Capítulo XI

El viaje de Mâlik:

A través del Mar Rojo

Ante los ojos de los asombrados ocupantes de la embarcación, la luna iluminaba una cortina anaranjada que se elevaba desde el mar hasta el cielo, a pocas millas de distancia.

Los remeros se detuvieron inmediatamente, girándose para contemplar aquel fenómeno. Pero el barco seguía en movimiento, con rumbo fijo; continuaba avanzando hacia ella a gran velocidad, como impulsado por una fuerza invisible.

—¡Girad la nave! —ordenó una voz desde popa.

—¿Puede saberse qué es eso? —preguntó uno de los soldados atendiendo a las burbujas que los rodeaban.

Su tono sobresaltó a los demás.

Las burbujas emergían con más fuerza y en mayor número. El general llamó la atención de todos sobre ellas y, por la borda contraria, otro hombre constató que algo extraño los rodeaba desde las profundidades.

Al mismo tiempo, los remeros luchaban por virar, pero parecía insuficiente el esfuerzo para lograrlo. Un vocifero angustioso emanaba de aquella parte del barco, rompiendo la aparente calma que hasta el momento los había acompañado.

Las burbujas explotaban en torno a ellos, produciendo un blop- blop amplificado y continuo; cada vez más intenso. Los soldados corrían de un lado a otro, certificando que por todo el perímetro se repetía aquel fenómeno.

Y así fue hasta que, finalmente, la catástrofe se desató con toda su furia:

Una columna de agua ascendió propulsada desde el fondo del mar, por estribor, y se alzó diez o quince metros antes de derramarse sobre la tripulación. La embarcación se zarandeó y la cubierta quedó inundada. Uno de los soldados perdió el equilibrio y rodó por el suelo, mientras que varios remeros cayeron al agua, siendo engullidos posteriormente por las burbujas.

A aquella columna la acompañaron tres o cuatro más, cada una proveniente de un lugar distinto, con semejantes consecuencias que la primera. El barco sufrió las peores secuelas, anegándose hasta quedar al límite del hundimiento. Los viajeros no se bastaban para achicar con la premura necesaria y cada propulsión de chorro daba con unos cuantos por la borda. Sin embargo, la misma fuerza invisible que los arrastraba hacia la cortina de luz naranja parecía sostenerlos sobre la superficie.

Mâlik y sus hombres (menos de diez quedaban en aquel momento desde la partida) se vieron impotentes para enfrentarse al antojo de la Naturaleza, o de la magia, o de lo que fuera que estuviera provocando semejante catástrofe. Y entonces, ante sus incrédulos ojos, sucedió lo más increíble y devastador que jamás hubieran visto: próximo a aquel fenómeno de luz, el mar se elevó como si de una enorme montaña se tratase, alcanzando los treinta metros y ocultando con la espesura de sus aguas el astro lunar. La embarcación ascendió por su falda en un principio, mientras ésta se mantuvo navegable, pero pronto llegó a adquirir tal verticalidad que la nave no pudo remontarla. Algunos soldados se precipitaron al vacío, perdiendo la vida por los golpes sufridos antes de llegar al agua. Ningún remero sobrevivió a tal posición.

El barco se detuvo, inclinado y vertical sobre la pronunciada pendiente marina, manteniendo un equilibrio endeble que súbitamente perdería. Mâlik aguantaba amarrado a un cabo que lo balanceaba hacia los lados como un péndulo. El agua lo azotaba desde todas direcciones, con tal brusquedad que a veces sentía ahogarse. En la agonía, pudo presentir cómo sus últimos compañeros perecían faltos de fuerza y se dejaban llevar cayendo insondablemente a un abismo oscuro en cuyo fondo se hallaban las aguas turbulentas.

La nao resbaló por la falda, al tiempo que la cresta formaba una nube de espuma y comenzaba a retorcerse para iniciar su descenso. Por fortuna, la cuerda balanceó a Mâlik con un movimiento ampliamente circular, cruzando de babor a estribor y, una vez fuera de la borda, le lanzó contra la ola.

La montaña se enrollaba con furia sobre sí misma, engullendo de paso la embarcación que, comparadas ambas dimensiones, parecía un insignificante objeto. Sin embargo, Mâlik no pudo contemplar nada de eso. La fuerza con la que había sido propulsado lo hizo entrar como una flecha en la pared de agua y atravesarla, saliendo instantes después por la cara cóncava de la misma, donde el mar se movía en calma. Sólo tuvo la sensación de descender velozmente, como si la superficie cayese uniformemente varios metros, y escuchó el gigantesco estruendo que produjo la montaña al romper algunas millas más allá, a sus espaldas.

El general tosió, vaciando de sus pulmones el agua ingerida. Le faltaba el aire y todo su ser se resentía por los golpes y la tensión acumulados. Ante él, la luna dejaba a la vista nuevamente una balsa plácida arropada por estrellas.

Del resto del naufragio no halló nada; al menos, de haber supervivientes tendrían que encontrarse muy lejos. Se mantuvo flotando un rato, girando a veces sobre sí mismo en busca de algún resto del barco donde poder agarrarse. Aún le sobraba adrenalina, pero después llegaría el agotamiento; y ese sería su fin.

Al cabo, decidió bracear hacia la cortina de luz lentamente, con movimientos amplios; la cabeza alzada sobre la superficie como un periscopio.

Un tiempo después, al cabo de aquel extraño fenómeno que se elevaba inmenso ante él, algo bajo el agua le hizo detenerse de nuevo.

Blop —escuchó a sus espaldas.

Se giró apresuradamente. Una burbuja había emergido. A continuación, dos más a su lado: Blop, blop.

—¡Nooooooooo!

Y su grito ensartó el silencio.