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MIAMI, Florida.
Durante el vuelo, Miguel Corbal consultó algunas páginas de Internet en su portátil. Por supuesto, la primera búsqueda fue la de Abraham Carter. Sin embargo, no halló nada referente al filántropo ni a su hija; ni siquiera alguna breve mención a su peculiar desaparición. Recordó lo que había contado el viejo Garner sobre el avión privado y el trayecto recorrido. Habían volado en dirección a las islas Bermudas. Y, para el periodista, lo único que podía relacionar con el nombre Bermudas era playa, sol, vacaciones y, cómo no, triángulo.
Quizá por aquella razón la siguiente consulta fue obligada. Páginas dedicadas al triángulo maldito superaban las doscientas mil. La principal documentación que aportaban, aparte de las típicas historias de desapariciones más o menos populares, era que comprendía un área de aproximadamente un millón de kilómetros cuadrados y que se vertían opiniones de todo tipo sobre los supuestos acontecimientos. Podría haber estado leyendo años sobre aquel tema, pero no quiso desviarse de su investigación. Así que el siguiente paso fue situar aquella área sobre un mapa del mundo. Fue entonces cuando la suerte se sentó a su lado. Abrió una vista espacial del globo terráqueo que apareció bajo un enrejado de paralelos y meridianos. Casualmente, al trazar Corbal las líneas del triángulo, descubrió que el paralelo 32 pasaba por aquella inmensa zona. Las palabras de Garner se repitieron en su mente: Andrew Ebner puso en marcha un proyecto llamado "Paralelo 32".
Levantó la vista de la pantalla y miró a través de la ventanilla. Grandes cúmulos de nubes descansaban como montañas de algodón bajo el avión. El sol proyectaba sus rayos implacables sobre el fuselaje, y la visión de aquel paisaje le resultó celestial. Al terminar el encuentro en el hospital, el señor Madsen había realizado una llamada para ponerle en contacto con una persona que trabajaba en Nethuns; alguien que podría ampliar su información y conseguirle acceso a las instalaciones de Miami. Y, finalmente, le había extendido un suculento cheque antes de darle las gracias y desearle suerte.
En cuanto a Nathan Fitch, lo que pudo averiguar antes de aterrizar en el Aeropuerto Internacional es que se trataba de un septuagenario neoyorquino con afición por la arqueología que había heredado, a los treinta y tantos, innumerables beneficios y empresas de su padre. No era muy diferente del propio Garner, mirado desde los ojos de un hombre corriente. Halló unas cuantas fotografías de Fitch en Internet. Casi todas pertenecían a su juventud: un muchacho delgado, atractivo, de cabello oscuro y ojos vivos. A excepción de una imagen típica de graduación, en el resto vestía con ropa clásica de arqueólogo, con sombrero incluido. Todas ellas eran en blanco y negro. La más moderna la habían tomado delante de unas excavaciones, y un texto adjunto a columna recuadrada parecía explicar lo que la fotografía ilustraba. Pero Corbal no se molestó en leerlo. Guardó la página en su carpeta de Favoritos y cerró la tapa del portátil al tiempo que una azafata se aproximaba para servirle la copa que había pedido.