32

EN el interior de la mansión, los rayos del sol, cada vez más debilitados, se filtraban a través de los ventanales tiñendo con tonos castaños el interior del amplio recibidor circular. Varios matones aguardaban con sus armas dispuestas, parapetados tras el acceso principal. Cuando la doble puerta se abrió de golpe, aquellos mercenarios apretaron los gatillos sin contemplaciones y una incesante lluvia de balas cruzó la vasta sala en dirección al bosque. Algunas, las más avanzadas, llegaban a hacer saltar la tierra e incluso penetraban en los cuerpos sin vida amontonados en el porche.

Cuando los disparos cesaron, cinco armas, entre ellas un fusil, se asomaron por las jambas del portón y escupieron su fuego. Un centenar de impactos destrozaron paredes, suelo, escaleras, barandillas y figuras decorativas expuestas en aquel vestíbulo. Algunos proyectiles, con suerte, alcanzaron a varios miembros de seguridad, a los que se les escuchó gritar de dolor.

* * * *

Nathan Fitch se hallaba sentado tras el escritorio macizo que dominaba su despacho; un lugar amplio y en penumbra con una gran cristalera a sus espaldas por la que se accedía a la terraza de la sección posterior, desde la que se avistaba parte de un magnífico pantano. Allí le habían sorprendido los primeros disparos. Sabía que los hombres de Dante Bellver habían llegado, cosa que esperaba desde hacía tiempo. Pero no venían a entregarle la Piedra de Ilbet, sino a arrebatarle el trono, como una reiteración absurda de la historia; con armas más potentes y con mucho menos personal. La estupidez del ser humano lo conducía irrevocablemente a la muerte, y nada de eso era de su incumbencia, excepto el hecho de que su anhelo no se vería satisfecho. La Piedra continuaba bajo el desierto nubio. Lo que vendría después sería tedioso, como había ocurrido en los últimos treinta años. De nuevo necesitaría tiempo, hacerse con otros cuerpos pues aquel que lo albergaba se consumía ya, encontrar otros estúpidos e intrépidos buscadores de tesoros y embaucarlos. Sin aquel objeto, jamás lograría el poder necesario para dominar este sector del Universo. No sería más que un prisionero en un mundo que aborrecía.

Sus ojos brillaban de manera demoníaca, con cierto esplendor rojizo, como si su espíritu se estuviese avivando en el interior de aquel cuerpo mortal. El eco de las balas le hacía llegar el claro mensaje de que sus guardaespaldas, aquella guardia a través de la cual había logrado eliminar cada problema que se le había ido interponiendo en el camino, estaban cayendo. Pero en esta ocasión no pensaba perder la batalla.

Se puso en pie lentamente y cruzó las manos a la espalda, tras la chaqueta de su traje claro. Bruscamente, la mesa de madera maciza se desplazó hacia un lateral como si tuviese el peso de una pluma, estrellándose contra la pared. La silla en la que había estado sentado siguió su mismo recorrido, y al impactar quedó destrozada en un sinfín de trozos astillados. Fitch cerró los párpados. A sus espaldas, las puertas de cristal se abrieron impetuosamente haciéndose mil añicos.

* * * *

El señor Beck tiró el fusil al suelo y empuñó la pistola que hasta ahora había permanecido en la funda, sobre su costado. El grupo se hallaba a cubierto, repartido tras unas columnas levantadas en el sector izquierdo del vestíbulo y bajo el tramo curvo de las escaleras que ascendían al piso superior. Desde allí habían abatido a seis o siete hombres, cuyos cuerpos yacían en el suelo y sobre los escalones. Elorza les había asegurado que bajo el edificio había otra planta, y que en ella se encontraba el marido de Virginia. La mala noticia era que el acceso a dicha planta se hallaba por la fachada opuesta, y llegar hasta allí significaba tener que cruzar un amplio pasillo que se proyectaba hacia el interior de la mansión, donde sospechaban que se encontrarían más sorpresas.

Norah miró a su padre, y éste tomó una decisión: ella y Delpy se quedarían allí, cubriendo al resto mientras cruzaban aquel corredor. Después, ambos regresarían a por la furgoneta y la acercarían hasta la puerta para recogerlos.

* * * *

En la planta subterránea también se habían escuchado los disparos. Miguel Corbal entreabrió los ojos, aunque la oscuridad fuera absoluta. Sentía los párpados hinchados por los golpes y todo el rostro le punzaba. Era como experimentar descargas eléctricas constantemente cada vez que movía un músculo. Notaba sus labios magullados y encostrados, y la nariz, rota. Respiraba con dificultad debido a la opresión que acusaba en su pecho, lo que le hacía presentir que varias costillas estaban fracturadas.

