(15) Decía que «muchos sólo distan un dedo de enloquecer, pues quien lleva el dedo del medio extendido parece loco; pero no, si es el índice».
En la Grecia de Diógenes, expresaba una grosería extender el dedo largo. Quien lo llevara así yendo entre el público sería como uno que fuera mascullando obscenidades por el Paseo Ahumada. Un desequilibrado. ¿Hay aquí nada más que una broma chusca, un «juego de dedos»? El que adelanta el índice —digamos Demóstenes en una de sus invectivas famosas contra Filipo de Macedonia— está a un dedo de enloquecer: basta que se equivoque y extienda el dedo que sigue.
En perspectiva más amplia el «índice de Diógenes» apunta a una crítica del lenguaje de los gestos, los símbolos, las convenciones. Es todo, aquí, tan ostensiblemente arbitrario. El índice va en tal dirección; basta que gire un grado y ya es otra persona la indicada. El militar extiende rígidos y juntos los dedos de la diestra y los lleva a la visera para saludar. En vez, ¿no podría meterse la punta del índice por el orificio derecho de la nariz? El obispo, dibuja con los dos dedos largos extendidos una cruz en el aire para bendecir a las multitudes. En vez, ¿no podría hacer como que tiene una berenjena en la diestra con ademanes de ofrecerla a su público? Los políticos suelen levantar los brazos ante las muchedumbres para responder a su entusiasmo. En vez, ¿no podrían bajarlos y cruzar las palmas sobre sus partes pudendas? ¿Qué hay de intrínsecamente imposible en algo así? Pero, ¡cómo nos parece el absurdo mismo! (sin contar la cólera que la sola idea suscita). En estos casos (y en cientos que no cuesta imaginar una vez que «el índice de Diógenes» nos ha indicado la ruta) se dirá que hay escasa distancia entre la sensatez y la locura. Lo que vale igual para las ceremonias, los ritos, las vestimentas, los adornos, las comidas y, en general, las convenciones y costumbres todas dentro de cada cultura. Mucho más instructivo que decir inocuas y pretenciosas generalidades como «los cínicos despreciaban las convenciones» o «los cínicos afirmaban la physis y repudiaban el nomos» resulta girar tantas veces como se pueda «el índice de Diógenes». Cuánta estupidez ataviada de gravedad se revela sin más habilidad que la del índice. «La nariz de Cleopatra, si hubiera sido más corta, la faz del mundo no sería la misma». En su famosa reflexión, Pascal está implicando el mismo principio: dentro de una cultura, la distancia entre la belleza y la fealdad se reduce a unos milímetros de nariz.
El crítico social se puede caracterizar como uno que tiene su vocación «entre los dedos», que va y vuelve del uno al otro como Pedro por su casa. También los cómicos y caricaturistas saben llevar esta «regla del índice» a todos los rincones. Es su vocación ver, infaliblemente y en mil detalles, «el otro dedo», el que transforma la gravedad en ridiculez.
También, «el índice de Diógenes» apunta hacia la anáideia (la conducta descarada). Es común tomar la anáideia de Diógenes como desvergüenza (comía y se masturbaba en público, trataba de comer restos de carne cruda, defecaba a la vista de todos y mil desvergüenzas más). Pero, si «el índice de Diógenes» denuncia la arbitrariedad de las convenciones, ¿cómo no tornar activa esa denuncia? Pero, quien se comporta trastrocando las convenciones es la persona misma de la desvergüenza.
¡Cómo reiría Diógenes para sus adentros del escándalo que hace la gente con una simple tautología!