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TRAS aquella puerta de bisagras chirriantes se alzaban unas escaleras de madera, angostas, crepitantes, que conducían en dos tramos de considerable pendiente hasta otra puerta, ésta más cuidada. El psicólogo, con su pistola empuñada con firmeza, giró el reluciente pomo y la empujó suavemente. La luz débil del ocaso se filtró por aquel escueto descansillo y el hueco dejó a la vista un corredor transversal limitado por una barandilla de madera. Virginia, temerosa y exhausta a esas alturas de la misión, consultó a su compañero en un cruce de miradas antes de avanzar, pero fue entonces cuando una ráfaga de cuatro disparos estalló afuera obligándolos a ambos a lanzarse al suelo.

Los tiros no iban dirigidos contra ellos: aquello lo constataron pocos segundos más tarde, ya que las balas ni siquiera impactaron cerca. Además, un grito de dolor aulló a media distancia. Virginia supo entonces, con certeza, que se hallaban en la planta alta de la mansión y que, abajo, en el vestíbulo, las balas habían alcanzado a otro de sus compañeros: Norah Beck. Elorza se puso en cuclillas y asomó la cabeza por la jamba. Otro grito, éste cargado de rabia, ensordeció el ambiente. Se trataba de Tony Delpy, que había contemplado impotente cómo disparaban a la chica.

Virginia descubrió, hacia la mitad del pasillo, a un guardaespaldas armado con una ametralladora, el cuerpo erguido pero carente de vida, en las proximidades de la barandilla encañonando aún a su víctima. Podían haberlo tiroteado desde aquella posición, sin embargo tanto Elorza como ella eran conscientes de que si fallaban se pondrían en evidencia ante el peligro. Parecían transmitírselo el uno al otro con una mirada dubitativa cuando otra ráfaga, esta vez de disparos más espaciados, detonó. Ante el asombro de ambos, el cuerpo del muerto viviente se agitó compulsivamente recibiendo un balazo tras otro hasta que, por fin, cayó desplomado.

En el vestíbulo, el arma humeante de Delpy caía al suelo cuando Virginia y el psicólogo sacaron sus cabezas por entre los barrotes. Después, el arqueólogo reptó, dolorido, junto al cuerpo inerte de Norah.

Ricardo Elorza tiró del brazo de su compañera y ella reaccionó, luchando al principio por averiguar algo sobre el estado de la joven Norah Beck. Pero ya nada se podía hacer. Tony Delpy, con lágrimas en los ojos y encaramado a su cintura desgarraba con fuerza su camiseta, rajándola entre sus robustas manos ensangrentadas, cuando Virginia hubo de apartar la mirada para centrarse en su propio cometido. El psicólogo tiraba de ella conduciéndola hasta una puerta situada justamente ante el cadáver del guardaespaldas. Sabía perfectamente hacia dónde tenían que dirigirse. Una vez allí, echó mano al picaporte y lo bajó, dejando libre la entrada a otra sala.

Estaba acondicionada ésta a modo de biblioteca, con paredes de madera que exhibían cuadros variopintos y librerías elevadas hasta el techo, repletas de volúmenes. El suelo, enmoquetado, confería aún más calidez a la estancia y, en un lateral, un pedestal con una vitrina destacaba sobre el conjunto gracias a su potente iluminación. Virginia se sintió atraída por éste distrayéndose del objetivo de su compañero, el cual se dirigía con cierta premura hacia otro menos iluminado, situado justo enfrente. En el interior del primer expositor encontró un libro abierto al azar. Pero no era un libro cualquiera. Le bastó con verlo para saber que se trataba precisamente del Libro de Qustul; aquel texto que había conducido al profesor Dante Bellver y a su equipo hasta el desierto de Nubia, arrastrándola a ella y, en consecuencia, a su marido, hasta el epicentro de esta indeseable pesadilla.

La voz del psicólogo pronunciando su nombre la sobresaltó, despertándola de un soporífero letargo en el que había caído de forma inconsciente. Lo vio junto a una puerta doble que rompía la continuidad de una de las paredes, sosteniendo una especie de colgante en una de sus manos. Virginia avanzó hasta donde éste se hallaba, curiosa por saber qué era aquel objeto. Entonces, un fogonazo de luz verdosa se filtró por la holgura creada entre la madera y el suelo, iluminando por un breve instante la biblioteca con su potente fulgor.

Elorza tembló de miedo, preparándose para algo que sólo él parecía conocer. Y, tras verlo atenazar con fuerza la culata de su pistola y tomar aire para embriagarse de valor, lo escuchó proferir un “¡ahora!” al que siguió con una contundente patada sobre la puerta, cediendo ésta ante ellos y permitiéndoles el paso a la genuina sala del infierno...

* * * *

Cuando accedieron a ella, el terror que rugía en sus entrañas les bloqueó la consciencia. Empuñaban sus pistolas a sabiendas de que dispararían contra cualquier cosa que se moviese, pues sabían a ciencia cierta que era su vida la que corría peligro. Quizá el psicólogo hubiera visto en sus alucinaciones qué era lo que se ocultaba en aquel lugar; sin embargo, Virginia no tenía la menor idea.

Aquello de lo que serían juez y parte se desarrolló en un suspiro. En medio de la sala —un despacho espacioso y devastado— Nathan Fitch, demacrado, derramaba ira por cada poro de su piel. A su alrededor reinaba el caos: una enorme mesa yacía destrozada contra la pared, junto con todas las estanterías de un soberbio mueble que, desintegradas en el suelo, cubrían éste en un sinfín de astillas y pedazos de madera. Mientras, los libros que habían sostenido, la mayoría deshojados y muchos cubiertos en llamas, se volatilizaban en una lluvia de jirones de papel ígneo convirtiendo a toda la habitación en un entorno propio de una hecatombe. A sus espaldas, el gran ventanal por el que se entreveía parte del pantano bajo el último rayo de sol también había estallado, uniéndose los múltiples fragmentos de cristal al combinado de madera y papel que anegaba la escena.