Continuaba sentado en aquella silla de tortura, con las manos anudadas al respaldo y los pies a las patas delanteras, y los calambres de sus glúteos ascendían hacia la zona lumbar recorriendo sus piernas permanentemente. Los pies, descalzos, podían ser un reguero de hormigas, pues ni siquiera recordaba cuándo había dejado de sentirlos. Lo que no entendía era por qué seguía vivo.

Pero aquellas detonaciones, si no habían sido parte de un delirio provocado por el dolor y el agotamiento, lo habían colmado de esperanza. En medio de la penumbra de la sala vacía y húmeda, el periodista permaneció atento.

* * * *

El señor Beck avanzó por el pasillo con el arma dispuesta, seguido por Virginia y Elorza. Desde el vestíbulo, Delpy los cubría mientras Norah vigilaba la parte superior de las escaleras. A ambos lados del pasillo se alternaban las puertas abiertas de diversas estancias, todas ellas de gran tamaño y, en apariencia, vacías. Pero un reflejo al final del corredor delató la presencia de un guardaespaldas. Beck fue más rápido y apretó el gatillo antes de que éste pudiera encañonarle. Sin embargo, en aquel mismo instante, otro se abalanzó por sorpresa desde el interior de una de aquellas salas como un jugador de fútbol americano haciendo un placaje y dio con el cuerpo del ex-militar en el suelo. A horcajadas, el matón golpeó en el rostro a Beck, que trataba de zafarse de él ahora que había perdido su pistola. Tanto Virginia como Elorza contemplaron la idea de pegarle un tiro, pero la falta de confianza en su puntería y el hecho de saberse ante un acto a sangre fría los paralizó. Sin embargo, Virginia no se lo pensó dos veces cuando vieron asomar nuevamente la gran cabeza afeitada del gorila del fondo: apuntó y disparó hasta vaciar su cargador, rompiendo las cristaleras de la puerta de acceso al porche posterior.

Elorza, temblando en medio de aquella violenta situación, agarró a su compañera y la atrajo junto a él para refugiarse en el umbral de una sala. Ambos tenían un aspecto deplorable, sudorosos y aún vestidos como si fueran a entrar en una excavación. Varios mechones se desperdigaban sobre el rostro de Virginia; en cuanto al psicólogo, aquel atractivo de persona calmada, segura de sí misma, con cierto toque de distinción, se había desvanecido ante la peligrosidad de la acción. Ahora ambos se miraban fijamente a escasos centímetros el uno del otro, jadeantes, buscando una solución a todo aquello.

El primer contratiempo quedó resuelto cuando escucharon un tiro limpio proveniente del vestíbulo. El gigantón dejó de lanzar golpes directos al rostro de Beck, y, aliviados, contemplaron cómo el cuerpo de aquel tipo se desplomaba hacia un lado. Entonces ni Virginia ni Elorza concedieron un segundo a la reflexión: ambos se asomaron por la jamba, él en pie y ella acuclillada, con las armas apuntando hacia el fondo del pasillo. Y cuando el otro guardaespaldas volvió a hacer acto de presencia encañonando a Beck, no tuvo tiempo de apretar el gatillo. Al unísono, las armas del psicólogo y de la investigadora bramaron. La mayor parte de las balas se perdieron en la pared, suelo o incluso techo; sin embargo, tres o cuatro atravesaron el cuerpo de aquel individuo, arrebatándole la vida.

* * * *

En el vestíbulo, lo peor estaba por llegar. Delpy aún se vanagloriaba de su certera puntería sobre el agresor del señor Beck cuando escuchó a Norah susurrar para sí:

—¡Oh, Dios! Pero qué es eso...

El arqueólogo se giró hacia el portón de entrada, dirección hacia la que también miraba la chica con expresión de pánico. Uno de los guardaespaldas abatido en el porche entraba armado con su pistola como si nada hubiese sucedido. La sangre manaba por un agujero en su entrecejo y pudieron observar que la parte posterior de su cabeza estaba destrozada. Pero, aún así y en contra de las leyes de la naturaleza, el fornido matón caminaba seguro hacia su objetivo: ellos.

* * * *

Nathan Fitch, en el centro de su despacho, inclinaba la cabeza hacia atrás, inmerso en un estado de trance. Sus ojos, aún con los párpados cerrados, podían ver claramente aquello que las pupilas del guardaespaldas resucitado captaban: dos miembros del equipo de Bellver agazapados tras las columnas. Entonces esbozó una maléfica sonrisa. Aquellos pobres desgraciados tenían los rostros desencajados por el terror.

