Capítulo XX

La noche sobre Babilonia

Habían pasado meses desde aquella odisea en la fortaleza de Media, y las heridas habían cicatrizado en la piel y en el espíritu de Mâlik. De vez en cuando se resentía ante alguna punzada, pero más física que de otra índole, pues sólo el tiempo podría sanarlo plenamente.

El ejército de Darío se había trasladado a Babilonia con el fin de sofocar otra revuelta instigada por un nuevo usurpador y el nuevo rey había logrado acabar con éxito la misión. Antes de partir hacia otros destinos con semejante objetivo, presto a instaurar el orden, había dispuesto que el general descansara en palacio hasta que estuviera recuperado, dejándolo bajo la protección de sus mejores sirvientes. Y así, poco a poco, con descanso y buenos cuidados, Mâlik se fue reponiendo a buena marcha.

En los momentos de intimidad, solía reflexionar sobre su vida y sobre cómo el destino actúa en el hombre, avocándolo a su fin más justo. En cuanto a su pasado como soldado, prefería que el tiempo borrase también sus macabros recuerdos. Darío le había propuesto que, una vez listo, formara parte de su guardia personal; mas tenía bien claro que no aceptaría semejante oferta. Las armas ya le habían ocasionado demasiado dolor, demasiada angustia y suficiente sufrimiento. Consumada la venganza con la muerte del djinn, su alma abrigaba la sensación de haber cerrado un círculo. Ya sólo pretendía apartarse de ese mundo cruel que jamás había entendido; un mundo en el que la muerte justificaba todos los aspectos de la vida. Y aunque aún era incapaz de encontrar un sentido a la suya, estaba seguro de que su lugar no se hallaba allí.

Aquella noche, Mâlik paseaba por los jardines del palacio como acostumbraba, solitario. Bajo las estrellas y la calma, un silbido proveniente de detrás de unas palmeras lo alertó. El persa se detuvo y se asomó, incauto. Mas cuál sería su sorpresa al descubrir —apoyada en una pared— la figura de la única mujer que había conseguido alterar su corazón, que tropezó y acabó cayendo a sus pies en una maniobra cómica.

Desde que perdiera el sentido entre sus brazos, en la sala de la fortaleza, no había vuelto a saber de Raal. Por eso se abrazaron ambos con efusividad y pronto iniciaron el paseo mientras que la joven le narraba lo que había sucedido tras la muerte de Gaumata: ella había regresado a Kush para entregar a Snefer el Medallón de orihalcon que contenía al genio; el objetivo final de su misión. Y ahora, alcanzada la paz, el sacerdote la había vuelto a enviar a Persia con otro objetivo.

—He venido a buscarte, Mâlik, para que regreses conmigo —le reveló.

—¿A Kush?

—Se aproximan tiempos oscuros. Por el bien de la humanidad, el templo ha de ser enterrado bajo la arena del desierto, protegiendo así el secreto de la pirámide invertida. Y Snefer te necesita a su lado. Tu destino te aguarda.

Raal levantó la vista y miró a través de los almendrados ojos del persa, en los que descubrió el resplandor de su alma renovada. Entonces, una extraña corriente de energía los atravesó, acelerando el compás de sus corazones.

A su alrededor, el tiempo se detuvo. Sus figuras se reflejaban en los enormes ojos verdes y luminosos de un curioso gato que presenciaba la escena desde un tejado. Y, ante la enorme luna llena que iluminaba la noche sobre Babilonia, este instante quedó grabado en la memoria de ambos como el momento en que sus vidas alcanzaron una nueva dimensión.

En los años venideros, el sacerdote Snefer se internó en la pirámide y desapareció para siempre acatando un último designio: proteger la construcción que, junto con las otras once, son fuentes canalizadoras de la energía del Universo. Elementos que permiten que ésta fluya entre lo que existe fuera y lo que existe en el interior de nuestro planeta. Precisamente, a Raal, al sacerdote Anen y a mí, nos trajo hasta Kush su actividad, pues ésta crea campos magnéticos que curvan el espacio a su alrededor, provocando que partes de nuestro mundo no sean visibles y se hallen en lo que, en el futuro, los científicos conocerán como materia oscura. Sólo nuestra experiencia vital en este lugar nos ha permitido conocer estos secretos, y por ello decidimos no regresar jamás.

Tras la partida de Snefer, el sacerdote Anen y yo nos encargamos de cumplir la misión que nos había encomendado: ultimar los preparativos para que el templo pudiera ser sepultado. Aún tendríamos que morar en él un tiempo, bajo el manto protector de Mâlik y de su esposa, Raal. Cuando el clima comenzó a cambiar, como se nos había aleccionado, trasladamos la aldea al noroeste, tras las montañas, y la organizamos para que las nuevas generaciones pudiesen crecer y perpetuar los conocimientos aprendidos. Gracias a los secretos de Snefer, y a sus piedras de energía extraídas de la pirámide, envejecimos mucho más despacio que el resto, lo que nos permitió cerciorarnos del éxito de nuestro cometido.

Hace ya un siglo, una terrible tormenta del desierto azotó sobre el vergel donde persistía, abandonado algunos años atrás, el templo. La arena arrasó a su paso el oasis que había sido nuestro hogar, asolando el paisaje para siempre.

Y así fue, mi desconocido lector, como quedó enterrada la pirámide invertida.