1. Un robo imperfecto

19 de julio de 2010.

Informe adjunto a la reproducción del volumen con número de expediente 001618/74, de 23 de diciembre de 1974, propiedad del Archivo Arqueológico de la Fundación Melvin Fitch, Nueva York

Título de catalogación: Libro de Qustul

Título del texto: La leyenda de Mâlik, el persa

Número de Capítulos: 20

Autor: Atribuible al sacerdote Ebner, según el contenido del texto

Fecha: Siglo V a.c., aprox.

Procedencia: Nubia

Idioma original: Inglés

Encuadernación: Piel

Comentario:

Las páginas incluidas en este volumen constituyen una reproducción exacta del libro hallado por el profesor Baptiste Venard en el año 1912, durante unas excavaciones en una aldea próxima a la localidad de Qustul. La encuadernación original está realizada en piel, destacando un grabado en la tapa posterior —parte baja cerca de la ranura— donde puede leerse: notiGam. (No se han hallado referencias acerca de dicha designación).

Esta narración fue datada en posteriores estudios alrededor del siglo V antes de nuestra era. La veracidad de los hechos reflejados en sus hojas aún está siendo investigada, si bien la tinta utilizada, así como la datación del libro en sí, han superado favorablemente los exámenes de originalidad obteniendo la calificación positiva de autenticidad de documentos.

La hoja estaba enmarcada en un cristal colgado de la pared. En él se reflejaba el rostro hipnotizado de una visitante que leía la información con interés, mientras la voz grave y modulada del señor Graham, encargado del Archivo de la Fundación, envolvía la sala:

—El Libro de Qustul es, sin duda, una de nuestras propiedades más valiosas y enigmáticas.

La mujer, sin apartar la mirada de la nota, advirtió:

—Pero se trata de una copia...

El empleado la observó en silencio. Era una mujer atractiva, de apenas cuarenta años. Lucía un embarazo avanzado bajo un vestido suelto de premamá y tomaba constantemente notas en una libreta. Pero lo que verdaderamente le llamaba la atención cada vez que la miraba era el mechón blanco que surcaba su larga melena oscura.

—En efecto —contestó—. Aunque sería más correcto hablar de reproducción.

—¿Y qué hay del original?

—Lamentablemente, se perdió. —Forzó un gesto de fastidio—. En un incendio. Gracias a la mente previsora del señor Nathan Fitch, antiguo presidente de la Fundación, esta reproducción deja constancia de su existencia. Incluso la encuadernación es una réplica casi idéntica a la original.

Señaló el libro. Se hallaba encerrado en una vitrina transparente sostenida sobre un pedestal de madera oscura, iluminado con halógenos. Estaba abierto mostrando dos páginas al azar. Sophie Balmy, como rezaba su tarjeta de visita, centró la atención en él. A su lado, su compañero, un hombre de edad pareja a la suya en cuya tarjeta figuraba el nombre de Pierre Cornet, comentó al encargado con marcado acento francés:

—Como les explicamos al solicitar esta visita, estamos documentando una tesis sobre objetos fuera de su tiempo... Quizá este sea el más desconocido de todos los que se han hecho públicos a lo largo de la Historia, por eso nos interesa. En particular, la leyenda que lo rodea...

El hombre asintió en silencio con la vehemencia de alguien que sabe de lo que habla.

—Verán —adoptó una posición docente, reforzando sus explicaciones con un lenguaje no verbal de las manos—, que en el siglo quinto antes de nuestra Era encuadernaran libros en piel, es difícil de creer. Pero aún cuesta más dar una explicación coherente al hecho de que el propio texto estuviera escrito en inglés. En un inglés moderno. Eso ha convertido al libro en un Oopart [Out of Place Artifact. N. Del A.]; es decir, en un objeto fuera de lugar, o de tiempo, si lo prefieren. Como la batería de Bagdad, el planeador de Saqqara, las calaveras de cristal o el mapa de Piri Reis. Es cierto que no se le ha dado demasiada publicidad, quizá porque su propietario, el señor Nathan Fitch, siempre fue muy celoso de esta reliquia.

—¿Cómo lo consiguió? —se interesó Sophie, dispuesta a seguir anotando.

—La existencia del libro llegó a su conocimiento en los años setenta, gracias a un arqueólogo que en aquellos momentos lo tenía en propiedad. Buscaba financiación para una expedición al desierto, con la pretensión de desenterrar la presunta verdad que escondían sus páginas, y el señor Fitch aceptó poner el dinero a cambio de acompañarlos. Lamentablemente, la expedición se convirtió en un desastre que acabó con la vida de aquel arqueólogo y de todo su equipo. El señor Fitch no sólo tuvo la suerte de salvarse milagrosamente, sino también de rescatar el libro. Y regresó con él.

