14
LOS hombres de Fitch llegaron hasta la puerta del despacho de Alice Carter. La empujaron, pero evidentemente estaba cerrada. El calvo sacó una tarjeta del bolsillo interior de su chaqueta y la pasó por delante del lector. Un pitido confirmó que el paso estaba abierto. El de la melena empujó la puerta con el pie mientras desenfundaba su pistola.
Ambos hicieron acto de presencia en el despacho con sus armas dispuestas; pero allí no había nadie. Tras un reconocimiento visual, confirmaron que el intruso no se hallaba escondido en el servicio del despacho. Después, el de la melena subió los cuatro escalones y comprobó la puerta trasera.
El pomo giró, pero ésta no cedió.
—¿Estás seguro de que estaba aquí? —preguntó a su compañero bajando los escalones.
—¿Crees que soy estúpido? —respondió éste de mal humor acercándose al escritorio.
—Pues aquí no parece que haya entrado nadie...
—Y una mierda. —Descolgó el auricular del teléfono y marcó una tecla para comprobar las llamadas entrantes—. Alguien le ha tenido que avisar...
Y llevaba razón. La última llamada recibida había sido realizada hacía escasamente dos minutos. El calvo cogió una hoja y apuntó el número. Después, colgó el auricular y levantó la cabeza hacia la parte superior de la sala.
—¡Vamos! Ha tenido que salir por ahí.
Corbal caminaba por estrechas galerías solitarias sin puertas a otros despachos. Ni siquiera había ascensores. En el último instante, la tarjeta de acceso de Al Garner le había servido de salvoconducto. Se detuvo para consultar el plano y verificó que, dos recodos más adelante, hallaría una puerta cortafuegos que conducía directamente a las escaleras de emergencia. Y, de ahí, al aparcamiento sin detenerse.
Aceleró; salvó el primer codo internándose en un pasillo de no más de diez metros y, después, giró por el siguiente. Ante él, a escasos cinco metros, apareció la ansiada salida. Bajo su brazo portaba las dos carpetas y la agenda de Alice Carter; y, en el bolsillo interno de su chaqueta, el dvd con la reunión de la Junta Directiva de 2002.
—¡Tenemos un intruso con el pase de Al Garner! —gritó a través de un walkie el gorila de la cabeza reluciente—. Que nadie salga del Centro sin confirmar su identidad.
Corrían por los estrechos pasillos por donde apenas unos minutos antes había pasado Corbal. Más bien, trotaban. Al llegar a la puerta cortafuegos, el de la melena se apoyó en la barra horizontal y la empujó. Al otro lado, las escaleras frías y silenciosas guardaban su secreto al periodista. Ambos se lanzaron contra la barandilla y se asomaron por el angosto hueco. No parecía que nadie deambulase por allí, ni bajando ni subiendo. Se consultaron con la mirada y comenzaron a bajar a toda prisa.
Corbal se sentó en su coche y cerró la puerta. Levantó el asiento trasero e introdujo las carpetas y la agenda bajo éste. Después, arrancó. El parking subterráneo parecía tener más vida que las escaleras de emergencia por donde había accedido a él. Bastantes personas llegaban en aquel momento o se acomodaban en el coche para salir del Centro. El ruido de los motores y de los neumáticos chirriando sobre el suelo asfaltado le produjo un estúpido alivio. Cedió el paso a dos vehículos que se encaminaban hacia la salida y se pegó al último. Con un poco de suerte, estaría fuera de peligro en breve.
Tras subir la rampa, llegó al parking exterior. Delante suya se había formado una pequeña caravana que llegaba hasta la barrera de seguridad por la que había entrado a las instalaciones y, tras él, la fila iba aumentando su longitud. Pronto se dio cuenta de que aquello no debía ser usual. Y eso le ocasionó nuevas palpitaciones. La circulación se interrumpía; algunos conductores asomaban sus cabezas por las ventanillas para ver qué pasaba allí delante, en la cabina de los guardias. Por fin, logró descubrirlo: un agente de uniforme a un lado y un tipo trajeado enfrente detenían cada coche en una especie de control nada rutinario. Por el momento, no parecían estar entreteniéndose demasiado en cada vehículo, pero los conductores comenzaban a crisparse.
