(9) Habiendo sido hecho cautivo, como al venderlo le preguntase qué sabía hacer, respondió: «Sé mandar a los hombres». Y al pregonero le dijo: «Pregona si alguno quiere comprarse un amo».

¿No es el colmo de los colmos? En un mercado de esclavos se ofrece en venta un amo. También encuentro que este texto se presta muy bien para un cuadro de grandes proporciones. «La Venta de Diógenes», no puede tener otro nombre. Sabemos (sólo es un decir, porque si nos guiamos por lo que en efecto sabemos sobre Diógenes, y haciendo paradojas como las hacía Sócrates, lo único que sabemos es que no sabemos nada) que la venta de Diógenes se efectúa en Creta. Sabemos que es Jeníades quien lo comprará. Sabemos que lo llevará a Corinto como preceptor de sus hijos. Sabemos que, como pasara Jeníades por el lugar donde subastaban a Diógenes, éste exclamó: «¡A ése, véndeme a ése, ése necesita un amo!» Pero no sabemos, eso no, por qué signo se guió Diógenes para saber que Jeníades necesitaba un amo. ¿Le colgaría un anillo de la nariz, tendría una mancha en la niña del ojo izquierdo? Pero, en fin, podemos admitir también a Jeníades en el cuadro. Ya están en él los vendedores, los contadores, los pregoneros, capataces y esclavos cargados de cadenas. ¿De dónde salieron estos esclavos? ¿Del mismo barco en que iba Diógenes a Egina y que cayó en manos de piratas? No sé. ¿Quién sabe? Se dice que iba a Egina, se dice que cayó en manos de piratas. Diógenes sí que es sujeto para pensar lo que «se dice». Se dice también (como ya dijimos que se dice de la falsificación de la moneda) que todo esto es puro cuento: que la caída en manos de piratas, la venta en Creta, el traslado a Corinto son patrañas de las muchas que se contaban después de la muerte de Diógenes para inventar un héroe entre Odiseo y Hércules.

¿A quién elegir para que pinte el cuadro «La Venta de Diógenes»? ¿Daumier, Piero Della Francesca, Breughel, Masaccio?

Diógenes forcejea a la derecha entre el pregonero y un capataz que lo sujetan echando mil garabatos. Dos quiltros ladran, tres gallinas salen disparadas con las plumas al aire. Dos esclavos rollizos que están de comérselos al horno se dan con el codo conteniendo la risa. A los que llevan las cuentas, sentados junto a un mesón, las monedas se les escurren, las piernas les salen despatarradas por abajo, la boca se les dobla como una herradura, los ojos se les abren como huevos fritos. Jeníades va saliendo ya, por la izquierda seguido por dos esclavos que tiran de un borrico a mal traer y peor cargar. ¡Ya está! ¡No hay como las representaciones! ¡Ese es el signo de que Jeníades necesita un amo! El borrico, como ocurre siempre con los borricos, no sabe donde ir a quejarse de la forma como lo cargan estos animales. Está volviéndose Jeníades a Diógenes que apunta hacia él con la diestra por entre los que lo sujetan. «¡A ése, véndeme a ése, ése necesita un amo!» Está a punto de soltar la carcajada Jeníades y dirige el pulgar izquierdo sobre su pecho con un claro signo de «¿A mí, a mí dices que me falta un amo? ¡Ja, ja! ¡Eso es correr los ríos hacia arriba!» (La frase es de Medea, Eurípides)

Este es para mí otro entre los dicta magna de Diógenes. Para muchos comentaristas (de esos, pienso, que aún tapándose las narices no aguantarían un minuto en el tonel de Diógenes) se trata aquí de una caricatura. Vale la pena hacer observar este recurso retórico de reducir las cosas a una caricatura de Diógenes que frecuentemente produce justamente eso: una caricatura de Diógenes.

Se dice —todos los comentaristas dicen y con razón— que la postura de Diógenes acarrea la inversión de los valores, la subversión de la polis griega. Se llega, como vimos ya, a sugerir que la historia de la falsificación de la moneda por su padre debe entenderse metafóricamente: que el reacuñamiento de la moneda por el padre de Diógenes debe entenderse como una anticipación simbólica del reacuñamiento de los valores todos por el hijo. Con ocurrencias así se llenan muchas páginas. Mientras instruyan y diviertan podemos tolerarlas.

