(10) Habiéndole uno llevado a su magnífica y adornada casa y prohibido que escupiese en ella y como tuviese que hacerlo, lo escupió en la cara diciendo que «no había encontrado un lugar más inmundo».

Hablando de la parresia (la ruda franqueza) y la anáideia (el descaro), que son como la tizona y la colada de Diógenes, algunos las relacionan diciendo que «la parresia es en el discurso lo que la anáideia en la acción». En esta historia encontramos que ambas convergen: insulto en la palabra y en la acción.

Supongo que ésta es una entre las anécdotas que se emplearon para construir el otro Diógenes, el que se opone al Diógenes idealizado por los estoicos y que se aviene con el Diógenes denigrado por los epicúreos. Muchos lo pintan así: como un vago de comedia pícara, como un entre patán y charlatán callejero que no deja pasar ateniense sin hacerle sufrir sus procacidades y desvergüenzas.

Los dichos y anécdotas de Diógenes pueden también clasificarse de acuerdo a esta oposición: La de un Diógenes asceta y sentencioso contra un Diógenes mordaz y obsceno. Así, tanto la idealización de los estoicos como la caricatura de los epicúreos y académicos tendrían apoyo popular; porque cabe suponer que la tradición de Diógenes recogida por Laercio unos cinco siglos después fue por largo tiempo sometida a las variaciones del gusto y las costumbres de las comunidades del mundo antiguo. Es como si el pobre Diógenes —sin dejar por eso de ser el que es— fuera desgarrado entre dos polos: el de la admiración abnegada de quienes buscan un guía de la vida recta y la de los chuscos que saben de crítica social, pero la prefieren expresada en chascarros descarnados y hasta obscenos.

Aquí, me parece apunto una comparación entre Diógenes y Quevedo. Recuerdo al Quevedo que me imponían de niño en la calle. Aparecía retratado en chistes sucios hasta la repugnancia. ¡Cuánta ocurrencia de la especie más baja le cuelga a Quevedo la imaginación popular! Después, en el colegio, tiene uno esa experiencia (que muy bien podría llamarse filosófica) de un Quevedo que surge imponente de entre los mugrientos atavíos con que lo envuelve una plebe que se deleita en la procacidad. Digo plebe, digo chusma y canalla, porque una tergiversación así de una noble figura me resulta, aunque explicable, intolerable.

¿Por qué intolerable, si explicable? No caben dudas, basta una lectura de Quevedo para encontrar apoyo a esa imagen que el populacho ha construido. Seguro que ocurre lo mismo con el Diógenes histórico. Muchos lo aceptan así. Las anécdotas que hay de Diógenes pueden ser todas inventadas (la mayoría lo son con seguridad) pero no lo fueron arbitrariamente. Diógenes con sus palabras y su conducta dio espíritu a todo el anecdotario y lo mejor es tomarlo como una correcta indicación, salpicado y picante como parece, de Diógenes y el cinismo. (Por lo demás, una ambivalencia así no sólo se transparenta en las anécdotas y dichos de Diógenes sino también en el género literario a que dio origen el movimiento cínico, to spoidaiogeloión, es decir, una combinación de lo serio y lo chabacano).

En esto, no me parece aceptable lo que dice Donald Dudley sobre el anecdotario: que «no vale la pena seguir la pista de ninguna de sus historias» porque «pertenecen más bien a una antología del humor griego que a una discusión de la filosofía». ¡Esto sí que es un chiste! Sobre todo cuando se dice en el mismo documentado y excelente libro que Dudley ha escrito sobre el cinismo, apoyándose para escribirlo en estos «chistes».

De esta anécdota sobre la casa magnífica y adornada y el escupitajo que se llevó el dueño en la cara, suelo darme una interpretación algo rebuscada, pero que el mismo Diógenes me inspira. Él es quien trata de reducirse al mínimo de vida. Quiero decir, al mínimo de cosas necesarias para vivir. Toma lo que otros le dejan por no botarlo. La vida buena y sana parte de la renuncia a todo lo superfluo. Por el contrario, este hombre que posee una casa magnífica, tan alhajada que no hay donde poner el pie sin ensuciarla, representa la antípoda de Diógenes. Casi se puede decir que para su vida de derroche este hombre se ha transformado en un ser enteramente sucio, un escupitorio ambulante en su propia casa. La casa alhajada y su dueño corrompido van juntos como la clara y la yema del huevo: la casa, linda de ver por todas partes; el dueño, sucio entero por hacerla linda de ver.

¿Que parece increíble y hasta insultante? Supongo que el punto se puede decidir esforzándose por alhajar la propia casa.