Capítulo XIX
La fortaleza
Gaumata sabía cuál sería su destino en caso de ser apresado, razón por la cual había huido hasta una fortaleza levantada en Media, junto con su guardia y algunos magos del Consejo. El genio, en el interior de un cuerpo parecido al de Esmerdis, había logrado durante un tiempo engañar al pueblo y conseguir su apoyo para subir al trono. Mas, poco a poco, se había visto obligado a ir asesinando a todos aquellos que habían conocido en vida al verdadero hermano de Cambises y que empezaban a sospechar que aquel que se había rebelado en su nombre no era más que un impostor. A pesar de ello, no había logrado evitar que la noticia trascendiera hasta el rey; y aunque Gaumata había retirado su protección y éste había fallecido, sus hombres no habían cejado en el empeño de dar caza al usurpador y restablecer el orden.
Aquella noche la tensión flotaba en el ambiente con el peso de una losa. El djinn se hallaba en una gran sala situada en una de las torres, el rostro rojizo por la luz de las antorchas y su sombra deslizándose al compás de sus pasos mientras se desplazaba de un lado a otro de la estancia. Sin embargo, aquella sombra no parecía corresponder a su cuerpo. Era ésta mucho más grotesca, de perfiles aterradores, como la de un monstruo encorvado y siniestro. En cuanto al físico del falso Esmerdis, era joven y atlético como lo fuera en el momento de su muerte el del hermano de Cambises. Bajo la barba, recortada a semejanza de la de aquel, se ocultaba un rostro distinto, mas no resultaba fácil distinguirlo a menos que el observador en cuestión hubiese tratado personalmente con el ya difunto. Y, como ya he señalado anteriormente, los que lo descubrieron andaban ahora de camino a la vida eterna.
Pues bien, andaba el genio cabizbajo y ofuscado, sabedor de que el ejército del monarca estaba al llegar. En un rincón de la sala permanecía Raal, entre la luz y la sombra, notablemente nerviosa. A lo lejos, el trote de numerosos caballos anunciaba la inminente carga. Un soldado abrió de golpe la puerta y se cuadró ante el falso rey, inquieto.
—¡Señor, se acercan! —informó éste.
Gaumata alzó la vista hacia él, iracundo, y gritó:
—¡Pues morid en combate, necios! O me encargaré personalmente de vosotros cuando esto termine.
El guardia se retiró, raudo. El djinn giró la cabeza hacia Raal y la sorprendió sosteniendo el Medallón en una mano, medio oculto, mientras murmuraba algo.
—¿Qué estás haciendo, mujer? —inquirió, los ojos inyectados en sangre. La vitalidad de su Esencia consumía por momentos su cuerpo y pronto éste quedaría inservible.
Raal cesó en sus oraciones, y respondió:
—Nada. El miedo me obliga a rezar...
Gaumata se detuvo en una mudez incómoda, fría. Sostuvo su aterradora mirada sobre la egipcia y, finalmente, sonrió exhibiendo sus dientes torcidos en estado de putrefacción.
—¿Crees que soy estúpido? —Se encaminó lentamente hacia ella—. ¿Acaso piensas que desconozco tus planes, maldita embustera?
Raal se aferró firmemente al colgante. Tenía miedo; quizá demasiado, pues conocía muy bien el poder de aquel al que había creado.
—¿Acaso pretendes traicionarme?
Continuó avanzando, amenazante. En su rostro se intuía un gesto macabro y diabólico. Sus cejas arqueadas y elevadas acentuaban el carácter enloquecido de aquellos ojos saltones, de pupilas verticales, cuyos iris eran rojos como el resplandor de un rubí.
—Quizá crees que puedes vencerme...
Raal se deslizaba con la espalda pegada a la pared, asiendo con ambas manos el colgante ante su vientre mientras volvía a susurrar algo ininteligible para el genio, que se acercaba más pretendiendo acorralarla.
Mientras tanto, los soldados del fallecido monarca, ahora dirigidos por Darío, llegaban a las proximidades de la fortaleza. La guardia de Gaumata los esperaba con los arcos listos, las puntas de flecha incendiadas y cierto pavor contenido por el gran número de enemigos que se avecinaba.
La contienda comenzó con una lluvia de trazos anaranjados y humeantes que sobrevoló hacia el ejército mientras éstos se protegían con sus escudos. Las flechas se clavaban, instantes después, en sus defensas o en el suelo, y alguna que otra corría mayor suerte yendo a topar con el cuerpo de algún guerrero.
