Capítulo 8
Lewis Feldman estaba de pie en el rellano, con un ramo de tulipanes en una mano, una caja de bombones en la otra, y hecho un auténtico flan. ¿Nunca resultarían más fáciles estas cosas?, se preguntó, respirando profundamente y clavando la mirada en la puerta de Ella Hirsch.
«Lo peor que puede ocurrir es que te diga que no», se recordó a sí mismo. Se pasó los tulipanes a la mano izquierda y los bombones a la derecha, y se miró los pantalones, que pese al esmero con que los había lavado y planchado, estaban arrugados y tenían una sospechosa mancha debajo de uno de los bolsillos, como si se hubiese reventado un bolígrafo (que, pensó Lewis disgustado, probablemente era justo lo que debía de haber sucedido).
Un «no» no lo hundiría, se dijo para sí. Si el amago de infarto de miocardio que había tenido hacía tres años no había acabado con él, desde luego tampoco iba a hacerlo el rechazo de Ella. Además, había más peces en el mar, peces que habían saltado fuera del agua y se habían subido al barco antes incluso de que hubiera pensado en ponerle cebo al anzuelo. Pero a él no le había interesado Lois Ziff, que había ido a verlo dos semanas después del funeral por Sharla con un pudin y un botón de la blusa desabrochado, regalándole la visión de medio palmo de arrugado escote. Tampoco le había interesado Bonnie Begelman, que el mes pasado deslizó un sobre por debajo de su puerta con dos entradas para el cine y una nota en la que decía que estaría encantada de salir con él «cuando estés preparado». Durante los días siguientes a la muerte de Sharla, durante las semanas en que tuvo que soportar visitas diarias de lo que acabó denominando la Brigada de las Cacerolas (docenas de mujeres con rostros de preocupación y tupperwares), y aunque ella le había dado su consentimiento, no pensó que algún día estaría preparado.
—Tienes que encontrar a alguien —le había dicho Sharla. Estaba en el hospital por última vez, y ambos lo sabían, a pesar de que nunca mencionaron esa certeza. Él la cogía de la mano, la que no llevaba el suero intravenoso, y se inclinó hacia delante para apartarle su fino pelo de la frente.
—Sharla, no quiero hablar de esto —había protestado él. Ella había sacudido la cabeza y lo había mirado con fijeza, sus ojos azules tenían un brillo que le resultaba familiar, un brillo que no había vuelto a ver desde el día en que al llegar a casa se la había encontrado sentada en el sofá, en silencio. Él la había mirado y lo supo, incluso antes de que ella levantara la cabeza, incluso antes de que le dijera: «Ha vuelto. El cáncer ha vuelto».
—No quiero que estés solo —insistió ella—. No quiero que te conviertas en uno de esos viudos antipáticos. Tomarás demasiado bicarbonato.
—¿Es eso lo único que te preocupa? —bromeó él—. ¿El bicarbonato?
—Esos viudos se vuelven desagradables —dijo ella. Se le estaban cerrando los ojos. Él le acercó la paja a los labios para que pudiera beber—. Se vuelven santurrones y excéntricos. No quiero que te ocurra lo mismo. —Se le apagaba la voz—. Quiero que encuentres a alguien.
—¿Has pensado en alguien ya? —inquirió él—. ¿En alguien en concreto?
Ella no respondió. Él pensó que se había dormido —tenía los párpados cerrados, su delgado pecho subía y bajaba lentamente debajo del vendaje recién cambiado—, pero le dijo algo más:
—Quiero que seas feliz —le había dicho, espirando una bocanada con cada palabra. Él había desviado la vista por temor a mirarla, a ella, a su mujer, la mujer que había amado y con la que había vivido durante cincuenta y tres años, y ponerse a llorar, incapaz de parar. De modo que se sentó junto a su lecho, la cogió de la mano y le susurró al oído lo mucho que la quería. Cuando murió pensó que jamás querría volver a mirar a una mujer, y sus vecinas, con sus pudines y sus escotes, no le atraían. No le habían atraído hasta ahora.