Le dio un matiz victorioso al final de la frase. Era un tipo de corta estatura, flemático, de avanzada edad. La clase de asalariado que ha pasado toda la vida al servicio de la empresa y que ha logrado un puesto de responsabilidad por acumulación de conocimiento y, sobre todo, fidelidad. Vestía un traje inmaculado, oscuro, nada apropiado para aquel caluroso día de verano y que, además, le quedaba grande.

Sophie Balmy desvió la mirada nuevamente hacia la vitrina.

—Una historia muy interesante —valoró Cornet acariciando distraídamente su poblada barba oscura salpicada de canas—. Cuéntenos, ¿qué sucedió en esa expedición?

El empleado se encogió de hombros.

—Nunca lo supimos. El señor Fitch no habló jamás de aquel episodio.

—¡Lástima! Quedaría tan bien en nuestro trabajo... ¿No te parece? —consultó a su compañera.

—Desde luego —convino ella, con indiferencia, la vista perdida en los párrafos de una de aquellas páginas—. Señor Graham, ¿sería posible que le echáramos un vistazo?

—Lo lamento, señorita. No está permitido prestar a los investigadores la reproducción. Entiendan que es el único ejemplar que queda, y debemos conservarlo en perfecto estado.

—Sería sólo unos minutos —insistió Cornet—. Siempre con usted presente, por supuesto.

El empleado se ajustó las gafas de pasta con un dedo, visiblemente incómodo.

—No lo tomen como algo personal. Tenemos expresamente prohibido sacar de su vitrina este ejemplar. Pero si lo desean, en la segunda planta disponemos de una modesta biblioteca. Parte del libro está microfilmado. Allí pueden consultar cuanto deseen.

La pareja compuso un gesto de desaliento.

—Ya, pero... no sería lo mismo. Entiéndanos. Tocarlo... Sólo sería un momento... —suplicó Sophie simulando una mueca infantil con la que pretendió encandilar al guía.

—Lo siento —se reafirmó él, media sonrisa dibujada en la boca.

Pierre Cornet sujetó la cámara de fotos que colgaba de su cuello y jugó con el objetivo parsimoniosamente.

—¿Podemos fotografiarlo, por lo menos?

—Desde luego.

Graham se retiró de la vitrina acercándose a la que, contigua, compartía la pared con ella, donde estaba expuesta la fotografía de un curioso objeto. En su hoja informativa figuraba el nombre "Medallón de orihalcon". El documentalista retrocedió tres pasos y miró a través de la cámara, ajustando después la luz y la distancia antes de apretar el disparador varias veces.

Cuando abandonaron la sala de exposiciones, situada en el primer sótano del edificio, el señor Graham les ofreció nuevamente subir a la biblioteca. Sophie alegó que necesitaba ir al baño primero. El encargado le indicó el camino y, mientras ella se adentraba hacia el fondo del pasillo enmoquetado, Cornet avanzó hacia los ascensores llamando la atención del guía con otra pregunta, esta vez no sobre el libro sino sobre las adquisiciones de la Fundación. Graham lo acompañó, solícito como de costumbre, mientras respondía a un tema que sin duda le apasionaba. No sin razón, pues era él el encargado de las propuestas sobre el fondo del Archivo arqueológico.

El plan, previsto de antemano, seguía su cauce. Sophie, oculta tras la puerta entornada del servicio, observaba a ambos hombres dialogando de espaldas a ella.

Era el momento de ejecutar su parte.

Salió del cuarto de baño, atravesó el pasillo con sigilo hasta la sala de exposiciones y se volvió a colar dentro. Cuando Cornet la descubrió por el rabillo del ojo, puso más énfasis en sus palabras para no dejar caer la atención de Graham.

La sala, que tendría un tamaño de unos doscientos metros cuadrados, diáfana y de techo bajo, tenía dispuestas vitrinas a lo largo de sus paredes y formaba, con otro conjunto de ellas, una fila en el centro que la dividía en dos pasillos. Todos los objetos expuestos tenían gran valor arqueológico, como detallaban los informes. Pero ninguno alcanzaba el del Libro de Qustul. Nuevamente, Sophie se encontró frente a él; aunque esta vez, a solas.

Echó un último vistazo a su alrededor. Le temblaban las piernas y sus manos sudaban de nervios ante el delito que estaba a punto de perpetrar.

Levantó la tapa de cristal con precaución, introdujo el brazo y asió el tesoro. Hasta el momento, todo iba como la seda. Volvió a bajar la tapadera, miró hacia la puerta para constatar que nadie la hubiera visto y, en un movimiento rápido, lo escondió bajo el vestido.

Cornet y Graham seguían charlando sobre la desaparición del "Medallón de orihalcon" cuando se unió a ellos. Ambos se volvieron y el empleado le regaló una sonrisa.