Darío se precipitó hacia la entrada, conocedor de la ventaja numérica de la que disponía, y mientras la defensa del rey impostor se distraía tratando de evitar que el ejército alcanzara las murallas por otros flancos, él y varios hombres más desmontaron próximos a uno de los accesos del fuerte.
—No sabes lo que dices, Gaumata —se defendió Raal tratando de escabullirse de él—. Estás cegado...
El djinn realizó un movimiento rápido atajando la escapatoria de la egipcia, y se situó junto a ella.
—¿Cegado? —Pinzó su mentón con una mano—. ¿Acaso no es ese el mismo medallón que me convirtió en lo que soy?
Raal se estremecía bajo aquella presencia diabólica.
—¿Y eso qué tiene que ver? Sabes que no puedo hacer nada contra ti...
—No, princesa. No puedes ser mi dueña, pero contra mí puedes hacer mucho. Y no ignoro que ese colgante tiene un gran poder.
Los dedos de Gaumata presionaron aún más su barbilla, y emitió un breve quejido.
—Te he estado vigilando desde que abandonamos Babilonia. Hay quien piensa que fuiste tú quien envío a aquel mensajero a Cambises para informarle de la rebelión. Tu actitud es muy sospechosa. Así que confiesa, ¿qué tramas?
—Nada —susurró Raal.
Gaumata la miró con desprecio. Finalmente, la soltó.
—¿Nada? —repitió con tono ausente.
Raal negó con la cabeza. El genio hizo ademán de apartarse, mas en el último instante, se giró de nuevo y golpeó el rostro de la egipcia con el reverso de la mano.
—¡Maldita mentirosa!
Darío consiguió acceder con un grupo de quince hombres al interior de la fortaleza. Los guardias dieron la voz de alarma contra los intrusos y trataron de detener su avance desde las galerías interiores. El sonido de los aceros batiéndose se extendía al otro lado de los muros, donde el resto de soldados aún luchaba por penetrar.
Aquel acto acabó convertido en un asedio sangriento. Los guardias del usurpador morían a pies del ejército del difunto rey aunque muchos de estos perecían también, ensangrentados bajo las espadas de sus enemigos. Las llamas de las antorchas que iluminaban el interior del Fuerte conferían brillo y rojez a la encarnizada lucha, que durante largo tiempo se ralentizó en el patio, bajo el cielo estrellado.
Algunos hombres se precipitaban al vacío desde el adarve y los torreones, alcanzados por las flechas de los soldados de Darío. El número de bajas en la guardia privada de Gaumata se fue haciendo cada vez mayor, de manera que pronto otro grupo de guerreros del rey consiguió acceder a la fortaleza desde un lateral. La defensa hubo de dividirse para contener el nuevo agujero abierto y, en aquel momento, Darío y diez de sus hombres lograron avanzar adentrándose aún más hacia el interior, en busca del mago.
—Será mejor que acabe contigo antes de tener que preocuparme por otro enemigo —aseveró Gaumata retorciendo su mano en el vacío con ademán mágico.
Raal se echó las manos al cuello. Una fuerza invisible la estrangulaba. El rostro de la princesa se congestionó, y sus ojos se desorbitaron ante la falta de oxigeno. Estuvo a punto de morir. Pero en aquel instante, un guardia atravesó el umbral, despavorido:
—¡Señor, están aquí! ¡Debe huir!
Gaumata levantó la cabeza. El guardia se giró al escuchar los pasos de los soldados de Darío. Era tarde. Una flecha certera atravesó su cabeza y el cuerpo se desplomó en la entrada.
—¡Maldición! —gruñó el genio.
Dos soldados accedieron a la sala, espadas en mano, descubriendo la presencia del rey impostor. Raal, en pie, volvió a tomar el medallón entre sus manos y continuó con sus oraciones. La piedra de ámbar perdió su solidez transformándose en una especie de materia acuosa, y el aro exterior giró lentamente.
Gaumata realizó un gesto mágico con su mano, cerrando las puertas de la sala e impidiendo con ello la entrada a Darío y compañía. Los dos guerreros se aproximaron al falso rey, precavidos tras presenciar el aparente poder del que hacía uso, con los aceros prestos.
—¡Ríndete! —le ordenó uno.
