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DESIERTO de Nubia.

La sensación fue similar a la que experimentaron al cruzar el panel de cristal de acceso a aquella sala. El líquido, que efectivamente no podía ser agua puesto que no mojaba, poseía una densidad mucho mayor y los exploradores habían buceado por él con torpeza, como astronautas sin gravedad. A pesar de esto, no les resultó difícil surcarlo. En lo referente al oxígeno, curiosamente en el interior de aquella sustancia se podía respirar, como si una burbuja de aire rodease individualmente a cada uno. A varios metros de profundidad habían alcanzado otro panel, el cual habían logrado atravesar sin ningún impedimento. Y así se habían presentado en la siguiente estancia. Aunque, en realidad, no se trataba precisamente de una estancia...

Ahora se hallaban en medio de una zona selvática, rodeados por árboles robustos, donde el verdor de exóticas plantas se diluía a veces entre una espesa neblina estancada a medio metro del suelo. La luz allí resultaba predominantemente plomiza; y todos hubieran jurado que tras la niebla, más allá del perímetro que sus vistas lograban alcanzar, se hallaban las paredes de una montaña.

Ante ellos, una enorme rueda de granito de no menos de tres metros de diámetro sobre un pedestal de piedra rectangular de unos cincuenta centímetros de altura, presentaba una curiosa combinación de grabados: En la parte más cercana al borde, unos cuadrados simétricos se distribuían bordeando toda la circunferencia. Se podían contar veintidós y en el interior de cada uno podía apreciarse un símbolo, a excepción del que presidía la rueda en la parte superior central, que estaba vacío. Hacia el interior se veía representado un triángulo invertido concéntrico a una circunferencia. Y, en el centro del triángulo, un jeroglífico de siete signos.

Delpy y el profesor cruzaron sus miradas y, después, se aproximaron al monumento. Bellver sacó sus gafas y se las colocó sobre la punta de la nariz, inclinando hacia atrás la cabeza para poder estudiar los grabados. A su lado, el arqueólogo rozaba con suavidad las hendiduras hechas en el granito.

—¿Hemos llegado? —le preguntó al profesor sin apartar la vista del hallazgo.

—Eso parece...

—¿Alguien sabe qué es este artilugio? —la voz de Virginia sonó a sus espaldas, donde Elorza y Norah aguardaban expectantes.

Bellver retrocedió un paso para tener mejor perspectiva de aquella rueda.

—Estos son los veintidós arcanos de Hermes.

—¿Los qué?

El profesor giró la cabeza hacia ella.

—¿Ves esos signos grabados en el triángulo? Se trata de un jeroglífico egipcio que representa el nombre de Dyeuthy, dios egipcio de la sabiduría al que los griegos llamarían Hermes. Por eso —alzó su mano y con un dedo señaló los bloques cuadrados del perímetro de la piedra—, lo que rodea el círculo son sus veintidós arcanos mayores. Distinguidos con la numeración egipcia, naturalmente.

Virginia observó con atención, el ceño fruncido.

—No sé nada acerca de arcanos y el hermetismo me suena a magia o algo por el estilo... —confesó.

—Acertaste. Los arcanos forman las veintidós cartas del tarot. Y, si no me equivoco, están representados en cada uno de estos bloques de granito.

—¿Y por qué el bloque superior no está numerado?

—El arcano veintidós no tiene número. —Se encogió de hombros—. En tarot pertenece al loco y representa la dualidad espacio temporal; la cuántica.

Todos escuchaban atónitos ante aquella piedra las palabras del profesor cuando, súbitamente, algo los arrancó de su asombro:

Fue una fuerza común que no dejó a salvo a ninguno de ellos. Pero en el caso de Virginia, sus resultados fueron aterradores. De repente, se encontró en medio de una habitación oscura, dominada por una silla. Una silla vulgar bajo un foco de luz tan potente como para ensombrecer sus alrededores. Y sobre ella, sentado y cubierto de sangre, con la ropa destrozada, su marido gemía de dolor. Era una situación que conocía perfectamente por las películas; pero en esta ocasión resultaba demasiado real: Miguel estaba siendo torturado.