No era que Ella le recordara a Sharla, al menos no físicamente. Sharla era menuda y con la edad se había encogido aún más. Sus ojos eran redondos y azules, y tenía el pelo rubio y muy corto, una nariz demasiado grande, y un trasero también demasiado grande que la había desesperado, y le encantaban las barras de labios de color coral y la bisutería: collares de cuentas de cristal pintado y largos pendientes que chispeaban y relumbraban cuando se movía. Le recordaba un pájaro diminuto y exótico de plumaje iridiscente, y piar agudo y suave. Ella era diferente. Era más alta, de bellos rasgos —nariz afilada, mandíbula angulosa— y con largos rizos cobrizos que cubrían su cabeza, aunque el resto de mujeres de Golden Acres llevara el pelo corto. Ella le recordaba un poco a Katharine Hepburn, una Katharine Hepburn judía, no tan majestuosa ni impresionante, una Hepburn impregnada de cierta melancolía secreta.
—Hepburn —murmuró Lewis. Cabeceó, sintiéndose estúpido y empezó a subir la escalera. ¡Ojalá no llevara la camisa arrugada! ¡Ojalá llevara sombrero!
—¡Vaya, hola!
Tal fue el sobresalto de Lewis que pegó literalmente un brinco y se quedó mirando a esa mujer, cuya cara no reconoció.
—Soy Mavis Gold —aclaró la mujer—. ¿Adónde va tan elegante?
—Mmm… bueno…
Mavis Gold palmoteo y sus brazos bronceados zangolotearon en un gesto de celebración.
—¡Ella! —susurró. Un susurro tan alto que seguramente lo oyeron hasta los coches de la carretera, pensó Lewis. La mujer acarició un tulipán con la yema de un dedo en señal de reconocimiento—. Son preciosas. ¡Es usted todo un caballero! —Mavis le sonrió, le dio un beso en la mejilla y le limpió con el pulgar la marca del pintalabios—. ¡Suerte!
Él asintió, respiró hondo, se cambió los regalos de mano por última vez y golpeó la puerta con el picaporte. Trató de escuchar una radio o la televisión, pero sólo oyó los pies de Ella caminando ligeros por el suelo.
Abrió la puerta y lo miró con cara de desconcierto.
—¿Lewis?
Él asintió, repentinamente cohibido. Ella llevaba unos tejanos azules, de esos que llegan sólo hasta la mitad de la pantorrilla, una blusa blanca suelta, e iba sin zapatos. Sus pies descalzos largos y pálidos, eran preciosos, con las uñas pintadas de un color nacarado. Sus pies le dieron ganas de besarla; sin embargo, tragó con dificultad.
—Hola —saludó él. ¡Bueno, algo es algo!
En la frente de Ella apareció una arruga.
—¿Era demasiado larga la poesía?
—No, no, la poesía estaba bien. He venido porque… verás, me preguntaba si… —«¡Venga, hombre!», se dijo para sí.
Había estado en una guerra; había enterrado a su mujer y había visto cómo su hijo se había convertido en un republicano y llevaba una enorme pegatina de Rush Limbaugh (uno de los conductores radiofónicos más importantes de Estados Unidos) en el cristal trasero de su furgoneta. Había sobrevivido a cosas peores que ésta—. ¿Te gustaría cenar conmigo?
Supo que sacudiría la cabeza incluso antes de que sucediera.
—Me… me temo que no.
—¿Por qué no? —Habló más alto de lo que le hubiese gustado.
Ella suspiró. Lewis sacó ventaja de ese momentáneo silencio.
—¿Te importa que entre? —le preguntó.
Con aspecto contrariado, Ella abrió la puerta y lo dejó pasar. Su apartamento no estaba abarrotado como tendían a estarlo tantas otras habitaciones diminutas de Golden Acres, donde los residentes trataban de embutir las pertenencias de toda una vida en un espacio en el que nunca cabía gran cosa. El apartamento de Ella estaba embaldosado, tenía las paredes pintadas de color crema, y la clase de sofá blanco que, Lewis sabía por experiencia propia, era mucho mejor en la teoría que en la práctica, especialmente si uno tenía nietos y a esos nietos les gustaba el zumo de uva.
