Capítulo VII
El viaje de Mâlik:
En la ciudad maldita
El ejército había abandonado Babilonia para internarse en el desierto de Arabia hacia el suroeste, en dirección al Mar Rojo. En principio todo había marchado según lo previsto: las tierras a cruzar pertenecían a los vasallos del Imperio y, una vez atravesadas, les aguardaba la arena perpetua.
Tras varios días de periplo, los hombres comenzaron a acusar el cansancio. Por las noches acampaban bajo las estrellas, compartiendo alcohol del que se habían provisto en grandes cantidades y dándose al placer del opio o de la mandrágora, que el propio Gaumata había dispuesto para ellos.
Los verdaderos problemas llegaron poco después y se extendieron entre el grupo como una enfermedad contagiosa. El primer brote se manifestó así: un soldado, a mediodía, bajo el sol infernal, había comenzado a gritar enloquecido, golpeándose en el cuerpo y la cabeza como si tratara de espantar a algún tipo de insecto invisible que estuviera atacándole. Había caído seguidamente del camello y, ya en la arena, había continuado pataleando y agitándose ante la atónita mirada del resto. Pasado el trance, el soldado había explicado que había visto una nube de extraños seres voladores, parecidos a las moscas pero de un color plateado, lanzándose contra él.
Aquella misma noche, varios guerreros habían interrumpido su sueño y sacado sus espadas, convencidos de que alguien más rondaba por allí mientras el grupo dormía. A su alrededor sólo había desierto, y la claridad de la luna bastaba para que la vista alcanzase a gran distancia. Evidentemente, nadie aparte de ellos merodeaba por aquel inhóspito lugar.
Bajo los rayos solares de la siguiente jornada, el ejército avanzó tardo sobre sus camellos cargados de víveres. Otros episodios se repetirían aquel día en gente que aún se había mantenido íntegra. Para entonces, muchos hablaban de antiguos compañeros muertos en la batalla que compartían el trayecto, cabalgando sobre curiosos dromedarios alados.
Mâlik, que en un principio se había mantenido ajeno a los extraños sucesos y los había achacado a malas ingestiones, tuvo su primer encuentro con aquella enfermedad conjunta dos jornadas más tarde: Fumaba en pipa mientras avanzaban, él más adelantado y ligeramente separado de la tropa, cuando otro camello se había situado a su derecha. El general, creyendo que lo montaba alguno de sus hombres, había continuado sin reparar en la identidad de éste, y así prosiguió durante un largo trecho, ascendiendo y descendiendo dunas. Después, una voz grave le había advertido:
—Ten cuidado, hijo.
El persa se había girado al escuchar aquello, sorprendido ante un aviso tan fraternal. Y, al hacerlo, había descubierto que nadie cabalgaba a su lado.
Al cabo de dos semanas, los hombres se sentían exhaustos. Las paradas cada vez se prolongaban más y les costaba mantenerse alerta. Profundas ojeras afloraban en sus rostros y el sol había conseguido resecar sus pieles y labios. Necesitaban más que nunca salir del desierto; tener contacto con la civilización para no volverse locos. Y una noche, como si sus plegarias hubiesen sido atendidas, surgieron de la penumbra unas luces en la lejanía.
Uno de los soldados alzó la voz:
—¡Mirad allí! —advirtió, señalando con su dedo extendido.
Mâlik detuvo su camello. Multitud de antorchas se distribuían a distintas alturas a lo largo de miles de metros cuadrados. Parecían alumbrar elevaciones de muros a algunos kilómetros de donde ellos se encontraban.
—¿Una ciudad en medio del desierto? —desconfió otro que cabalgaba cerca del jefe.
—Comprobémoslo —decidió el general, igualmente escéptico.
Los veintitrés soldados persas descendieron de sus monturas a la entrada de la misteriosa ciudad levantada en medio del desierto. No tardaron en armarse, sobreponiéndose al agotamiento de tan largo viaje, antes de comprobar qué clase de lugar era aquel, si bien no se trataba de un espejismo. Edificios bajos se distribuían diseñando estrechas callejuelas interiores, alumbradas por antorchas, que en ocasiones se convertían en pasadizos abovedados, oscuros como la boca de un lobo. Mâlik capitaneó, como de costumbre, la expedición hacia el interior. Querían dormir, aunque un baño y algo que llevarse a la boca previamente no les vendría mal.
Sus pisadas resonaban entre los muros, magnificadas por un inquietante silencio. Muchas puertas permanecían cerradas, pero otras permitían el paso a hogares o tabernas misteriosamente vacíos.
Uno de los hombres se dirigió a Mâlik:
—Esto no me gusta.
El general, observando a su alrededor mientras proseguían a paso lento el recorrido, contestó:
—Buscaremos un lugar donde pasar la noche y partiremos al amanecer. Será mejor esto que la intemperie del desierto.
—Aquí no hay nadie —observó otro—. ¿Qué habrá ocurrido?
—Todo está como... —se alzó una tercera voz entre el grupo.
—Como si sus habitantes hubieran desaparecido de repente —concluyó otro guerrero.
