(14) A unos que le dijeron: «Viejo eres, aminora el trabajo» les respondió: «¡Vamos! Pues si yo corriera un largo espacio y estuviera cerca de la meta, ¿no debería acelerar el paso en vez de remitirlo?»
Carezco de autoridad para entrar en la cuestión de la autenticidad o inautenticidad de las anécdotas y dicta de Diógenes. Si me diera ánimo para una empresa así, parece, por lo que leo, que no sería capaz de establecer la autenticidad o inautenticidad de una sílaba. Hay notable coherencia en muchas anécdotas, lo que no deja de valer como criterio para evaluarlas siquiera en el cielo de la posibilidad. Entretiene también investigar cuántos Diógenes resultan de tantas historias como se cuentan, en cuántas fuentes podemos encontrar los orígenes del cinismo (en Homero, en Pitágoras, Hesíodo, Buda). Hay quienes dan fechas al cinismo muy posteriores a Diógenes; otros las dan muy anteriores. Se habla de la «Leyenda de Diógenes». Hay quienes reducen todo lo que se atribuye a Diógenes a pura transposición desde la India a Grecia. Nuestro hombre no sería más que un griego excéntrico al que sus sucesores han transformado en un gimnosofista, un brahmán, un hedonista, un estoico, un epicúreo. Hasta con los cristianos primitivos lo asocian, con los anarquistas modernos. No faltan quienes hablan del cinismo como la filosofía del proletario del mundo antiguo. Más de uno considera a los cínicos como los hippies de los siglos helenísticos con su rechazo de la autoridad, la propiedad, el mundo industrial, la guerra, la explotación, el dinero y su búsqueda de la simplicidad, la naturaleza, la fraternidad, el amor libre, la comunidad primitiva. También son considerados descendientes del cinismo los juliganes melenudos, furibundos, sucios y disidentes que le nacen a manos llenas a los estados policíaco-socialistas de la Europa Oriental. Sin decir nada de la secuela que ha dejado la historia en eremitas, anacoretas, albigenses, franciscanos, anabaptistas, ludditas, tolstoyanos, trotskistas. En fin, que de Diógenes y el cinismo crece y seguirá creciendo un mosaico de comentarios nada desmerecedor del mosaico de su anecdotario. Sólo echo de menos que alguien demuestre la no existencia de Diógenes. Acaso está probada ya, sólo que no ha llegado a mi conocimiento. La no existencia del cinismo más de una vez se argumentó, pero muy mal porque para lograr una cosa tan extraordinaria, la no existencia del cinismo, hay que terminar reconociendo que el cinismo existió siempre. Sobre la persona de Diógenes no he oído todavía que alguien la traiga de India con túnica, cayado y zurrón a punto. Pero falta poco para que lo hagan. Por otro lado, hay quienes sugieren que Diógenes no fue más que «un pobre diablo anónimo» al que le cayó en suerte estar echado al sol muerto de frío en un parque de Corinto en los momentos en que pasó por allí nada menos que Alejandro con su comitiva, quien, viendo la oportunidad de hacer un show de humildad y humanidad con un miserable tan caído del cielo, se acercó solícito a preguntarle si quería algo —«pídeme lo que quieras»— a lo cual el vagabundo medio dormido todavía, pestañando, tiritando le dijo que se hiciera a un lado, que le quitaba el sol, ocurrencia que pasó allí mismo de obviedad a chiste, pero un poco más allá de chiste a sentencia, de sentencia a ingeniosa y profunda denuncia, ejemplar autoafirmación, encumbrada moral, todo esto mientras iba de bocas a oídos por toda Corinto, por toda Atenas, por toda Grecia. Y eso fue todo. Si no se agrega que por aquel entonces había en Atenas un Diógenes escritor y otros dos Diógenes que eran personajes de la literatura de Menipo y Eubulo, de manera que estos tres o cuatro Diógenes no demoraron en fundirse en uno, sin contar todos los Diógenes que se fueron fundiendo después en la más colosal de las fundiciones.
Hay sentencias que Laercio pone en labios de Diógenes que uno (sin más referencia) se resiste a aceptar como genuinas: no calzan con la imagen que surge a poco de empezar la lectura. Por ejemplo, aquéllas en que se comienza con la frase «¿No tienes vergüenza?» siendo que justamente la vergüenza es lo primero que Diógenes desprecia. O esa en que se queja de su miseria siendo que de su miseria hizo profesión. O aquella en que demuestra que todas las cosas pertenecen a los sabios siendo que considera que el sabio no posee nada. A veces, parece Diógenes un Jesús en el Templo limpiándolo de inmundicias; otras, un sátiro exponiendo las supersticiones de la beatería.