—¿Qué me rinda? Soy Esmerdis, hijo de Ciro, el Grande, y legítimo heredero del trono. Mi hermano está muerto y es a mí a quien corresponde este derecho —mintió el genio utilizando buenos modales.
—Tú no eres su hermano. Ríndete ante Darío y él será clemente contigo...
—Vaya, vaya. Así que el bueno de Cambises os acabó confesando sus pecadillos, ¿eh? —Gaumata rió exageradamente—. Está bien. Entonces no opondré resistencia... —concluyó alzando las manos con las palmas hacia el techo.
Los soldados se detuvieron, recelosos. En un lateral se escuchaba el murmullo de Raal. Abajo, los gritos del ejército batiéndose aún con los últimos reductos de la guardia privada.
Al otro lado de la puerta, en el corredor, Darío y sus acompañantes golpeaban ésta tratando de echarla abajo. Súbitamente, Gaumata cerró los puños y los dos militares sintieron que sus estómagos se encogían. Una fuerza terrible los asió del centro exacto de sus cuerpos y los suspendió en el aire hasta colocarlos con la cabeza junto al techo. Las manos de ambos perdieron fuerza, dejando caer las armas aquejados por un dolor intenso, y sus gritos silenciaron cualquier otro sonido.
—Si no queréis vivir bajo mi mando —pronunció manteniéndolos en vilo—, no viviréis.
Y dicho esto, lanzó al primero contra la pared del fondo con tal fuerza que su cabeza se quebró por dentro. El soldado convulsionó en el suelo, manando sangre por los oídos hasta que, al cabo, perdió la vida.
El aro de orihalcon giraba ahora a mayor velocidad; la joya refulgía con un brillo cegador y la materia acuosa parecía fluctuar en el espacio hueco del metal. Gaumata continuaba pendiente del segundo soldado, al que pensaba condenar a un final idéntico al de su compañero. Por eso no se percató de lo que sucedía entre las manos de la egipcia.
Pronto, muy pronto, iba a recibir una desagradable sorpresa.
Afuera, los arqueros llovían desde las alturas y, a pie de campo, las afiladas hojas de las espadas seccionaban cabezas y miembros sin compasión. Había demasiado tumulto como para que alguien se diese cuenta de que en un saliente de la torre, cerca de la ventana de la sala donde se hallaba refugiado el genio, una forma acuosa y azulada se materializaba de la nada. Sus ondas descendían, sinuosas y veloces, perfilando a su paso una figura en su interior. El color azul relampagueaba a intervalos, y tras cada destello podía apreciarse con mayor nitidez la silueta que contenía aquella suerte de nebulosa líquida: la silueta de un hombre.
Un hombre joven, ataviado con el traje de guerrero y armado con espadas y puñales. Un hombre de melena oscura y perilla recortada cuyo rostro era bien conocido por su enemigo: Mâlik, el persa.
Cuando la mágica vaina azul desapareció, el general quedó sostenido con los pies sobre el saliente y los brazos en cruz, adheridos a la pared, mirando hacia el vacío que se proyectaba bajo su cuerpo, donde los últimos guardias reales se batían a muerte antes de la victoria definitiva.
El djinn agarrotó los dedos sobre el vacío y el soldado se echó las manos al cuello. Continuaba con la cabeza pegada al techo cuando, ya con la vista nublada por la falta de oxígeno, creyó distinguir un haz de luz ambarino proyectándose desde el pecho de la chica contra el cuerpo del genio. Un instante después, la presa sobre el cuello del guerrero se aflojó lentamente al tiempo que su cuerpo fue descendiendo con suavidad, ante la atónita mirada de su captor.
El djinn quedó perplejo. Su poder se había extinguido. El soldado tocó el suelo y quedó tendido, tosiendo, tratando de recuperar la respiración. Gaumata se volvió hacia Raal, henchido de furia, y gruñó.
—¡Acabaré contigo enseguida!
Sin perder tiempo, se hizo con una de las espadas que habían quedado en el suelo y se encaminó hacia el soldado. El haz se apagó, regresando al medallón, en el momento en el que Gaumata alzaba el acero sobre su cabeza. El guerrero cerró los ojos, esperando el silbido de la hoja.
Mas éste no se produjo.
En su lugar, una voz grave emergió a espaldas del hechicero, sobresaltándolo:
—¡Detente, Gaumata!
Éste se volvió hacia la ventana. Allí, en pie y armado con dos espadas, aguardaba la inconfundible figura de Mâlik. Gaumata bajó el arma, perplejo, y sonrió.