Pero, en fin, considérese que alguien nos dice: «Voy al mercado de esclavos a comprarme un amo». O considérese que a la entrada del mercado de esclavos está escrito: «Se venden amos». ¿No es cierto que es el colmo de los colmos? Y sin embargo, no me pareció así cuando leí esta historia por primera vez. Pasó mucho tiempo en que la tomé como viene y como si fuera tan sólo un ejemplo de conocimiento de los hombres, conocimiento de sí mismo, y cosas así. Supongo que es una experiencia común: quiero decir, que se lee esta historia y se tiene por cosa muy clara su significado. El mismo Diógenes le replica a Jeníades, que ha hecho risa de su proposición diciéndole que pone el mundo de revés, que los ríos corren hacia arriba en ese mundo: «Si estando enfermo hubieras comprado un médico, ¿no le obedecerías? ¿Le dirías que los ríos corren hacia arriba?» Uno cree oír a Sócrates, ¿verdad? Pero, ¿resistirá la analogía que hace Diógenes como tan bien resisten casi siempre las que hace Sócrates?

La verdad, no hay nada de impropio en que compremos un médico. Por lo menos, cada vez que estamos enfermos compramos los servicios de un médico y no tiene nada de rebuscado la noción según la cual el médico no es para el enfermo otra cosa que los servicios que le presta y por los que el enfermo paga. Con la organización moderna del servicio médico hasta tendría que reclamar mejor derecho una noción así. No hay que agregar que normalmente obedecemos las prescripciones, recetas y tratamientos que incluye este servicio que compramos. Así la parte que podemos llamar de referencia o padrón de la analogía, es decir, la parte que se refiera al médico, está clara. Por lo demás, no hay riesgo en suponer que en tiempos de Diógenes los médicos también se adquirían en el mercado de esclavos.

Pero, ¿qué decir de los amos? ¿No parece meridiano sentido que tratar de coger esclavo a un amo es como encender la luz para ver si está oscuro? El amo, por el acto mismo de ser hecho esclavo deja de ser amo. Tenemos que ser lógicos. La verdad, si se vendieran amos en el mercado de esclavos, los ríos correrían hacia arriba y el mundo estaría al revés. Hasta cabría decir que en un mundo así son los enfermos los que curan a los médicos, los alumnos los que instruyen a los profesores, los hijos los que crían a los padres y mil absurdos parecidos.

Así y todo, ¿no hay algún sentido en decir que Jeníades compró en efecto un amo cuando compró a Diógenes? Según Laercio, el mismo Jeníades dijo después de un tiempo por su nuevo esclavo: «El buen genio vino a mi casa».

Pero, en fin, considérese la anécdota de la venta de Diógenes. ¿Verdad que hay en ella mucho de ridículo? Este hombre vendiéndose de amo, gritando a Jeníades que necesita un amo, atropellando con analogías mutiladas, da la impresión de un niño o mejor de una persona frívola, inmadura. ¿No parece que jugara entre niños? Cierto, tenemos dicta de Diógenes en que denuncia la sociedad como un conglomerado de pequeños:

Habiéndole uno preguntado donde había hombres buenos, respondió: «Hombres, en ninguna parte. Muchachos sí, en Lacedemonia».

Hablamos de «la inversión cínica»; he aquí otra aplicación de la misma doctrina. Cuando Platón dice (se dice que dijo) que Diógenes es un Sócrates que se ha vuelto loco no hace más que certificar esta noción de inversión cínica. ¿Cómo no ha de ser (o parecer, porque hay quienes no estarán de acuerdo) un loco el hombre que propone «reacuñar la moneda», «poner fuera de circulación los valores vigentes»? A la inversión cínica otros querrán llamarla «poner el mundo sobre sus pies», porque se encuentra al revés. Cuando le preguntaron a Diógenes quién había sido Sócrates respondió: «Un loco». (Por lo menos, así traduce Ortiz y Sanz, pero se verá más adelante). O sea, Sócrates inicia la inversión y Diógenes la termina. Locos los dos. ¿Y qué decir de ese roedor, maestro de Diógenes? De acuerdo a Platón un bicho así es cosa vil y despreciable. Diógenes invierte a Platón. Que éste diga que Diógenes es un Sócrates que se volvió loco es pura tautología.

Un ratón es nada menos que el modelo de la vida sabia, según Diógenes.

Así, pues, de anécdota en anécdota vamos verificando esta noción de «inversión cínica». Cuando Alejandro, en un arresto de despliegue majestuoso dice a Diógenes: «Yo soy Alejandro, aquel gran rey» ¿Qué respuesta da el can? La subversión política completa: «Y yo Diógenes, el perro».