Digo lo anterior porque esta anécdota no responde a la imagen que me hago de Diógenes quien, según dice el mismo Laercio, «tenía maravillosas dotes de persuasión» y «fácilmente vencía a quien quisiera argumentando». En el texto hay una analogía entre la vida y una carrera. ¿Se aplica bien la metáfora de la carrera? Dice Quevedo: «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados». ¡Así está bien! Jorge Manrique habla del fin de la vida también con metáforas: «Todo se torna graveza cuando llega el arrabal de senectud». Decimos «el ocaso de la vida», «el invierno de la vida». Bión, que está entre los discípulos de Diógenes, llama a la vejez «puerto de todos los males». ¡Así está bien, y cuánto! También compara este maestro del símil, la vida con la escena, con la fiesta, con la navegación; y dice de la vejez que es una casa en ruinas. Para Diógenes, por el contrario, la vida es una carrera muy peculiar, muy de hipódromo. He aquí pues otra analogía inapropiada. ¿No sabe hacerlas Diógenes tan bien como Sócrates o no es él quien las hace?
Lo que me lleva a otro argumento que se le atribuye: «Si desayunar no es absurdo, entonces, no lo es desayunar en el mercado; pero, desayunar no es absurdo; luego no es absurdo desayunar en el mercado». Dudley para quien, según se dijo, las anécdotas de Diógenes son «más bien una antología del humor griego que una discusión de la filosofía» se detiene mucho en esta anécdota para mostrar que, siendo «una muestra típica de razonamiento erístico», tal es la manera de Diógenes que «empleaba estos sofismas si le acomodaban». Porque sofisma es: y se muestra sin más complicaciones imitando a Diógenes y diciendo: «Si desayunar no es absurdo, entonces no es absurdo desayunar sin abrir la boca»; lo que enojaría mucho a Diógenes. Y de lo cual, en vez de poner a Diógenes en ridículo, prefiero sacar la conclusión de que un hombre como él no pudo decir algo así.
Todavía sobre analogías (abundan en los dichos de Diógenes) este texto: «(admirábase) de los músicos que, acordando las cuerdas de su lira, tienen desacordadas las del ánimo». Sabe a atropello de las palabras (con frecuencia se abusa de las palabras haciendo analogías). Acordar las cuerdas es arte del músico; pero «acordar las cuerdas del ánimo» es frase metafórica. ¿Por qué una metáfora así tendría que ser adecuada al músico? Supongo que para Diógenes hay una identidad profunda entre estas dos expresiones («las cuerdas de la lira» y «las cuerdas del ánimo») y que aunque una sea metáfora a partir de la otra, lo es con suficiente propiedad. El músico tendría que tener también un carácter «musical», su sentido de la armonía acústica tendría que extenderse a un sentido de la armonía del alma. ¿Cómo, pues, no es así?
Hay una teoría de la educación en Diógenes que se presenta como esas cajas de los prestidigitadores para sacar alegremente y a granel variadas analogías,
Decía que la ejercitación es mental o corporal; que la segunda es la que, mediante ejercitación constante, permite formar percepciones que aseguran la libertad de movimiento y las acciones virtuosas; una parte del entrenamiento es incompleta sin la otra; la salud y la fuerza están igualmente incluidas en el cuerpo y en el alma. Y aducía evidencia indisputable para mostrar con cuanta facilidad se va del ejercicio gimnástico a la virtud. Pues en las artes manuales y otras se puede ver que el artesano desarrolla extraordinaria habilidad gracias a la práctica. O tómese el caso de los flautistas o atletas; cómo sobresalen en destreza por la dedicación incesante; y cuán efectiva sería su labor si transfirieran sus esfuerzos al ejercicio de la mente.
El alma pues es una metáfora del cuerpo; pero una metáfora tan adecuada como para hacer confiadamente analogías; tan confiadamente que Diógenes se asombra de que muchas (demasiadas) veces no funcionen. No se admira del supuesto que hace sobre el alma y el cuerpo, sino de que las cosas no respeten debidamente ese supuesto: admirábase de los gramáticos que «escudriñan los trabajos de Ulises e ignoran los propios». También de los músicos que «acordando las cuerdas de la lira tienen desacordadas las del ánimo». De los matemáticos «porque mirando el sol y la luna no ven las cosas a sus pies».
Otrosí: «Aminora el trabajo». ¿En qué quedamos? ¿Trabaja, pues, Diógenes? Cierto, el Diógenes discípulo de Antístenes tendría que trabajar: «el trabajo es bueno», dice Antístenes. ¿Hay pues también en esto dos Diógenes, uno que vive de lo que le dan y otro que tiene a Hércules como modelo?