Capítulo VI
La recepción de Gaumata
Los magos habían regresado a palacio y Gaumata los recibió con una ostentosa fiesta, conmemorando, además, que Mâlik partía hacia Kush al día siguiente. El alcohol corría en grandes jarras cuidadosamente pintadas y las copas se llenaban para todos los presentes, donde abundaba además la comida, la mandrágora y las bellas mujeres. Los hombres de Mâlik, reacios al principio a emprender un nuevo viaje, habían montado en cólera; pero ahora disfrutaban de aquellos excesos embriagados no sólo por éstos sino también por la promesa de nadar en riqueza a su regreso.
Gaumata se había ausentado durante un tiempo a una sala contigua, acompañado por el resto de magos, y allí había sido puesto sobre aviso del clamor de los ciudadanos del Imperio. Y, nuevamente, habían propuesto la necesidad de ultimar un plan que los coronase como gobernantes de Persia. Cambises guerreaba lejos por el día y se emborrachaba durante la noche y pronto, aseguraba el grupo, su debilidad lo aniquilaría. Pero en esta ocasión, Gaumata se mostraba más convencido y su optimismo cuajó entre los presentes. Sin necesidad de compartir con ellos la información que tenía, ni tampoco sus recientes planes, los había calmado asegurando que la partida de sus soldados tenía como fin último derrocar al monarca.
Cuando los soldados se hubieron retirado, los magos regresaron a la fiesta. Y mientras disfrutaban de vino y de mujeres, Gaumata pidió que llevaran a Raal ante su presencia. Salieron ambos a una de las terrazas, elevados sobre los jardines, y la egipcia se deslumbró ante la hermosura de una luna llena tan grande que parecía estar al alcance de su mano. El mago contempló el paisaje, henchido y optimista. Todo parecía cobrar sentido en su mente para coronarse futuro rey de Persia.
—Mi querida Raal —pronunció con media sonrisa en los labios—, pareces haber llegado para iluminarme como la luna lo hace ahora con esta hermosa ciudad. Mira allí, abajo —señaló con un gesto altivo de su cabeza—. Tantas veces he soñado con asomarme a estas vistas siendo gobernante de los que ahora duermen a la sombra de este palacio... Y, sin embargo, siempre he sabido que sería yo el que, con suerte, quedaría a la sombra del verdadero rey.
Raal miraba hacia la lejanía, donde el cielo y sus estrellas se confundían con Babilonia.
—¡Tanto trabajo me ha costado llegar a donde estoy!... Ganar la confianza del rey para servirle. ¡Qué absurdo esfuerzo! Pero nuestro Dios quiere que ahora todo se conjugue para que haya un cambio y el sirviente sea amo. Y, con su iluminación, lograré cumplir mi sueño y los que ahora me hayáis ayudado gozaréis de cuanto deseéis —prometió girando la cabeza hacia ella.
—¿Ayudarte? ¿A ocupar el trono? —quiso cerciorarse la joven—. Te recuerdo que soy tu prisionera. No voy a ayudarte a nada.
—No tendrías por qué serlo. Podrías convertirte en mi mano derecha. Sin duda, tu valía es envidiable.
—¿Y para qué me necesitas? ¿No tienes suficientes guerreros?
—Pero sólo tú posees el conocimiento para utilizar el Medallón de orihalcon.
—¡Nunca! —se rebeló ella—. Antes prefiero morir.
Gaumata amplió su sonrisa:
—¡Oh, mi princesa! Podría esperar a que Mâlik trajera al sacerdote Snefer, pero el tiempo corre en mi contra. Para cuando eso ocurra, yo tendré que haber derrocado al rey de Persia y haberme apropiado de su trono.
—El Medallón acabará contigo, Gaumata. Se alimentará con tu alma y atrapará para siempre tu energía. Será otro quien aproveche tu sacrificio...
—Eso no sucederá. Cuando el sacerdote se postre ante mí, lo hará con la Piedra de Ilbet, querida. Sin duda, tú sabes lo que eso significa.
Raal guardó silencio un instante bajo la mirada inquisitiva del mago.
—Te odio... —escupió en un susurro.
Gaumata sonrió exhibiendo un brillo de codicia.
—Veo que lo sabes.
—¿Y si decido no acceder a tus deseos?
—Entonces serás responsable de la destrucción de tu pueblo. Y cuando consiga mi propósito, te haré testigo de mi venganza. Se acabaron los tiempos de prisioneros. Quien no esté a mi lado, estará con mis enemigos.