* * * *

Beck se puso en pie con la ayuda de Ricardo Elorza. Sangraba por su labio partido y había perdido algunos dientes postizos. Ahora sí parecía realmente una persona acorde a su edad. Virginia se agachó, recogió la pistola que había perdido en el placaje y se la entregó. Acto seguido, los tres avanzaron hacia la cristalera destrozada del final del pasillo, por donde podrían acceder al sótano.

* * * *

Delpy y Norah vaciaron sus cargadores sobre el cuerpo de aquel zombi. Ella, con un arma empuñada en cada mano, parecía una auténtica pistolera. El cuerpo del muerto viviente quedó cubierto de agujeros, sentado como un crío que aún no es capaz de mantenerse en pie, con las piernas estiradas y las manos lánguidas entre ellas, la cabeza gacha, sangrando por cada uno de aquellos boquetes. El arqueólogo dejó caer su cargador y lo sustituyó con destreza. La chica hizo lo mismo con los de sus pistolas, preparada para volver a apretar el gatillo. Pero el cadáver se desplomó y dejó de representar un peligro.

Ambos se miraron aliviados, sin mediar palabra. Sin embargo, la pesadilla no había hecho más que comenzar: el resto de cadáveres empezaron a convulsionar como azotados por una potente corriente eléctrica hasta que, revividos, se pusieron en pie torpemente y fueron avanzando hacia ellos como un desfile macabro.

* * * *

Una trampilla bloqueada con un candado se interponía entre las estancias subterráneas y ellos. Virginia lo solucionó con un balazo que reventó el candado. Elorza tiró de las asas y la luz que se agotaba lentamente en el cielo alumbró unos estrechos escalones. El señor Beck se adelantó y, agachando la cabeza, salvó el techo del primer tramo para continuar descendiendo.

Virginia siguió sus pasos. Elorza vigiló sus espaldas, donde se extendía el bosque y parecía apreciarse un pantano hacia el interior. El silencio lo tranquilizó bastante.

* * * *

Los disparos se sucedían, pero esta vez los muertos vivientes también apretaban sus gatillos. Tenían los ojos vacíos de vida, la sangre resbalando por sus rostros; algunos incluso carecían de buena parte de cabeza o de cara, arrancada de cuajo por una o varias balas, pero ahí estaban, plantando cara a Delpy y a Norah. Las columnas detenían disparos por doquier y, en ocasiones, la chica y su compañero tenían que ocultarse tras ellas para evitar la lluvia de pólvora. Pero, a medida que a sus enemigos se les terminaba la munición, ellos aprovechaban para dispararles y aquellos cuerpos caían para no volver a levantarse.

Una bala perdida llegó a alcanzar en el hombro a Delpy, aunque salió por el lado contrario y el arqueólogo estimó que no había tocado el hueso. Venciendo el dolor, que lo dejó momentáneamente tendido con la espalda apoyada en la pared bajo la escalera, volvió a ponerse en pie para seguir abatiendo a aquellos monstruos.

* * * *

Nathan Fitch abrió sus ojos. Por primera vez había dejado de sonreír y se mostraba enfurecido. Las lentillas de color que utilizaba se derritieron fulminadas por un calor abrasador, dejando a la vista unos iris tan rojos que parecían fuego.

En su rostro se marcaba una notable demacración, avejentado como si hubiesen pasado diez años por él en apenas unos minutos. Su piel, arrugada de forma excesiva, había perdido color y su perilla, más que canosa, había cobrado un tinte amarillento.

—¡Malditos bastardos! —gruñó—. Habéis agotado mi paciencia...

* * * *

Corbal escuchó unos pasos y la voz de un hombre que nunca había oído anteriormente:

—<<Es ahí.>>

Después, alguien había comprobado el pomo, pero los secuestradores cerraban siempre con llave.

Escuchó otro disparo, este tan próximo que pensó que la bala iba dirigida hacia él mismo.

La puerta se abrió con un ligero chirrido y una luz tenue penetró en la estancia. Hubo de cerrar los ojos para evitar que aquella nimia claridad le produjese más dolor aún, pero en la oscuridad de su vista, consiguió reconocer la voz de su esposa:

—¡Miguel!

Era ésta una voz de alivio; de mezcla de emociones, todas ellas positivas. Luego sintió que varias personas se disponían junto a él, liberándolo de las sogas que lo mantenían atado a aquella maldita silla mientras que Virginia lloraba y le besaba sin cesar.

Por fin había llegado la caballería, pensó sonriendo para sí. Aunque ya no le quedaran fuerzas ni para llorar.

* * * *

La calma había vuelto a hacerse en el vestíbulo. Norah comprobó la herida de bala del arqueólogo: sangraba, pero ciertamente no parecía contener peligro alguno.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—De maravilla —respondió Delpy con gesto de dolor.