Fitch se hallaba absorto en un ente que se materializaba en aquel preciso momento allí, en el ventanal, cuando ellos hicieron su violenta aparición. Fue entonces cuando el viejo, sorprendido, giró súbitamente la cabeza hacia la puerta y los descubrió. El sobresalto pareció desestabilizarle en principio, confundiendo sus sentidos. Eran sus ojos dos globos rojos en torno a unas pupilas negras como el abismo, verticales y delgadas. Virginia sintió entonces una corriente de pánico atizando su médula y a punto estuvo de dejar caer el arma ante tan horrenda visión. El impacto provocó en ella, además, una sorprendente reacción de la que su compañero se percató cuando ya era demasiado tarde: su cabello oscuro comenzó a encanecerse súbitamente. Y sólo la voz de Elorza atrayendo su atención para que apartara la vista de los ojos de aquel ser evitó que toda su melena adquiriese un uniforme tono blanquecino.

El fogonazo verdoso que se había filtrado un instante antes procedía de ese espectro que iba tomando forma en el balcón del despacho, próximo a la balaustrada. Ahora su fulgor se había desvanecido hasta limitarse únicamente al contorno de la figura que moldeaba de manera ávida. Sin duda, ésta poseía la apariencia de un ser humano.

Fitch frunció los labios y elevó uno de sus brazos sobre la cabeza. El aspecto del magnate se metamorfoseaba por momentos: ahora su cabello había encanecido con suma rapidez, quedando lacio y alargándose hasta los hombros. Las arrugas en su piel eran surcos y, al abrir la boca en un gesto de agresividad, ambos percibieron cómo sus dientes cobraban forma longa y afilada.

De su mano alzada, una suerte de bola incandescente se formó entre los dedos esqueléticos. Emulaba un sol brillante, cuya luz refulgía eclipsando cuanto se encontraba tras ella.

Elorza elevó su arma y profirió otro grito que predispuso a Virginia. Un grito que evocaba al sentido último de su existencia. Y así fue como ella se entregó por instinto a éste, encañonando con su pistola hacia aquel monstruo de apariencia humana y apretando el gatillo a discreción, evitando siempre que su mirada se cruzara nuevamente con la de aquellos ojos sobrenaturales.

Las pistolas vomitaron una ráfaga de balas sobre Fitch. No se hallaban a demasiada distancia como para fallar, por lo que una tras otra fueron perforando la carne del enemigo, sin compasión, destrozando a su paso músculos, huesos y órganos.

Y así fue hasta que los cargadores quedaron vacíos.

Tras el estruendo reinó el silencio. Virginia y su compañero aún sostenían las armas encañonando al viejo, cuyo brazo, extendido sobre la cabeza, había extraviado ya esa mágica bola de fuego transformándose en humo. Se convirtió aquel en un momento eterno y cargado de incertidumbre, pues Fitch permanecía en pie, con la mirada diabólica aún clavada en Virginia, y su expresión seguía denotando ira en lugar de desvanecimiento. Pero, por suerte, finalmente se desplomó, y ambos dejaron escapar un suspiro de alivio.

La luz verdosa emitió un último esplendor tras el destrozado ventanal, dejando sumida en la penumbra de la noche a la figura que se había creado. Era un hombre, sin duda, y tanto Ricardo Elorza como su compañera hubieran jurado que aquella silueta ensombrecida, medio oculta, pertenecía a alguien a quien conocían demasiado bien. Ambos cruzaron sus miradas, cargadas de esperanza e ilusión ante un pensamiento fugaz que compartieron casi de manera telepática:

Tenía que ser él. Tenía que tratarse de Dante Bellver.

Pero, entonces, el alivio que comenzaba a serenarlos se esfumó con la misma fugacidad con la que había llegado. Del cuerpo desplomado de Nathan Fitch, un espectro de energía surgió por su boca entreabierta emanado de una última exhalación. Se elevó como el aire, con cierta consistencia y emulando una réplica exacta de la última apariencia del magnate. Parecía una holografía de su cuerpo en vida, transparentando todo cuanto había tras ella. En sus ojos aún se intuía el odio y el deseo de venganza, y tanto el psicólogo como Virginia obedecieron al instinto de encañonar a aquella ánima justo antes de caer en la cuenta de que ya no quedaban balas en sus cargadores.

El fin de ambos había llegado y se erguía, revitalizado, ante ellos —asumieron en silencio mientras quedaban postrados bajo su amenazante figura.

Y de esta terrible manera podría haber terminado todo.

Sin embargo, el Medallón que Elorza aún sostenía olvidado en su mano vibró llamando su atención. Guiado por una fuerza ajena e incontrolable, su brazo lo elevó situándolo frente a su rostro. La piedra central adquirió una apariencia acuosa y emitió una luz ambarina que fue cobrando intensidad al ritmo de los latidos de su desbocado corazón. Duró un instante. Y en un furtivo esplendor, el espíritu diabólico del viejo fue engullido por el objeto como lo habría hecho un agujero negro con un átomo de luz, mientras éste emitía un grito desgarrador y sobrenatural: un sonido que, incluso después de tanto tiempo, Virginia aún escuchaba cada noche.