(11) Clamando en una ocasión diciendo: «¡Hombres, hombres!» Como concurrieran varios, los ahuyentaba con el báculo diciendo: «¡Hombres he llamado, no heces!»

He aquí otra historia en que la parresia (la rudeza verbal) y la anáideia (la rudeza práctica) van juntas. Ni indirectas ni eufemismos: ¡Heces!, en su cara, ¡heces!; y por si no bastara, ¡palos con ellos!

Platón dirá, seguramente, que éste es el Diógenes típico, buscando hacerse notar con paradojas. Pero también nos produce la impresión de un sabio en un extremo de desesperación. Por vez milésima verifica que el mundo decae, que ya no hay hombres.

Y otra vez las cosas al revés. Diógenes habita en las afueras, en despoblado, escarbando en basurales. No hay un hombre en toda Atenas aunque se busque en pleno día y con un farol. Diógenes, el perro, al que dan de golpes y puntapiés, llama heces a los hombres. ¿No es como diría Jeníades «correr los ríos hacia arriba»? Por esta interpretación (y por tantas otras en que se manifiesta la «inversión cínica») prefiero leer ese otro pasaje —cuando preguntándole Jeníades cómo lo enterraría, le respondió «Boca abajo»— no como lo comenta Laercio, sino como si Diógenes significara: «Como el mundo está patas arriba, entiérrame al revés para verlo patas abajo desde mi tumba».

Mientras repaso estos comentarios, viajo a Grecia. Hago un poco de turista, de curioso y pobre diablo. No encuentro un griego que me impresione. Me roban los choferes en el cobro, los vendedores me pesan por menos, los cambistas me miran con sospecha. Pregunto a un taxista por la tarifa y la triplica a vista de ojos. Ni en el menor de los detalles asoma algún dejo de consideración, de simpatía. Me pongo a recordar mis viajes a Grecia buscando algún contacto en que destaque lo espiritual. Parece que he tenido mala suerte. Pero, ¿qué sé yo de griegos? Salvo los «griegos paradigmas», los nombres reverenciados en las letras, las artes, la ciencia, la política, ¿qué sé yo de estos griegos de hoy? Me resultan tan vulgares, tan mezquinos y hasta dudo a veces que desciendan de esa raza tan extraordinaria. Si no fuera por las estatuas que veo en los museos y los rostros con que las comparo en las calles dudaría mucho de un parentesco tan encumbrado. De paso, estas líneas las escribo en Delfos. Siento acidez en el estómago debido a la porquería de almuerzo rancio que me sirvieron por un dineral. He pagado caro también por que me dejen ver tanta gloria. A los griegos no les cobran por entrar, a mi sí. ¡Heces!

Como se ve, me viene la parresia a mí también. ¡Bah, qué tanto! Se dice que los atenienses amaban la parresia, la libertad en el decir, como se traduce también, y se enorgullecían de practicarla. Diógenes decía que era el don más precioso que nos puede tocar. ¡Qué cierto y qué pena de cultura la mía que no da lugar a la parresia como no sea en los estadios o en los prostíbulos y bares!

La anécdota que comento aquí es todo un ejemplo de la parresia de Diógenes: pero ninguna es para mí tan ejemplar como ésta: que uno a quien le pidió, le dijo: «Bien, podría ser, pero primero persuádeme». A lo que el can respondió: «Si yo pudiera persuadirte de algo, te persuadiría de que te ahogaras». (Otros traducen «ahorcaras»; pero, ¿qué importa si igual se ahoga?) ¿Se imaginan? ¿Se hacen una representación? A nadie le faltarán anécdotas en su vida. Yo recuerdo algunos compañeros de escuela de familias pudientes. Tenían para dar, pero no daban sin hacer exigencias, sin humillar incluso. Sus madres habían puesto un delicioso cocaví en el bolsón. Sándwiches, frutas confitadas, huevos duros. Sobraba para ellos pero comían sin mirar, casi huraños. ¡No iban a convidarle a cualquiera! A veces lo hacían pero cobrando en ridículo y humillación, en halago y cosquilleo. «Canta, primero»; «Cuéntame un chiste, primero»; «Date una vuelta en el aire, primero». He visto monos que pagan así por el maní en el jardín zoológico. Cuántas incontables veces pagamos nosotros así! ¡Cuánta sonrisa, cuánto gesto de simpatía falsa que vamos viendo al caminar por la acera no es más que un cobro de esta especie! Con referencias así de varias y abundantes, ¿no es más que fácil entender esta historia? Estoy viendo cómo brillan agudos los ojos de Diógenes que no dejan entretelas sin penetrar. «¿A ti, persuadirte a ti? ¡Si fuera posible! Si lo fuera, tú y todos los de tu ralea colgarían de horcas». Esta anécdota sirve como un espejo (el espejo de Diógenes): no cuesta vernos en nuestra vida de adulación y humillación con ella. ¡Cómo no va a venirnos bien la parresia de Diógenes si barre con todo el maquillaje de nuestras caras!