—¿Qué está pasando aquí?

—No tengo la menor idea. Pero deberíamos irnos cuanto antes. Louisiana es la tierra de la brujería. Y ahora sí me lo creo... —Se llevó la otra mano al hombro.

Norah se puso en pie.

—Voy a coger la camisa de uno de esos tipos para taponarte la herida.

—No. Espera —le pidió él.

Ella le miró extrañada.

—¿Y si vuelven a levantarse?

—Tony, tenemos que taponar esa herida y largarnos...

—Ayúdame a quitarme la camiseta. Lo haremos con la mía. Pero no te muevas de aquí hasta que lleguen los demás...

Norah se giró hacia los cadáveres, en los que no se apreciaba el menor movimiento. Luego se acuclilló junto a Delpy.

—Tenemos que ir a por la furgoneta y traerla hasta aquí. Si es verdad lo que vio Virginia, su marido no podrá recorrer la distancia que nos separa de la furgoneta y nos pondrá a todos en peligro. Así que hay que venir a recogerlos...

Le sacó la camiseta y presionó sobre el hombro.

—Aguántatelo ahí. Te diré lo que vamos a hacer. Voy a asomarme a la puerta para comprobar que el camino esté libre. Cuando lo haga, te hago una seña y me sigues, ¿estamos?

Delpy negó con la cabeza.

—No me parece buena idea.

—Tony, tenemos que hacerlo...

* * * *

El señor Beck levantó a Corbal en un esfuerzo del que éste se resintió. Llevaba demasiado tiempo en aquella posición recibiendo palizas. Después, el coronel se las apañó para sujetarlo firmemente y poder salir de allí con él andando, como si fuera un compañero caído en medio del campo de batalla.

—¡Larguémonos de aquí! —propuso Virginia, agotada.

—Espera un momento. —La voz de Elorza sonó tajante tras ella.

Virginia se giró hacia el psicólogo.

—¿Qué ocurre?

—Aún nos queda algo por hacer.

Las visiones. Las malditas alucinaciones. Elorza había tenido alguna más que el resto, y parecía interpretar bastante bien todo aquello. Pero Virginia se negaba a hacer cualquier otra cosa que no fuese salir de allí y regresar a casa.

—No, Ricardo. Olvídalo.

El psicólogo negó con la cabeza, pesaroso. Sabía que tenían una obligación. Como había dicho el profesor, era su destino y debían cumplirlo. Quizá para eso habían nacido. Quizá ese acto justificara toda su vida.

Virginia se pasó el reverso del antebrazo por su frente colmada de perlas de sudor, la pistola aún empuñada en aquella misma mano. Elorza hizo un gesto con su cabeza y ella miró hacia donde éste le indicaba. Al fondo de la estancia se vislumbraba una puerta de madera.

Allí aguardaba su destino.

* * * *

Delpy y Norah cruzaron una mirada silenciosa; eterna. La chica tenía razón: debían ir a por la furgoneta.

Ella se puso en pie y comprobó que nada se movía antes de abandonar su refugio bajo las escaleras. Con sus armas listas, avanzó lentamente por el vestíbulo hasta llegar al cuerpo inerte del primer zombi. Su aspecto era deplorable, comprobó deteniéndose sobre él mientras lo encañonaba. Su rostro estaba destrozado por los tiros recibidos, como un amasijo de piel y carne sanguinolento. Pero no representaba ya peligro alguno.

Lo esquivó pasando por encima, sin pisarlo, y continuó hacia la doble puerta repitiendo la maniobra con todos y cada uno de los cuerpos que regaban el suelo de sangre y vísceras.

Sin embargo, el peligro no acechaba allí abajo. Surgió de una de las dos estancias centrales de la planta superior, cuya puerta se abrió lentamente emitiendo un chirrido casi inapreciable. En el umbral, otro matón de ojos velados y rostro salpicado en sangre, armado con una ametralladora, se disponía a cumplir el deseo de Fitch.

Delpy lo descubrió demasiado tarde, pues su atención estaba centrada en su compañera. Presintió el movimiento del zombi cuando éste alcanzó la barandilla del corredor. El arqueólogo sólo pudo dejar salir una voz de aviso, casi un graznido, que alarmó a Norah y la obligó a girarse hacia él. En un esplendor mental, supo que sus visiones, de las que en algún momento había dudado, eran ciertas.

A la chica le dio tiempo a alzar la cabeza para descubrir a su asesino, encañonándola con una ametralladora, un segundo antes de que éste apretara el gatillo.

Y el eco de cuatro disparos se dispersó por el bosque...