—¡Mâlik! ¡Mi hijo! Por fin has llegado. He preparado para ti un digno futuro, pero antes hemos de eliminar a estos que desean destronarnos.
—No, Gaumata —respondió el persa avanzando hacia su mentor—. Este no es tu trono.
—¡Vamos, Mâlik! Entrégame la Piedra de Ilbet y gobernaremos sin más intromisiones; tú y yo.
Pero el general volvió a negar con la cabeza.
—Desde niño he anhelado vengar la muerte de mis padres y por eso he buscado sin descanso a mi enemigo. Y jamás me di cuenta de que aquel se hallaba a mi lado, protegiéndome.
Gaumata escuchó sus palabras con amarga sorpresa. En aquel momento se dio cuenta de que su ahijado conocía la verdad y de que aquello los enfrentaba ahora.
—No sé de qué me hablas, hijo —trató de engañarlo nuevamente.
—¡Oh! Sí que lo sabes —respondió él mientras lo cercaba, con las armas a punto—. Mataste a mis padres y a mi hermano por orden de Cambises, y hubieras hecho lo mismo conmigo de no haber logrado escapar de ti. Y luego, con el tiempo, cuando descubriste quién era yo, me utilizaste en lugar de darme muerte, pues decidiste que te sería de mayor provecho luchando a tu servicio. Condenaste mi futuro y mi vida, y ahora vengo a devolverte el favor...
El genio esbozó una sonrisa. Se habían acabado las argucias.
—Morirás, Mâlik, si decides enfrentarte a mí. Morirás como lo hizo tu familia, pues aunque la egipcia me haya arrebatado el poder —levantó la espada hacia el persa—, aún conservo la destreza en este cuerpo.
—Entonces acataré mi destino.
Gaumata se abalanzó hacia Mâlik lanzando su primer golpe, y éste lo detuvo cruzando ambas espadas ante su rostro. El cuerpo joven y preparado que había poseído el mago, aunque estuviese consumiéndose por la terrible fuerza del espíritu que lo gobernaba, aún mantenía la consistencia necesaria para hacer frente al guerrero persa. Por ello, sus movimientos fueron ágiles y sus golpes se tornaron bruscos y contundentes. Batiéndose en círculo, los adversarios intercambiaron sablazos, despreocupados en aquellos momentos por los empujones que Darío y sus hombres arreaban a la puerta desde el corredor.
Mientras tanto, Raal permanecía junto a la pared, atenta al combate, sosteniendo fijamente aquel medallón mágico a la altura de su pecho al tiempo que conjuraba, ya en un tono perfectamente audible. La piedra heptagonal que flotaba en el interior vacuo del aro, en constante rotación, mostraba ahora un color rojizo mientras que una especie de humo blanquecino se precipitaba desde su interior hacia el techo, livianamente.
El lance se mantuvo en tablas un tiempo. Ataques y defensas se sucedían. Hasta el momento, ninguno había sufrido lesiones; pero aquella suerte iba a cambiar.
El primero en alcanzar su objetivo fue el joven persa: con un movimiento raudo saltó sobre su enemigo asestándole un golpe con el filo de la hoja en el costado. Gaumata se quejó, pero el odio y la rabia mitigaron el dolor, por lo que se recompuso con facilidad reaccionando con otro empellón contundente que produjo un buen corte en el brazo del guerrero. La sangre salpicó varios metros, mas como que en el caso del genio, Mâlik pareció no sentir nada. Enseguida regresó a la carga con varios movimientos encadenados que fueron detenidos sagazmente; hasta que el último, acompañado por una carga de cuerpo entero, terminó seccionando parte del vientre del enemigo.
Éste se echó mano a la herida. Al mirarla, asombrado, descubrió que la sangre manaba en gran cantidad por ella.
—¡Despídete de este mundo! —gritó con ira el djinn.
Y se abalanzó sobre su protegido ondeando la espada con tal presteza que a Mâlik le fue imposible detener tal acometida. La hoja le produjo diversos tajos, algunos de mayor profundidad, en brazos, pecho, piernas y costados. Sólo logró zafarse momentáneamente de Gaumata con una patada en su estómago que lo lanzó contra el suelo reavivando el dolor de su primer corte. El cuerpo poseído por el genio se puso en pie antes de que Mâlik lo alcanzara de nuevo y detuvo la última arremetida, contraatacando con una incisión certera en el gemelo del general persa que dio con sus rodillas en el suelo.