Hubiera querido correr hasta él para ayudarlo, sin embargo constató que no podía moverse. La nariz de Miguel escupía sangre a borbotones, deslizándose por mentón y cuello, mientras que unos rasguños en su rostro declaraban que había sido brutalmente golpeado. Todo era tan extraño, y a la vez tan cercano, que Virginia supo al instante que la escena estaba sucediendo realmente.

Y su mente regresó con semejante brusquedad a la zona selvática en la que se encontraban sus compañeros.

El resto del equipo había sufrido otras visiones en aquel mismo lapso. Distintas, pero tan reales como las de Virginia.

—Explícame de una vez qué es esto, Dante. ¿Es el interior del Mundo? ¿Es Agarttha? ¿Dónde diablos estamos?

Él la miró. Luego, miró a su alrededor como si acabara de despertar en aquel exótico paraje.

—No lo sé.

Para Bellver, la información adicional recibida por Fitch antes de partir hacia Nubia había servido únicamente como preparación de lo que podía llegar a contemplar una vez hubiera accedido a las profundidades de aquel desierto. Por lo demás, se sentía tan impresionado como el resto. No sabía exactamente el porqué de aquel lugar, ni quién lo había construido ni la razón por la cual podían encontrarse en medio de una zona natural entre montañas a tantos metros bajo tierra. Tampoco conocía la respuesta a qué habría más allá. No sabía nada, ciertamente. Pero todo aquello le había servido, tras descubrir pruebas irrefutables a las que sus ojos no hubieran podido dar crédito de haberlas hallado en cualquier otro sitio, para terminar conjeturando que el mundo en el que vivía era muy distinto a lo que hasta ahora creía conocer. Demasiado. Y era consciente de que a partir de ese momento todos sus conceptos, su forma de vida e incluso su forma de entender el Mundo serían radicalmente distintos.

Virginia, confusa, empezó a sentirse embargada por la angustia.

—¿No lo sabes? Pues lo siento por ti, pero se acabó la excursión, Dante. Mi marido está en peligro.

—Fitch no le hará nada. Sólo quiere asegurarse de que le entregaremos su piedra. Llevádsela y le dejará libre.

—No —se negó Virginia—. Olvida esa maldita piedra. No voy a permitir que...

Pero Bellver la interrumpió levantando la mano.

—No seas terca. Si no se la entregáis, os matará. Todos acabamos de tener una visión. Así que ahora debéis regresar... —Se giró hacia la rueda—. Y yo he de continuar solo.

Virginia lo miró con descrédito.

—Estás loco... Continuar, ¿a dónde?

—No tienes que hacerlo, Dante. —Delpy trató de persuadirlo—. ¿No crees que ya hemos perdido suficientes seres queridos?...

Éste los miró a todos con cierta melancolía. Sus ojos brillaban ahora que le había sido revelado que sólo él podría adentrarse en aquella niebla.

—Es mi destino. Quizá el sentido de mi existencia se reduzca a este paso, quién sabe. Lo que sí puedo aseguraros es que, si no lo intentase, jamás me lo perdonaría. Yo metí en esto a Sarah. Era mi responsabilidad y no supe protegerla... En fin, ya conocéis el camino de vuelta. Coged la Piedra de Ilbet y largaos lo más rápido que podáis. Entregádsela a ese viejo y recuperad a Miguel. Si lo hacéis así, ninguno correréis peligro. Y, después, os recomiendo que olvidéis todo esto.

Virginia hizo el intento de avanzar hacia él, pero Norah y Delpy la detuvieron sujetándola por los hombros. Tenían que dejarlo marchar. En efecto, cada uno de ellos había visto cuál era su futuro inmediato, y el profesor no estaba en él.

Y ante la impotencia de no poder rebelarse contra el sino, todos contemplaron a Dante Bellver sorteando pausadamente la rueda de granito y adentrándose en la espesa niebla, por donde finalmente desapareció.