Al final de uno de los pasadizos se toparon con una plaza cuadrada. Mâlik se detuvo; y tras él, los otros. En medio de la plaza se alzaba un obelisco cercado por antorchas cuyo fuego ondeaba por la acción de una tenue corriente de aire. Flotaba un olor pútrido en el ambiente, estancado ante ellos. Los soldados se miraron entre sí, desconcertados, y Mâlik llamó la atención del grupo sobre una fina capa de niebla que se elevaba a escasos palmos del suelo, expandiéndose desde el monolito hacia las cuatro esquinas como si estuviese viva.
—Deberíamos alejarnos de este lugar —recomendó una voz prudente.
—Hemos luchado durante años contra todo tipo de enemigos y aquí estamos. ¿Acaso te asusta un poco de niebla? —se mofó otra ruda voz.
Mâlik alzó la mano pidiendo silencio e inició el paso hacia el centro de la plaza. Sus hombres se dispersaron, dibujando una figura circular con el fin de cubrir todos los flancos y tener visibilidad de cada ángulo. El olor fétido no provenía de la piedra, como pudo comprobar el general al aproximarse a ella, sino que se concentraba en aquel lugar de la ciudad como si desembocase desde cada una de las calles que confluían en él.
Un gato maulló desde un tejado, captando la atención del guerrero y de algunos de sus hombres. Había sido el primer sonido terrenal que habían escuchado desde que desmontaran. El felino, sentado sobre un saliente con la luna por halo, los miraba con sus enormes ojos verdes cargados de curiosidad. Mantenía una pose expectante: la chepa bicolor, a manchas negras y marrones, encorvada; el rabo circundando sus posaderas; las patas delanteras firmemente apoyadas y el pecho, más claro que cualquiera de sus otras dos tonalidades, erguido bajo una blanca boca de interminables bigotes.
—Hasta el maldito gato es extraño. ¿Os habéis fijado?
—Jamás había visto uno igual —confesó el que estaba a su lado.
El gato volvió a maullar. Pero esta vez lo hizo con un tono más prolongado, mostrando sus finos colmillos al tiempo que apartaba la vista del grupo y la dirigía hacia el interior de una de las travesías. Entonces Mâlik se volvió hacia donde miraba el animal y, en la distancia, descubrió una figura que se aproximaba hacia ellos.
Parecía un hombre. Una persona enorme y robusta que caminaba con cierta dificultad; contrahecha. Arrastraba uno de los pies, lo que infería una sensación de cojera, y sus brazos colgaban lánguidos por sus costados.
Mâlik llevó la mano a la empuñadura de su espada, sobre la cadera, y los músculos tatuados de su brazo se tensaron.
—¡Estad preparados! —previno al resto alzando la voz.
Pero otra surgió desde el lado opuesto de la plaza, casi al tiempo:
—¡Por aquí se acerca gente muy extraña, Mâlik!
Y una tercera voz se unió a la del anterior:
—¡Un grupo de seis o siete personas viene hacia nosotros! Parecen heridos.
—¡Sacad las armas! —ordenó Mâlik desenfundando la suya y haciéndose con una segunda que colgaba de su otra cadera.
El sonido de los aceros de los veintitrés silbó al unísono. Por cada callejuela, un grupo innumerable de gente avanzaba hacia los persas, aparentemente desarmado, con paso tardo y exánime.
Fue en el momento de alcanzar la plaza cuando, a la luz del fuego, el ejército descubrió el horror: hombres y mujeres de distintas edades, andrajosos, los cercaban impidiendo su escapatoria. Sus cuerpos parecían endebles, famélicos en su mayoría, y sus ojos, albinos, contrastaban con los oscuros restos de sangre reseca distribuida por la piel. Los labios agrietados también contenían restos de esa sangre, lo que atestiguaba que se habían alimentado de carne viva. Los soldados sujetaron con fuerza sus armas dispuestos a entrar en combate a la orden de su general. Pero Mâlik guardaba silencio. Aquellos extraños lugareños se habían detenido.
Ante éste, el hombre robusto permanecía inmóvil con la vista clavada en el suelo. Su larga cabellera, lacia y mugrienta, ocultaba parte de un rostro herido, colmado de arañazos y cortes. Cuando levantó la cabeza, Mâlik observó que aquel era sin duda al que más ración le correspondía en los banquetes. Alrededor de su boca encostrada se agrietaba la piel bajo una barba despoblada y negruzca. Sus ojos de iris blanquecinos conservaban una diminuta pupila casi imperceptible y pequeñas venas ramificadas los enrojecían. Miraba fijamente al guerrero, desafiante. Indudablemente parecía más poderoso que él, incluso sin portar ningún arma.
Tras unos instantes en que ambos se midieron en silencio, el hombre robusto alzó su dedo índice, señalándolo como si lo hubiese elegido de alimento, y separó sus labios. Bajo éstos, una ristra de afilados dientes resplandeció.
Mâlik, estremecido, alzó la voz:
—¡Preparaos!