La garita de seguridad se aproximaba a ritmo entrecortado. Cada vez más cerca; cada vez más al límite de la desesperación. Así se sentía Corbal mientras una ansiedad incontrolable le oprimía por momentos el pecho. Tenía que comportarse con normalidad. Tenía que controlarse para no levantar sospechas. El coche que le precedía llegó al control y se detuvo. Ambos empleados se asomaron por cada ventanilla. El vigilante uniformado habló con el conductor y éste le entregó una tarjeta. Mientras el hombre del traje oscuro contemplaba el interior del vehículo haciéndose sombra con sus manos ante el cristal, el otro pasaba la tarjeta por un lector manual y verificaba la identidad en la pantalla.
Corbal bajó la vista y descubrió que seguía llevando la cédula de Garner prendida en el bolsillo exterior. Tiró de ella y alzó la vista. El coche arrancó pasando la valla y el vigilante le hizo un gesto a él con la mano para que se situara frente a la garita. Había llegado el momento. El periodista dejó caer la identificación al suelo y se posicionó donde le había sido señalado.
—Buenos días —saludó con porte casi militar el vigilante—. ¿Me permite su identificación, por favor?
El mismo ritual se cumplió con él. En la ventanilla de al lado, el tipo del traje se había inclinado para mirar en el interior haciéndose sombra con una mano a la altura de su rostro.
—Desde luego —respondió Corbal introduciendo su mano en el bolsillo interior de su chaqueta. Entonces, sus dedos se toparon con la caja que contenía el dvd y todo su cuerpo se estremeció.
—¿Le importaría bajar la ventanilla contraria para que mi compañero eche un vistazo? —solicitó el guardia.
El periodista sacó la tarjeta y, antes de entregársela, pulsó el botón hasta que la ventanilla del copiloto descendió por completo. El vigilante tomó la tarjeta y el hombre del traje introdujo la cabeza por el hueco, como un chucho olisqueando droga escondida. El vigilante pasó por el lector la identificación y se la devolvió mientras esperaba a que apareciera en pantalla la información. No fueron más que algunos segundos, pero a Corbal le resultaron interminables. El tipo trajeado sacó la cabeza y se irguió consultando en silencio al vigilante, que forzó un gesto extraño y, sin apartar el lector de delante de su rostro, interrogó al periodista:
—¿Es usted Miguel Corbal?
Éste asintió con la cabeza. Su boca se había secado súbitamente y su lengua parecía de estropajo. Posiblemente, aunque lo hubiese intentado, su voz no hubiese logrado pronunciar más que un graznido.
—Está bien, puede continuar. Que tenga un buen día —le despidió el vigilante.
Corbal estuvo a punto de perder el conocimiento, pero se sobrepuso. Metió primera y arrancó sin brusquedad dejando atrás el infierno.
Sin embargo, hubo alguien para quien el tormento estaba a punto de comenzar. El hombre cuyo parecido con Don Johnson superaba el término de “razonable” fue interceptado una hora más tarde en una sala de la primera planta del Área Dos. De allí, fue trasladado por dos gorilas hasta el despacho de Nathan Fitch, que aguardaba pacientemente tras su escritorio revisando una serie de documentos. Sonny fue sentado a la fuerza ante él y, por vez primera, el empleado descubrió que eran ciertas las habladurías: nadie lograba soportar la intensa mirada de aquel viejo diablo. Allí, visto de cerca, aterraba. Su cabello pulcramente peinado y aquel traje inmaculado le conferían una elegancia que contrastaba con su aspecto enfermizo. Parecía un hombre paciente, exhibiendo una postura relajada donde sus brazos se apoyaban sobre el escritorio con las manos entrelazadas. Y sí, sonreía. Sonreía como jamás Sonny había visto sonreír a nadie. Lo hacía igual que lo haría el diablo ante una pobre alma saldada con una firma de sangre.
—¿Qué es eso que dicen mis hombres, amigo?
Sonny bajó la vista hacia sus propias manos que temblaban juntas sobre su regazo.
—¿A quién has ayudado a entrar en la Corporación? O, mejor debería decir, ¿a quién has ayudado a salir de ella?