(16) A uno que quería ser su discípulo en filosofía le dio un pececillo que llaman saperda, para que lo siguiese con él; más como el tal, por vergüenza, lo arrojase y se fuese, habiéndolo después encontrado, le dijo: «Una saperda deshizo tu amistad y la mía».
Ahí están, para verlas sin complicaciones: la vergüenza y la desvergüenza del contexto cínico. Dictum magnum, éste, como el que más. ¿Y qué es una saperda? En lugar de la saperda, que no conozco ni por grabados, pongo un pejerrey, una sardina. ¡No, mejor una anchoa! Fea de ver será. Podrida, asquerosa, mal oliente; así finjo la anchoa de Diógenes.
«La anchoa de Diógenes», ¿no es lo mismo que «los palos de Antístenes»? ¿No se parece un poco también al «dedo del medio»? Tan poco asunto entre la modestia y el descaro, tan nimia cosa para inhibir la amistad. También hay una anchoa entre la sensatez y la locura: basta que alguien sujete una entre el pulgar y el índice y se eche a caminar por Alameda para que lo verifique.
La anchoa de Diógenes opera como una medida, o como ese mínimo común denominador que nos mordemos las uñas buscando cuando niños. Lo menos que debe hacer uno que quiere mi amistad es seguirme con una anchoa podrida colgando entre el pulgar y el índice. ¿No parece una prueba de budismo zen? Pero, he aquí que mi mínimo resulta para el que busca mi amistad el colmo: «Pero, éste, ¿qué se ha creído?».
Establecer la amistad sin «la anchoa de Diógenes» (es común entre nosotros salir de banquetes, fiestas, espectáculos, llenos de nuevos amigos) tiene el grave inconveniente de que no valga más que una anchoa podrida. Hablando de las adversidades del golpe militar de 1973 y aplicando a lo que resultó en el plano de las relaciones personales «la anchoa de Diógenes», la verdad es que se desvanecieron casi todas sólo al olor.
«La anchoa de Diógenes» sirve para practicar el consejo de Antístenes: que «para la vida se deben prevenir aquellas cosas que en un naufragio salgan nadando con el dueño». Aquellos amigos que no valen una anchoa podrida, ¿tendrán reparo en dejar que nos ahoguemos?
«La saperda de Diógenes» se presta al examen de lo que algunos detallan como paralelo alegórico entre el perro y el cínico: como a éste, al perro le es indiferente donde ir, donde echarse: no tiene vergüenza de fornicar, rascarse, defecar en público; es guardián celoso de su lugar; y distingue certero amigos de enemigos. Por esta anécdota, vemos que en lo último tan certero no se es. Acaso el perro lleve, por decirlo así, una anchoa en la nariz. Pero no el cínico. O mejor así: ¿Los miró alguna vez un perro habiendo en su mirada mucha duda sobre si ladrarles o no? Así podemos representarnos a Diógenes en esta anécdota, preguntándose de qué materia estará conformado este joven que pide ser admitido a su filosofía, igual que ese perro que no sabe si mover la cola o desnudar los colmillos. Sobre el terreno sale Diógenes del embarazo: Toma el primer desperdicio, la primera inmundicia que encuentra a mano y se la alcanza. «¡Aguántate ésa!»