo antes de que la puerta se cerrara.

—¿Por qué? —quiso saber Lewis. Ella señaló el cebo: los montones de revistas, los boles de patatas y salsas, las bandejas con huevos rellenos y alitas de pollo, y la restante media docena de apetitosos tentempiés que era consciente de que le causarían una acidez tremenda, si se arriesgaba a tomar más de un bocado.

La señora Lefkowitz le tiró de la manga.

—Una cosa más —dijo—. El arma secreta.

—¿Qué? —preguntó Ella, consultando la hora en su reloj.

—Su hija —aclaró la señora Lefkowitz.

Ella la miró atónita.

—¿Qué?

—Su hija. Caroline, ¿verdad? —precisó la señora Lefkowitz—. Este asunto —movió la mano majestuosamente hacia el salón de Ella, en el que Lewis manipulaba el DVD con torpeza y devoraba con deleite la bandeja de delicias de espinacas— es probable que funcione, pero, por si no funciona, ¿qué tiene usted que Maggie pueda querer?

—¿Dinero? —adivinó Ella.

—Sí, puede que sí —respondió la señora Lefkowitz—. Pero el dinero lo puede conseguir de muchas formas. Ahora bien, ¿cómo puede enterarse de la historia de su madre?

«La historia de su madre», dijo Ella para sí, que deseó de todo corazón que hubiese sido más larga y feliz.

—Información —concluyó la señora Lefkowitz—. Eso es lo que nosotros tenemos y quieren los jóvenes. Información. —Reflexionó—. Y, en mi caso, los recursos de Microsoft. Pero, en el suyo, con la información tendría que bastar. —Asintió cuando oyó a Maggie abrir la puerta—. ¡Empieza el espectáculo! —susurró. Ella contuvo el aliento. Maggie entró en el piso como si llevase un antifaz, no miró a su izquierda y a la cocina repleta de tentaciones, ni a su derecha, donde estaba el nuevo televisor encendido y aparecía una mujer hablando de… no. Debía de haberlo oído mal, pensó Ella mientras la actriz parloteaba: «¡No quiero ser yo a la que den por culo!» y la señora Lefkowitz se reía, y bebía su cosmopolitan. A mitad del pasillo Maggie se detuvo.

—¿Maggie? —gritó Ella. Casi sentía la turbación de su nieta (¿querría hablar, querría irse?). «Por favor, no dejes que lo estropee», rezó Ella. Maggie se volvió—. ¿Te apetece…? —¿Qué? ¿Qué podía ofrecerle a esta joven circunspecta de observadores ojos castaños tan parecidos pero tan diferentes de los de su propia hija desaparecida? Alargó el brazo con la bebida que tenía en la mano—. Es un cosmopolitan. Lleva vodka y zumo de arándanos…

—Sé lo que lleva un cosmopolitan —replicó Maggie con desdén. Era una de las frases más largas que Ella le había oído decir a su nieta. Maggie cogió la copa y se tomó la mitad de un solo trago—. No está mal —confesó, se volvió y entró a zancadas en el salón. La señora Lefkowitz le ofreció el bol de patatas chips, palomitas de maíz y similares. Maggie se sentó en el sofá con abandono, se bebió la otra mitad de su copa y cogió un ejemplar de Entertainment Weekly—. Este capítulo ya lo he visto —declaró.

—¡Oh! —exclamó Ella. Por una parte, eso eran malas noticias; por otra, era la segunda frase que su nieta decía voluntariamente. Y Maggie estaba ahí ¿no? Algo es algo, ¿verdad?

—Pero es bueno —añadió Maggie. Devolvió con brusquedad la revista a la mesa de centro y miró a su alrededor.

Ella, desesperada, le lanzó una mirada a Lewis, que se apresuró a salir de la cocina con una jarra llena de cóctel. Rellenó la copa de Maggie. Maggie cogió con delicadeza una alita de pollo de la bandeja y se reclinó con los ojos clavados en la pantalla. Ella sintió que se relajaba por momentos. No era una victoria, dijo para sí, ver cuatro capítulos seguidos en los que aparecían mujeres diciendo cosas por las que hacía sesenta años le habrían lavado la boca con jabón. Pero era un comienzo. Le dirigió una mirada a su nieta. Maggie tenía los ojos cerrados. Sus pestañas reposaban sobre sus mejillas como un fleco erizado. Y en su barbilla había un resto de queso. Y tenía la boca fruncida como si en sus sueños estuviese esperando un beso.

Después de cuatro cosmopolitans, tres alitas de pollo y un puñado de palomitas, Maggie les dio las buenas noches a Ella y compañía. Se tumbó en el delgado colchón del sofá-cama y cerró los ojos, pensando que quizá tendría que reconsiderar su plan en Florida.

Al principio había decidido simplemente observar, esperar, no interferir hasta tener las cosas claras. Eso podría llevar su tiempo, había admitido Maggie. Todo lo que sabía de la tercera edad lo había aprendido, en gran parte, de la tele y de los anuncios, que hablaban de mucho azúcar en la sangre, de vejigas demasiado activas, y de que necesitaban pulsar botones de alarma cuando se caían y no podían levantarse. Se relajaría y se centraría en la abuela, que, sin duda alguna, tenía dinero. Y se sentía culpable. Fuera lo fuera lo que Ella Hirsch hubiera hecho o dejado de hacer, saltaba a la vista que se sentía tremendamente culpable. Lo que significaba que, si Maggie era paciente, podría convertir esos horribles sentimientos en dinero, dinero que añadiría al montón que aumentaba poco a poco en la caja que había debajo de su cama. En Bagel Bay tenía un sueldo mínimo, pero Maggie se imaginó que con unas cuantas escenas melodramáticas y varias historias tristes acerca de cómo había echado de menos a su madre y de lo mucho que le habría gustado recibir el amor de una abuela o, en realidad, de cualquier figura maternal, en su corta pero complicada vida, podría salir de la sala de espera de la muerte —alias Golden Acres— con bastante dinero para comprarse lo que quisiera.

El problema era que conseguir cosas de Ella resultaba hasta demasiado fácil. Después de todos los desafíos por los que Maggie había pasado, aquello no era un gran reto. En cierto modo, era… decepcionante. Era como prepararse para atravesar un muro de ladrillos con el puño y, en vez de eso, acabar dándole un puñetazo a uno de gelatina. La abuela era tan absolutamente patética que Maggie, a la que le afectaban muchas cosas, se sentía un tanto despreciable por pretender desplumarla. Ella Hirsch estaba ávida de pasar ratos con Maggie, de tener su atención, de escuchar cada palabra que decía, como si hubiese estado en el desierto, hambrienta, y Maggie fuese un buen helado. Y ahora había una televisión nueva, un reproductor de DVD, toda esa comida, además del ofrecimiento constante de Ella para que cenara, fuese al cine o a la playa con ella, o la acompañase a pasar el día a Miami. Ella se esforzaba tanto que a Maggie se le revolvían las tripas. Y lo único que le había pedido era que Maggie llamase a su padre por teléfono para decirle que estaba bien. No había aludido al alquiler o a que le diese dinero para el gas o el seguro del coche, o la comida ni nada. Así que ¿por qué iba a tener prisa por irse?

«Observa y espera», dijo para sí, poniéndose bien la almohada debajo de la mejilla. Tal vez consiguiese que Ella la llevara a Disney World. Y se subiría en las tazas de té gigantes. Y enviaría una postal a casa: «Me encantaría que estuvierais aquí».