Capítulo XVII
Caída y muerte del monarca
La noche sirvió de puerta de entrada a todos los fantasmas del rey. Como testigo de una serie de visiones, algo muy distinto a un sueño o una pesadilla, Cambises había presenciado el dolor de su pueblo. Desde sus más recónditos recuerdos habían aflorado sus víctimas, que no eran pocas. Sin embargo, no lo hicieron con rostros de soldados desconocidos caídos bajo la espada en plena fase de conquista. No. Sus víctimas eran otras, y aquella noche estaban allí para acompañarlo en su último viaje.
El primero en aparecer fue el rey Ciro, su padre. Llegó al campamento montado en su caballo, armado como solía, y desmontó ante él mientras el resto del ejército dormía ajeno a lo que estaba aconteciendo. Cambises se puso en pie, ante la poderosa presencia del conquistador, y una risa enajenada brotó por sus labios. No es posible —se dijo en su insensatez—. Mi padre murió hace años. Pero Ciro se aproximó a él, rodeándolo en silencio. Luego posó su mano en el hombro de su hijo, y éste se trasladó al día de la muerte de su antecesor: Durante aquel día, Ciro había dirigido a su ejército más allá del río Araxes, con el fin de invadir el país que se extendía en aquella región, al norte de sus fronteras. La lucha había resultado cruenta, mas esta vez también lo había sido para su propia suerte. En plena batalla, Ciro había caído herido por un corte de espada en un costado. Sus soldados lo retiraron, alejándolo del peligro y con la intención de recuperarlo pronto. Sin embargo, aquella misma noche, mientras descansaba al amparo de las medicinas, la sombra de un traidor se deslizó entre la guardia sin ser advertida; a sangre fría, hundió una larga daga en el vientre de Ciro, lo que le provocó una dolorosa y agónica muerte.
Al día siguiente, todos concluyeron que las propias heridas del enemigo habían dado fin con su vida, sin embargo sólo dos personas fueron conocedoras de la verdad.
Cambises regresó de aquel viaje psíquico que el espectro de su padre le había evocado, y contempló en la distancia la llegada de un segundo caballo. Al desmontar su jinete, reconoció en él a Esmerdis, su hermano; joven y apuesto. Parecía tan vivo que Cambises dudó que alguna vez hubiera muerto. Pero no se encontraba ahora en disposición de juzgar su cordura, y lo recibió con tal miedo que recordó perfectamente cuál había sido la desgracia de aquel: Todo se había urdido una noche, antes de su partida hacia Egipto, en la sala secreta del palacio de Babilonia. Cambises había hablado con su mano derecha, su protector y asesor el mago Gaumata. Ambos, a espaldas del resto, determinaron la muerte de Esmerdis para evitar que éste, en su ausencia, pretendiese una sublevación. Y, de la misma manera que el perverso mago llevara a cabo el asesinato de Ciro, dos noches después de aquella reunión se había colado en las estancias del príncipe Esmerdis al que, mientras dormía, seccionó el cuello de oreja a oreja. El rey se hallaba ya lejos de Persia cuando fue informado de que su hermano ya no supondría un peligro para el trono.
Ahora sus dos víctimas se hallaban a su vera, sedientas de venganza. Y Cambises se preguntó si aquel hechicero habría sido fiel a su palabra y habría acabado en su momento con la vida de ambos. Porque para ello, en su día, le había permitido regresar a Persia desde el exilio al que Ciro lo condenara en tiempos.
Por supuesto —se dijo riendo nuevamente—. Gaumata era un hombre sin emociones, tan ansioso de poder como él mismo. Despiadado, sin corazón; el único capaz de continuar a su lado observando la barbarie que él creaba cada día, dentro y fuera de su Imperio. El mago era quien había hecho posible su ascenso al trono y el que le había librado de todos sus enemigos más cercanos, aquellos que pretendían que jamás gobernara. Y lo había llevado a cabo en silencio, desde la distancia, pero con sus propias manos. ¡Oh, sí! Gaumata. El siniestro Gaumata. Sin embargo tan temeroso del poder real que sería incapaz de actuar contra su rey.
Escrutó en los ojos de ambos fantasmas, con semblante despreocupado, y soltó otra sonora carcajada.
Fuera de su particular mundo, Darío y otros se desvelaron ante aquella risotada para descubrir a Cambises en pie, divertido, girando sobre sí mismo como si lo estuvieran rodeando varios hombres. Y le escucharon espetar:
—Estáis muertos. Sí, yo mismo ordené vuestra muerte.
Los soldados se pusieron en pie con cautela. El rey parecía estar viviendo una pesadilla, sus ojos abiertos aunque incapaces de ver la realidad.
No. Los ojos de Cambises veían solamente a Ciro y Esmerdis dando vueltas alrededor suyo, amenazantes; dispuestos a darle muerte ajusticiando así su traición. Pero el rey reía, borracho de soberbia y, aunque desarmado, conocedor de un secreto que lo hacía invencible: la protección mágica de Gaumata.
—¿Mi señor? —habló Darío al monarca tratando de despertarlo—. ¿Te encuentras bien?
Pero éste no le contestó. Se volvió hacia el lado contrario y, encarando al espectro, gritó:
—¿Qué pretendes, padre, con esa espada? ¿Acaso no sabes que soy más poderoso de lo que tú fuiste?
Esmerdis se detuvo. Y, frente a él, Ciro el Grande, acero en mano. Sus miradas carecían de clemencia. Cambises rió de nuevo desmedidamente, torciendo la cabeza hacia atrás en un gesto forzado, propio de un loco. Entonces Ciro extendió su brazo inclemente, clavando la espada en el costado de su primogénito, y éste cesó bruscamente de reír.
La sorpresa amortiguó el dolor en un principio. Bajó sus ojos hacia la herida, de donde brotaba la sangre en abundancia sobre la hoja de acero aún ensartada, conteniendo la respiración. Cuando Ciro la separó de su carne, Cambises emitió un quejido de dolor, echándose mano al corte.
Darío y el resto del ejército asistieron a aquellos momentos finales sumidos en la perplejidad. Lo que ellos vieron fue al rey tambalearse presionando una herida que no le había causado nadie y se lanzaron en su auxilio a toda prisa. Mientras unos buscaban en la distancia, temerosos de que algún enemigo oculto hubiera disparado una flecha contra Cambises, otros lo tendían en el suelo y trataban de contener la hemorragia. El rey mantenía la mirada fija en el vacío más incierto, respirando agitada y entrecortadamente. Darío presionó sobre el tajo, con descrédito, vigilando en todas direcciones con la seguridad de que alguien al que no habían alcanzado a ver acababa de herir al rey. Pero de todos los que allí estaban, incluso de los que se incorporaron tras armarse aquel vocifero de alarma, nadie descubrió ninguna presencia enemiga. Al cabo, el moribundo fijó la vista en un punto concreto, aquejado por unos repentinos escalofríos, y susurró con debilidad:
—Padre... —Su fuerza cesaba a medida que luchaba por vocalizar—. Lo... siento...
Su cabeza se ladeó y un hilo de sangre brotó por la comisura de sus labios. El fin había llegado.