Se sentó en un extremo del sofá. Ella se sentó en el otro, con aspecto aturdido y escondiendo los pies debajo del mueble.
—Lewis —empezó ella.
Él se levantó.
—Por favor, no te vayas. Deja que te explique —le pidió Ella.
—Si no me iba, voy a buscar un jarrón —anunció él.
—Espera —dijo ella, asustada por la idea de que él rebuscara en sus cosas—, lo haré yo. —Se precipitó a la cocina y extrajo un jarrón de un armario. Lewis lo llenó de agua, metió los tulipanes dentro, volvió al salón y lo colocó encima de la mesa de centro.
—Bueno —comentó—, que sepas que, si me dices que no, cada vez que veas las flores te sentirás culpable.
Durante unos segundos dio la impresión de que Ella iba a sonreír… pero, tal como Lewis se había imaginado, no lo hizo.
—La cuestión es que… —empezó diciendo ella.
—Espera —le interrumpió él. Abrió la caja de bombones—. Tú primero —le ofreció.
Ella apartó la caja.
—De verdad, no puedo…
Lewis se puso las gafas y desdobló la leyenda de los bombones.
—Los corazones de chocolate negro llevan licor de cereza —informó—. Y esos redondos son almendrados.
—Lewis —intervino ella con seriedad—, eres una gran persona…
—¿Pero? —dijo él—. Porque sé que ahora viene un pero. —Se levantó de nuevo, fue hasta la cocina y puso agua a hervir—. ¿Dónde tienes la vajilla buena? —preguntó.
—¡Oh! —exclamó ella apresurándose a reunirse con él.
—No te preocupes —la tranquilizó él—, sólo voy a hacer té.
Ella lo miró, y a continuación miró la tetera.
—Está bien —consintió, y de un estante sacó dos tazas que hacían publicidad de la Biblioteca Municipal del Condado de Broward. Lewis puso las bolsas de té en las tazas, localizó el azucarero (lleno de azucarillos de Sweet'n Low) y lo puso en la mesa junto con un tetrabrik de leche sin lactosa.
—¿Eres siempre tan apañado? —le preguntó Ella.
—Antes no lo era —confesó. Abrió la nevera y encontró un limón en el cajón de las verduras, que cortó mientras hablaba—. Pero entonces mi mujer enfermó; ella sabía… Vaya, que sabía. Y me enseñó.
—¿La echas de menos? —inquirió ella.
—Cada día —contestó—. La echo de menos cada día, la verdad. —Puso la taza de Ella encima de un platillo y la llevó hasta la mesa—. ¿Y tú?
—Bueno, nunca conocí a tu mujer, así que no puedo decir que la eche de menos…
—¡Has hecho una broma! —Lewis aplaudió, se sentó a su lado y examinó la mesa—. Creo que aún falta algo —dijo. Abrió el congelador—. ¿Puedo?
Ella asintió, parecía ligeramente desconcertada. Lewis estuvo inspeccionando hasta que dio con un objeto cuya forma le resultaba familiar y que reconoció al instante: era un bizcocho con pasas congelado de Sara Lee. Había sido uno de los favoritos de Sharla. Más de una vez se había levantado Lewis en plena noche y se la había encontrado delante de la pequeña pantalla viendo anuncios de telepromoción y engullendo un buen trozo descongelado de bizcocho. Normalmente, esas noches señalaban el final de una de las dos dietas anuales que hacía de pomelo y atún, y después Sharla volvía a la cama con una sonrisa de culpabilidad y la boca con sabor a mantequilla. «Bésame —le susurraba a Lewis, sacándose el camisón por la cabeza—. Tengo que quemar parte de esas asquerosas calorías.»