El hombre robusto, en respuesta, profirió un grito desgarrador que produjo un terrorífico eco en la plaza. La señal que desencadenaba la contienda:
Los soldados cargaron contra los lugareños al tiempo que éstos saltaban ágilmente sobre ellos haciendo alarde de movimientos sobrehumanos. Los persas, que peleaban con destreza, utilizaban hábilmente cuerpo y acero para desmembrar a sus enemigos, a los que se enfrentaban desordenadamente y en inferioridad numérica.
En cuanto a Mâlik, su cruento enemigo lo aguardaba con expresión desencajada, mezcla de odio y voracidad. Mientras su ejército se dedicaba por completo al grueso de caníbales, él se disponía ante el líder de aquellos híbridos de hombre y cadáver. Y, armado de valor como en tantas otras ocasiones, corrió hacia aquel mastodonte con intención de derrocarlo cuanto antes.
De un salto lo alcanzó con las plantas de sus botas, golpeándolo a la altura del pecho, lo que hizo retroceder unos pasos al enemigo y, a él, rebotar contra el suelo, rodando después.
El gato tricolor presenciaba la escena con curiosidad, desde las alturas. Abajo, entre la escaramuza, dos soldados se movían en círculo asestando golpes con sus descomunales hachas de guerra. Habían sido rodeados por un grupo numeroso y, aunque muchos yacían ya heridos en el suelo, seccionados por sus afiladas hojas de acero, aún subsistían unos cuantos. De manera sorpresiva, una mujer semidesnuda y rabiosa, de pelo blanco hasta la cintura, saltó sobre uno de ellos encaramándose a su espalda y le hincó los dientes en el cuello. El mordisco provocó la salida masiva de sangre del fornido guerrero, bañándola el rostro y arrancándole a él un alarido de dolor. La mujer, con ambos brazos rodeando su contorno, separó su boca para tomar aire y, con semejante fiereza, volvió a hincarle los dientes. El soldado, incapaz de quitársela de encima, se balanceaba hacia los lados pidiendo ayuda, pero su compañero se las veía y deseaba para zafarse de los que aún los acorralaban. Entonces un sonido silbante cruzó la plaza, pasando inadvertido por el barullo de voces y bramidos de la contienda, y terminó con un crujido seco del que sólo se percató el guerrero herido. Al momento, la mujer del pelo blanco separó los dientes de su carne y aquellos esqueléticos brazos dejaron de hacer presión, con lo que el cuerpo se desplomó en el suelo. El soldado, de rodillas, se cubrió la herida taponándola con la mano mientras se giraba hacia su agresora, y descubrió agradecido que la flecha de un compañero había atravesado certeramente su cráneo por encima del entrecejo.
Mâlik rodó por el suelo con el tabique nasal fracturado tras recibir un revés en el rostro. La sangre brotaba sobre su bigote, deslizándose con rapidez por la barba. Medio aturdido, se esforzó por ponerse en pie, aún conservando en la mano una de sus espadas. Sin embargo, el caníbal lo asió por la melena y lo elevó como si de un muñeco de trapo se tratase. El persa gritó de dolor, dejando caer el arma, y su enemigo lo lanzó nuevamente a varios metros. En esta ocasión fue la pared de una de las casas la que lo detuvo. Con la vista nublada, Mâlik creyó ver, mientras trataba de sobreponerse, a uno de sus soldados sobre el tejado disparando flechas, una tras otra, hacia la escaramuza. Pero no tenía tiempo para cerciorarse, pues el enemigo se aproximaba nuevamente a gran velocidad. Sólo contó con una escasa tregua para hacerse con dos pequeños cuchillos lisos que portaba enfundados en su coraza de cuero, y cuando el energúmeno posó su gigantesca mano sobre su cabeza, se giró ávidamente y hundió ambos en la rodilla más cercana, girándolos después para quebrar el hueso. Su adversario rugió apartando la mano de su presa para extraer los aceros clavados. El ensangrentado Mâlik se puso en pie mientras se hacía con un tercer cuchillo de su coraza y lo encaró nuevamente. Alrededor, los gritos de dolor se sucedían y ciertas voces de victoria comenzaban a sonar entre los persas.
El muerto viviente cojeó hacia Mâlik. Faltaba poco para que se le viniese encima cuando otro silbido, ahora más audible en la plaza, acaparó la atención de ambos. Una flecha certera atravesó secamente la sien del gigante, en ángulo, y un líquido blanquecino y viscoso se deslizó por la punta sobresaliente de acero. Los ojos del caníbal se volvieron hacia el interior de sus párpados mientras clavaba sus rodillas en el suelo, antes de desplomarse. Y finalmente el general, con la vista absorta sobre su enemigo caído, pudo respirar aliviado.
Algunos cuerpos mutilados aún se retorcían en el suelo cuando todo hubo terminado. En el grupo de los persas se contaron tres bajas, y nueve heridos por dentelladas que los compañeros se apresuraron a curar. El general ordenó prender fuego a los cuerpos antes de abandonar aquella ciudad que, sin duda, suponía la primera prueba en el camino hacia el templo.