(19) Habiendo cierto eunuco, hombre perverso, escrito sobre el ingreso de su casa: «No entre aquí ningún malo», dijo: «Pues, ¿cómo ha de entrar el dueño?»
Supóngase (no hay nada de arbitrario, puesto que hay traductores que lo hacen así y el texto original se presta a ello) que en este texto sustituimos «malo» por «perverso». Entonces, tendríamos lo siguiente: un hombre perverso cuelga a la entrada de su casa un letrero que prohíbe la entrada a todo hombre perverso. Claro está, puede ocurrir que él no se considere perverso, lo que no es nada de especial. Pero si los demás lo consideran así, mejor se anda con cuidado y no cuelga estupideces a la entrada de su casa. Será por todo esto que yo conté siempre a mis auditores esta historia así: Que Diógenes, viniendo por una calle vio que en lo alto de una puerta decía: «No entre aquí quien no sea honesto». Ante lo cual púsose el can a dar vueltas en torno a la casa. Como alguien le preguntara qué hacia respondió: «Busco por dónde entra el dueño».
Así es más que pura tautología. Es decir, no se trata de que el dueño perverso de una casa no puede entrar en ella si escribe en su puerta que no la puede cruzar ningún hombre perverso. Eso es obvio. Pero no lo es que el sólo hecho de ser el propietario de una casa lo ponga a uno en la clase de los hombres perversos. Hay que sostener la doctrina de Diógenes (de Proudhon, de Marx) para que algo así sea plausible.
No hay mucho de pura ocurrencia en suponer que esa sea la historia y no la que cuenta Laercio. No hay nada incluso de imposible en suponer que el mismo Laercio —digamos, porque tenía casa propia y no se consideraba perverso por ello— al consignar esta anécdota consideró que algo le faltaba, que el dueño de la casa debía ser un hombre perverso, no meramente dueño de la casa. Y cándidamente suplió lo que en su opinión faltaba.
Antes vimos la anécdota de la casa alhajada. Esta podríamos llamarla de la casa honrada. Hay otra de una casa descompuesta. Había puesto el dueño de ésta «se vende» en la entrada y Diógenes que al pasar vio el anuncio se plantó ante ella y le dijo: «Ya sabía yo que por su ebriedad desmoderada habías de vomitar pronto a tu dueño». Este es un buen ejemplo de retórica de hipérbole y personalización. Uno ve a Diógenes; no hay que representárselo; basta recordar uno de esos cuadros monstruosos de Bosch. Está el can frente a una casa que abre sus puertas como un hocico monstruoso y vomita a su dueño con cuanta porquería ha metido éste en el estómago de la pobre.
Y si es por aciertos retóricos, he aquí una muestra graciosa de personalización e hipérbole con ironía:
Habiendo ido a Mindo, como viese las puertas grandes siendo la ciudad pequeña, dijo: «Oh, varones mindos, cerrad las puertas, no sea que la ciudad se salga por ellas».
Del oro, esta muestra de personalización y metáfora que anticipa la granizada famosa de Quevedo: «Decía que andaba amarillo por los muchos ladrones que lo perseguían». De la rudeza de entendimiento de los atletas: «Decía que les venía porque comían carne de cerdo y de buey». Dicen que era pronto en responder con gracia. Cuando le objetaron que los sinopenses lo condenaron al destierro, respondió: «Y yo, a que sigan donde están». A unos que retrocedieron simulando miedo de que los mordiera les dijo: «No teman, el perro no come acelgas». En un baño de aguas poco limpias preguntó: «Los que se bañan aquí, ¿dónde se lavan?» A uno que dijo que el vivir es malo le ajustó la exageración con una tautología: «El vivir mal es malo». Cuando le preguntaron por qué los hombres socorren a los mendigos y no a los filósofos, dijo: «Porque ciegos y cojos esperan ser, pero no filósofos». A uno que difería ayudarlo, le dijo: «Hombre, te pido para mi almuerzo, no para mi funeral». Y por los oradores decía que eran tres veces hombres porque eran tres veces miserables. También los motejó de «lacayos de la plebe».