Le pasó el bizcocho a Ella.
—¿Te apetece?
Ella asintió y metió el bizcocho en el microondas. Lewis tomó un sorbo de té y la observó mientras se movía. Sus caderas eran originales, pensó, y se sonrió por haberse fijado en algo así. La última vez que le había ido a ver Adam, uno de sus nietos, le había contado que sabía si los pechos de una mujer eran de verdad o no sólo mirándolos, y Lewis decidió que tenía el mismo talento para las caderas.
—¿Por qué sonríes?
Él se encogió levemente de hombros.
—Pensaba en mi nieto.
El rostro de Ella se ensombreció por completo. No tardó en volver a poner buena cara, fue tan rápido que él no estuvo seguro de haber visto lo que creía que había visto: desesperación. Quiso acercarse a ella y cogerla de las manos, cogerla de las manos y pedirle que le contara qué era lo que la preocupaba, qué le dolía tanto para estar así. En realidad, empezó a extender los brazos hacia ella cuando notó que tenía la vista clavada en algo, como si hubiera visto un gusano dentro del bizcocho.
—¿Qué?
Ella señaló los puños de su camisa. Lewis miró hacia abajo. A uno de los puños le faltaba un botón, y el otro estaba terriblemente raído y se había oscurecido un poco.
—¿Se te ha quemado? —inquirió Ella.
—Pues me imagino que sí —contestó Lewis—. No se me da muy bien la plancha.
—¡Oh! —exclamó Ella—. Yo podría… —Cerró la boca de golpe y se pasó la mano por el pelo; parecía confusa. Lewis vio el cielo abierto, supo que ésa era su oportunidad y se aferró a ella con todas sus fuerzas.
—¿Darme algunas clases? —preguntó él con humildad. «Perdóname, Sharla», pensó, y se imaginó a sí mismo escondiendo todas las notas que su mujer le había dejado, las cajas y tambores meticulosamente etiquetados para ropa de «color» y ropa «blanca».
Ella titubeó.
—Bueno… —dijo. El microondas sonó. Lewis sacó el bizcocho. Le sirvió un trozo a Ella y luego cortó otro para él.
—Sé que es un abuso —reconoció él— y que estás muy ocupada. Pero desde que mi mujer murió, ando un poco perdido. La semana pasada incluso me planteé si no sería más fácil simplemente comprarme ropa nueva más o menos cada mes…
—¡Vale, vale! —exclamó Ella—. Te ayudaré. —Lewis supo que su consentimiento había llegado a un punto muerto, que tras esa mirada se estaba librando una batalla, que su sentido del deber y la compasión luchaba contra su feroz deseo de estar sola—. Deja que coja la agenda.
Su agenda resultó ser un asombroso bloc de planificación de cinco dedos de grosor, un laberinto prácticamente ilegible de garabatos y flechas, y números de teléfono y papeles enganchados.
—A ver… —dijo Ella, escudriñando todas las hojas—. El miércoles voy al hospital…
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Acuno a bebés —contestó Ella—. El jueves es el día de la sopa y luego tengo que ir al hospicio, el viernes está el Comedor Móvil…
—¿Y el sábado? —preguntó Lewis—. No es que quiera asustarte, pero casi no me quedan calzoncillos.
Ella emitió un sonido gutural que sonó casi como una carcajada.
—El sábado —accedió.
—Bien —afirmó él—. ¿A las cinco? Y cuando acabemos te llevaré a cenar.
Salió por la puerta antes de que ella pudiera pensar en objetar nada, y mientras se alejaba del apartamento, silbando, no le sorprendió nada ver a Mavis Gold, que aseguró que se dirigía al lavadero, a pesar de que ahí no había ni rastro de ropa sucia.
—¿Qué tal ha ido? —susurró la mujer.
Él hizo un gesto con el pulgar hacia arriba, y ella sonrió y palmoteo. Después él corrió a casa para manchar con tinta sus pantalones y sacarle unos cuantos botones a su camisa favorita.