27
DELPY y Norah se consultaron en silencio, con cierta complicidad, antes de dar el paso definitivo. Nathan Fitch se lo había dejado claro al profesor antes de partir: en la rueda, el arcano número uno guardaba el objeto que él anhelaba. Sólo tenía que colocar dicho bloque en la posición superior central y presionar sobre su superficie. Así que deberían girar la rueda en el sentido de las agujas del reloj hasta que el número uno —grabado con una corta incisión vertical— se situase en el lugar que ahora ocupaba el arcano veintidós.
La rueda giró sin oponer resistencia, a pesar de su tamaño, y ambos lo colocaron como les había sido indicado.
—Tendré que subirme a tus hombros para alcanzarlo... —le dijo Norah al arqueólogo que, conforme, clavó una rodilla en la hierba.
La chica se encaramó apoyando las corvas sobre sus robustos hombros y él se puso en pie, encarado a la rueda. Todos albergaban cierto temor ante la idea de robar algo de aquel sitio, pero ya no les quedaba otra solución. A más de uno le asaltaba en esos momentos el recuerdo de la famosa jungla de Perú, en el año treinta y seis, con el intrépido Indiana frente al ídolo dorado, pesándolo mentalmente mientras sacaba arena de su saco para intercambiar ambos evitando así hacer saltar las trampas.
Norah aproximó su mano hasta el cuadrado del primer arcano y, antes de presionarlo, giró su cabeza hacia Virginia y Elorza:
—¿Os acordáis de los cadáveres que encontramos?
El psicólogo desorbitó sus ojos. Una idea bastante clara se formó al momento en su cabeza. Parecía como si la joven estuviese leyendo sus recuerdos cinematográficos.
—Cuando recoja esta piedra, será mejor que salgamos de aquí pitando...
Fuera lo que fuese lo que hubo acabado con las vidas de aquellos exploradores, parecía lógico que se desencadenara nuevamente al tratar de sustraer algo de allí. Al menos, todos los presentes tenían claro, ahora más que nunca, que la ficción siempre se basa en una parte de realidad para fundamentar su mentira.
—¿Preparados? —avisó Norah.
—Adelante —aprobó Virginia y Elorza respiró hondo.
La chica encaró nuevamente el bloque cuadrado de granito y lo presionó. La piedra se hundió levemente y, al apartar ella su mano, fue emergiendo lentamente un compartimento del interior de la rueda. Se asemejaba a la caja de seguridad de un banco, sin otra contraseña que la de apretar sobre la superficie del panel. Norah miró en el interior, de donde salía una tenue luz rojiza acompañada por un liviano humo, e introdujo su mano con decisión.
La Piedra de Ilbet tenía la forma de una pirámide de color negro, brillante y extraño. Sobresalía de la mano de la joven, aunque no fuera excesivamente grande. Delpy se agachó y ella puso los pies en el suelo sin apartar la vista de aquella joya. Mientras tanto, el compartimento del arcano número uno retrocedía introduciéndose nuevamente en la rueda.
El resto aguardó, expectante. No había saltado ninguna alarma, como cabría esperar, ni un rugido había envuelto el ambiente como preámbulo a la caída de una enorme bola de piedra que los perseguiría hasta aplastar sus cuerpos. No. Nada se había inmutado ante aquel delito.
—¿Y ahora? —preguntó Elorza, visiblemente más aliviado.
—Nos largamos —ordenó Delpy avanzando hacia el panel incrustado en la montaña que se elevaba tras ellos y por el que habían accedido a aquel lugar.
Fue ése el momento fatídico en el que escucharon la rueda de granito girar lentamente con su ronquido peculiar, esta vez por inercia propia, mientras los arcanos pasaban uno tras otro por la posición superior central, en sentido favorable a las agujas de un reloj, hasta detenerse en el bloque correspondiente al número trece. Temerosos, los cuatro se volvieron hacia la piedra. El bloque emergió despidiendo una luz ambarina, tan potente que los iluminó como si de una luz celestial se tratase.
Elorza, espantado, se lanzó contra la pantalla de la montaña y su cuerpo fue engullido como lo hace el agua con quien se zambulle en una piscina.
—¡Corred! —gritó Norah abalanzándose tras el psicólogo.
Virginia reaccionó tras percibir de soslayo una esfera brillante saliendo del compartimento número trece de la rueda.
El que pudo contemplar todo con mayor detenimiento fue Delpy, el último en iniciar la huida. Constató que tras la esfera habían saltado al exterior una multitud de diminutos puntos de luz brillante, que habían permanecido flotando en el aire como una nube de partículas. Rápidamente habían empezado a cobrar consistencia, emulando una suerte de figura humana. Y hasta ahí llegó a avistar el arqueólogo, pues se giró como alma que persigue el diablo y huyó siguiendo a sus compañeros.
Elorza se encaramó al bordillo de la sala de la piscina y se arrastró con premura por el borde sólido de un metro de anchura gateando como un crío. No podía pensar más que en salir lo antes posible de allí mientras en su cerebro se representaban los recuerdos de aquellos esqueletos vestidos con traje de arqueólogos con el tórax reventado. Tras él apareció Norah, Piedra en mano, irguiéndose antes de esprintar hacia el siguiente panel. El psicólogo pudo presentirla, aunque no estuviera muy seguro de si era ella o aquello que había surgido de la rueda.
Cerrando el grupo tras Virginia, Delpy luchaba contra la resistencia que la sustancia carente de gravedad le oponía. Sabía cuál era el significado del arcano número trece, a pesar de que los egipcios jamás le hubieran otorgado nombre. Y, aunque aquel simbolizara la materia oscura y hubiese emergido desde la posición superior de la circunferencia de granito —donde todo es positivo según la interpretación— el arqueólogo no pensaba correr riesgos. Por eso buceó como si lo hiciese por el fondo de un mar aplastante, siguiendo el rastro de su compañera, que lo precedía hasta la superficie. A fin de cuentas, el arcano trece representaba la muerte.