Capítulo X

La visión de Cambises

Bebía junto a sus generales, en compañía de hermosas egipcias que los embelesaban y daban placer, y hablaba de futuras conquistas en Kush, ahora que se hallaban cerca de expandirse al sur del Nilo. Cambises disfrutaba del merecido descanso tras una agotadora jornada. Afuera, el viento soplaba surcando con furia las calles de Tebas.

El monarca, al igual que el resto, estaba ebrio. Sin embargo, la presencia que apareció ante él resultó tan real que ni el alcohol logró empañar su imagen. El silencio reinó en aquel mismo instante y las esclavas detuvieron sus artes, ciertamente acongojadas.

Gaumata, apoyado en su bastón de mando, avanzaba por la estancia en dirección al rey. Dos de sus generales, Mazares y Harpago, derramaron el vino de la jarra al contemplar al mago, que había hecho su aparición surgiendo repentinamente de la nada. Demasiado lejos tenían sus armas como para poder acceder a ellas, pero el primero, decidido, se interpuso en su camino.

—¿Cómo osas presentarte ante tu rey de esta forma, hechicero? —le reprendió apoyando la palma de su mano en el pecho del intruso.

Éste lo miró fijamente, sin pronunciar palabra. Cambises sonreía detrás, recostado sin inmutarse. Inmediatamente, Mazares comenzó a experimentar un creciente agarrotamiento en los dedos que se fue extendiendo a lo largo de su brazo. Al llegar al cuello, su cabeza se torció hacia atrás y el general profirió un grito de dolor cayendo de rodillas ante Gaumata, con el brazo aún extendido hacia él.

—Está bien. Es suficiente —amonestó Cambises.

Mazares se desplomó exhalando un soplido de alivio y el resto de los presentes rió.

—¡Acércate! Y los demás —se dirigió al grupo—, seguid disfrutando.

El mago se aproximó lentamente y se detuvo ante el rey exagerando una reverencia.

—No es procedente aparecer por sorpresa ante mí —comentó bebiendo de la jarra que descansaba a su lado—. Ni que humilles a mis generales en público. Pero sé que te debo el estar hoy donde estoy, y por eso perdonaré tu insolencia. Y ahora dime, ¿qué te trae hasta aquí?

—Mi deseo es hablarte de un asunto que nos trae de cabeza, señor. Un asunto del que debieras ocuparte personalmente antes de continuar tu expansión hacia Kush.

Cambises observó al mago. Desde su partida, aquel hombre parecía haberse consumido: su rostro se antojaba demacrado y su piel había palidecido considerablemente. Bajo sus ojos, oscuros y penetrantes como siempre, asomaban unas bolsas ligeramente violáceas y el vello se había tornado más plomizo que antaño. No se trataba sólo de aquellos rasgos generales, sino que un cambio aún más significativo yacía en otros despreciables detalles. Por ejemplo, su faz se perfilaba más angulosa; los globos oculares sobresalían de sus cuencas leve pero notablemente, remarcados por unas cejas finas y exageradamente arqueadas, y un brillo peculiar en sus pupilas parecía contener un fuerte poder de encantamiento. Además su voz, aunque grave como el rey la recordaba, entonaba con embrujado tinte melódico.

Cambises sirvió vino y se lo ofreció a Gaumata. El mago tomó la copa, llevándola después hasta sus labios.

—Habla, pues —concedió el rey.

Gaumata amplió su agradecimiento con una sonrisa, mostrando unos dientes largos y amarillentos en torno a los cuales sus estrechas encías comenzaban a pudrirse.

—En el oasis de Siwa reside el oráculo de Amón, mi rey. Hemos sido condescendientes con este pueblo, pero su dios faltó a tu respeto y al de nuestro Imperio vaticinando tu derrota en la campaña de Egipto. Hemos de demostrar que nuestro poder es superior. Y hemos de hacerlo antes de continuar hacia el sur. Sólo así los pueblos rebeldes abrirán sus puertas y se postrarán ante ti. De lo contrario, puede que piensen que eres un rey indulgente y te planten cara...

—¿El oráculo de Amón? —Cambises rió—. Kush caerá como sus vecinos egipcios. Con Amón o sin él.

El mago hizo girar su bastón entre los dedos, apoyado con firmeza en el suelo. Entonces, el diamante piramidal que lo coronaba brilló.

—Algo me hace presagiar que no será tan sencillo como lo ves. Créeme cuando te digo que debes destruir ese oráculo. —Sus ojos se posaron fríamente en las embriagadas pupilas de Cambises y éste padeció un ligero mareo.

El rey se incorporó con pesadez. Todo le daba vueltas emborronándose a golpe de vista. La figura de Gaumata era la única que prevalecía nítida ante un entorno difuso en el que las voces de sus hombres se tornaban ininteligibles. Ante aquellos sonidos distorsionados, el timbre de Gaumata acaparó la atención de su señor:

—Destruye el oráculo o él te destruirá a ti...

Y tras aquella sentencia, Cambises sufrió un vahído y su cuerpo se desplomó.

Al despertar, el sol despuntaba sobre Tebas. Yacía en un lecho junto a dos egipcias desnudas y Mazares aguardaba en la puerta.

Vestidos de campaña, ambos se dirigieron a reunirse con el resto de generales. Por el camino, Cambises comentó a su acompañante lo sucedido la noche anterior. Pero, para su sorpresa, Mazares afirmó que el mago Gaumata no se había presentado ante ellos y que él había perdido el conocimiento por efecto de la bebida.