Mâlik sangraba en abundancia, y también su mentor. Mas ahora el primero se hallaba clavado en el suelo, esclavo de un dolor intenso que lo mantenía inmóvil, y el segundo, mano en vientre, empuñaba con fuerza su espada erguido ante él.
Mucho sabían los soldados sobre el factor sorpresa a la hora de ganar una batalla. Y estando a merced del enemigo, lo único que podía inclinar la balanza a favor de Mâlik era precisamente eso. Sin embargo el dolor le resultaba insoportable, una de sus armas yacía en el suelo a cierta distancia y la otra se mantenía a duras penas entre sus flácidos dedos; y Gaumata parecía dispuesto a no prolongar su agonía, ahora que los golpes en la puerta anunciaban que ésta estaba a punto de ceder.
El guerrero elevó la vista hacia el rostro de su verdugo, cubierto casi en su totalidad por una capa de sangre, pero no para implorar clemencia. No la necesitaba. Moriría con honor, porque al menos para eso era soldado. Gaumata, debilitado físicamente por la gran pérdida de sangre, sacó fuerzas para rematar la contienda y elevó el brazo armado aquejado de dolor. El fin había llegado.
Abajo, los supervivientes se rendían ante el ejército de Darío. En el corredor, un grupo numeroso de hombres dirigido por éste acometía contra la puerta ayudado por una viga de madera. Y en el interior de la sala, a espaldas del usurpador, Raal se erigía como factor sorpresa para inclinar la balanza del lado del joven persa.
—¡Gaumata! —gritó la egipcia y el genio giró la cabeza súbitamente hacia ella—. ¡Ha llegado tu hora!
El djinn la miró, asombrado. Aquel medallón expelía un extraño humo ante el rostro de Raal y parecía que su encarnado interior absorbiera cada átomo de luz que cruzaba por sus proximidades, de tal manera que la estancia se iba quedando en penumbra alrededor de ella dando la sensación de que la oscuridad fuese avanzando como una plaga tenebrosa. Gaumata bajó su arma, hipnotizado ante tal fenómeno y presa de una aberración de sentimientos que no lo dejaron pensar con frialdad.
Mâlik había dirigido un ejército y sabía bien cuándo había que aprovechar una oportunidad vital. Apretó entonces los dientes y aferró la empuñadura de la espada, tensando cada músculo de su brazo. Y, exhalando un grito de rabia, se alzó sobre sus piernas y asestó el último golpe contra su adversario.
El acero silbó describiendo un semicírculo que fue cercenando a su paso la piel, arterias, venas, músculos y hueso del cuello del genio. La cabeza de este se separó del resto de su cuerpo y cayó al suelo para, después, rodar por inercia hasta la pared más próxima. Mâlik volvió a desplomarse sobre sus rodillas, exhausto, mientras contemplaba el fin de su eterno y terrible enemigo.
Raal levantó en aquel momento el colgante por encima de su cabeza y gritó:
—En el nombre de Snefer yo te ordeno: ¡Ven a mí!
Del interior del cuerpo decapitado, una suerte de espectro con la silueta figurada del mago Gaumata emergió, quedando suspendido en medio de la estancia. Permaneció así un instante, breve, hasta que la figura comenzó a descomponerse en partículas diminutas a medida que iba siendo absorbida por una fuerza sobrenatural proveniente del epicentro del medallón. El rostro del djinn, así como su cuerpo translúcido, se desfiguraron y evaporaron en cuestión de segundos. Y, cuando por fin cada molécula del genio hubo quedado encerrada en aquel medallón, su luz roja se desvaneció, el humo se disipó y la estancia volvió a adquirir la luminosidad de la que había gozado en un principio.
Raal dejó caer el colgante sobre su pecho y el aro detuvo su constante giro.
Mâlik, desde el suelo, cruzó su mirada con la de la egipcia. Y antes de desvanecerse, ambos se regalaron una sonrisa.
Cuando la puerta cedió, la princesa protegía el cuerpo de Mâlik tendido sobre su regazo, taponando sus cortes abiertos. Los soldados tomaron la estancia y corrieron a auxiliarlos. Desde el umbral, Darío contempló el cuerpo inerte del enemigo. Y fue consciente de que el futuro de Persia dependía ya de él.
Pero esa es otra historia... y no es a mí a quien corresponde contarla.