(3) Cuando veía a los magistrados, los médicos y los filósofos empleados en el gobierno de la vida, decía que el hombre es el animal más recomendable de todos; pero, al ver a los intérpretes de sueños, los adivinos y cuantos les creen, o a los que alegan por la gloria mundana o las riquezas, nada tenía por más necio que el hombre.
¿Quién no se encontró de ida y vuelta entre extremos como estos? ¡Lo que no hacen los hombres por alcanzar el conocimiento y propagarlo a todos los rincones y lo que no hacen por expandir la superstición y los mitos en continentes enteros! ¡Lo que no hacen los hombres por distribuir la riqueza y participar de los bienes con sus semejantes y lo que no hacen por explotarlos, esquilmarlos y despojarlos! ¡Lo que no hacen los hombres por salvar a sus semejantes de la postración, la enfermedad, el peligro, y lo que no hacen para destruirlos bombardeándolos, masacrándolos, incinerándolos!
Por todas partes y en todos los respectos hay gente recomendable y gente necia. Tan contraria se siente esta oposición como para preguntarse por la verdad de la noción de especie humana. Ganas dan de hablar de rebaños, no de especie. Rebaños blancos, rebaños negros. ¿O rebaños overos, más bien? Muchas veces, una misma persona es recomendable en esto, insensata en aquello.
¿De dónde viene, pues, la pretensión de que hay una especie humana? Más todavía: ¿De dónde se trae esa doctrina de ser los hombres animales racionales? Un hombre que construye edificios, embarcaciones, puentes y túneles, va y se arrodilla a dar gracias por lo que hizo él con su ingenio y energía a un mono de yeso. Un hombre que enhebra sutiles discursos morales, castiga a sus hijos con un látigo y va a golpearse el pecho después o a emborracharse. Todo ello, como se dice, sin solución de continuidad. Como ese oficial nazi que corría a cambiar el agua de su canario volviendo de incinerar cadáveres en los campos de exterminio.
Viene aquí a punto lo que decía Antístenes: «que las ciudades se pierden cuando no es más posible discernir los viles de los honestos». ¿Quién puede lograr algo así? ¿Quién puede discernir siquiera en sí mismo la honestidad de la vileza?