—¿Subimos, entonces? Les mostraré la biblioteca.

El ascensor no tardó en llegar pues, de hecho, ya estaba en camino cuando el guía se dispuso a pulsar el botón. Las puertas se abrieron y otro hombre, joven, vestido con ropa casual, salió de su interior y los saludó cortésmente.

—Por cierto, Peter —se dirigió a él Graham—. He olvidado apagar las luces de la sala. ¿Te importaría hacerlo tú?

—Descuida —contestó el otro regalando una sonrisa amable a los visitantes antes de dar la vuelta y encaminarse hacia allí.

Entraron en la cabina. El empleado pulsó el botón de la planta baja y las puertas se cerraron. Sophie sintió un cosquilleo en el estómago; una reacción de pánico que pronto se convertiría en un sudor frío en la espalda. Su mirada se cruzó con la de su compañero, que no estaba mucho más tranquilo, implorando ayuda. Tenían que largarse del edificio cuanto antes. Ajeno a todo, el encargado del archivo continuaba la charla que había dejado pendiente:

—Como le comentaba a su compañero —se dirigió a ella—, la vitrina contigua a la del Libro exhibía un medallón que el propio Nathan Fitch tomó de aquel templo. Tan curioso como mítico. Era una circunferencia fabricada con un metal conocido como oricalco que, según la leyenda, era el segundo más preciado por los atlantes y que, al parecer, se sacaba de las montañas. Los expertos que lo analizaron aseguraron que se trataba de una aleación de plomo, cobre y zinc. En el centro exhibía una joya de ámbar unida a la circunferencia con hilos muy finos del mismo metal. Nunca estuvo expuesta, dado su valor mítico. Para quien crea en la leyenda, el medallón tenía poderes...

Un pitido anunció que habían llegado, antes de que las puertas les dejaran vía libre. El encargado, con un gesto de cortesía, les cedió el paso.

—Disculpen por esta parada. Olvidé coger la llave de la biblioteca.

Salieron al vestíbulo y se dirigieron hacia la entrada, donde una recepcionista uniformada trabajaba tras un mostrador. Graham se detuvo frente a ella y le pidió la llave. Mientras la joven buscaba en uno de los cajones de su escritorio, él se volvió nuevamente hacia los visitantes:

—El medallón desapareció junto al Libro de Qustul en el incendio de la residencia que el señor Fitch poseía en Nueva Orleáns. Un desgraciado accidente que, para los mitómanos, podría considerarse obra de la maldición del templo.

—¿Treinta años después de su expedición a aquel lugar? —cuestionó Sophie.

El hombre esbozó una sonrisa altiva.

—En el momento de la desgracia, el señor Fitch estaba inmerso en una operación arqueológica con la que pretendía recuperar otro gran tesoro que, según el Libro, sigue oculto bajo ese templo: la llamada "Piedra de Ilbet". Un equipo había desenterrado nuevamente la construcción y...

Abruptamente, se interrumpió ante una voz lejana que le reclamaba a gritos. Graham manifestó cierta incomodidad.

—Discúlpenme. No entiendo qué puede ser tan urgente... —se excusó apartándose de ellos y dirigiéndose hacia el interior.

Cornet carraspeó, nervioso, consultando por el rabillo del ojo a Sophie.

Mientras, el alboroto aumentaba en las escaleras del fondo llamando la atención del guardia de seguridad, que se había levantado de su mesa situada frente a la recepción.

—¡Deténganlos! —se desgañitaba aquella voz.

Graham y el vigilante cruzaron sus miradas, atónitos. Por las escaleras, el joven empleado llamado Peter alcanzaba el vestíbulo con el gesto descompuesto.

—¡Deténganlos! —repetía, sofocado, señalando con el brazo extendido hacia la salida.

Pero cuando los dos hombres se volvieron hacia la puerta giratoria ya era demasiado tarde: ésta aún daba vueltas por inercia, como testimonio de que la pareja acababa de abandonar el edificio.

A pocos pasos de la entrada a la Fundación, un taxi acababa de dejar a un pasajero y se disponía a reanudar la marcha. Sophie le cortó el paso para evitar que arrancase, aunque la temeridad por poco le costó ser atropellada. Cornet abrió la puerta trasera y se coló dentro, impaciente. La mujer corrió para entrar por el otro lado, como si su tripa de embarazada no supusiera un impedimento.

El vehículo se puso en movimiento al tiempo que los tres hombres del Archivo se precipitaban a la calle, gritando. El empleado joven y el guardia echaron a correr tras él a lo largo de la calle 82. Pero poco a poco el taxi fue tomando velocidad y ambos se fueron quedando atrás, hasta que, al fin, el coche giró por la Avenida Lexington y lo perdieron definitivamente.