Capítulo VIII
El poder del mago
La lúgubre sala oculta del palacio, propiedad exclusiva de Gaumata, gozaba de una iluminación anaranjada, casi rojiza, y de una temperatura cálida emitida por el mismo fuego que la alumbraba. El mago permanecía sentado en el centro de una piedra circular de tres metros de diámetro, bien pulida, que dominaba la estancia a un metro sobre el suelo. A su alrededor estaban dispuestas las antorchas cuyo fuego causaba los efectos antes descritos y, sobre las paredes, iluminaban el recinto otras muchas.
Gaumata se hallaba desnudo, las piernas entrelazadas y las palmas de las manos apoyadas sobre sus rodillas. Conservaba la espalda perfectamente recta y la mirada fija al frente, sobre un alto pedestal de piedra, donde Raal preparaba cierto mejunje mezclando el contenido de varias vasijas de barro. La egipcia vestía una túnica de seda transparente sobre su cuerpo desnudo, sin más adorno que el Medallón de orihalcon que pendía de su cuello. Tras largo rato hipnotizado en aquella piedra heptagonal de ámbar, mientras ella mezclaba brebajes, había creído vislumbrar algo insólito allí: la joya parecía palpitar cual corazón humano. Aquello le devolvió a la memoria el último interrogatorio a la joven, que había sido muy explícita al relatar sus propiedades para convertir a un hombre en un djinn [Transcripción inglesa que se refiere al genio de la mitología semítica. N. del A]; pero de igual forma le había alertado sobre el peligro que ello llevaba implícito: La poderosa energía consumiría su cuerpo hasta acabar con su vida. Después, se liberaría. Entonces podría pasar a otros cuerpos, que correrían la misma suerte que el suyo. Mas, de no ocupar ninguno, el Medallón la atraparía dejándola presa en su interior.
Gaumata sabía, ciertamente, que ser un genio le otorgaría un poder inmenso, aunque tuviera que renunciar a su estado humano. Sólo tenía que apañárselas hasta que Mâlik le proporcionase la Piedra de Ilbet; entonces no necesitaría poseer otros cuerpos que minaran su poder y que se consumirían ávidamente ni sería atrapado por el ámbar. Pero, hasta ese momento, necesitaba encontrar la mejor fórmula para sobrevivir. Quizá en estado físico —discurrió— correría menos riesgos. No obstante, el paso por el Medallón sería inevitable en algún momento. Y eso conllevaba un serio peligro: sólo el propietario del objeto podría liberarlo nuevamente. Hasta qué punto Gaumata podía fiarse de la egipcia, no lo tenía muy claro.
Cada pro y cada contra se había ido alternando durante días en la cabeza de Gaumata. Al mago, la idea de conseguir aquel estatus lo seducía hasta la enfermedad, pero no a cualquier precio. Sin embargo, en un momento de lucidez, obtuvo la solución a su problema: obligaría a la egipcia a acatar su voluntad llevando encima un elemento mágico que la obligara a obedecer sus órdenes: un objeto creado por él mismo.
Aquel elemento lo confeccionó el hechicero en forma de anillo dorado, grabado en su interior con una fórmula, que colocó en el dedo índice de Raal y que quedó acoplado a éste como si formara parte de su propia piel. De aquella manera, desde el medallón podría manipular su mente para ser liberado a su antojo.
Gaumata siguió absorto en el interior del ámbar hasta que un destello se escapó de la joya difuminándose en el ambiente.
—Ya está —informó en aquel momento Raal y levantó la cabeza hacia el mago.
Éste desvió la atención del colgante. Una ligera corriente eléctrica parecía recorrerle por dentro.
—¿Estás preparado? —le preguntó aproximándose con una vasija sostenida en ambas manos.
—Creí estarlo.
—Gaumata, aún puedes desistir...
El mago la miró en silencio. Sus pupilas brillaban por el fuego y transmitían un temor mezclado con codicia.
—No —respondió finalmente—. Tengo la oportunidad de poner el mundo bajo mi mando. Eso es algo que muchos otros anhelan y que jamás lograrán. Estoy listo —sentenció cerrando los ojos.
Raal cruzó la frontera de antorchas y ofreció la vasija al hechicero, que la recogió con ambas manos y la llevó hasta sus labios. La egipcia abandonó el círculo de piedra para regresar al pedestal; allí tomó el medallón y lo elevó ante su rostro, mirando a través de la piedra heptagonal a Gaumata mientras bebía éste el brebaje. Luego comenzó a susurrar algo ininteligible, en un dialecto desconocido incluso para aquellos que hubieran logrado oírlo. El mago, que permanecía con los ojos cerrados, seguía bebiendo. Un extraño fenómeno se observó en aquel instante en el ámbar; unos finos hilos de electricidad surcaron su interior en forma de pequeñas descargas. Raal continuaba su oración, con la vista fija en unas ondas que reemplazaron a los hilos eléctricos, como si de agua se tratase, y que distorsionaron más la imagen de Gaumata.
A éste se le cayó la vasija, ya vacía, haciéndose pedazos contra el suelo. Permaneció sentado, con los brazos colgando sin fuerza a los costados y la cabeza tendida hacia atrás, sobre la espalda. Pronto, un fuerte dolor lo dominó desde sus entrañas. Se retorció de pies a cabeza, sin control alguno de su propio ser. Finalmente, quedó tendido sobre la piedra pulida, en posición fetal, convulsionando.
El fuego de las antorchas se elevó hasta un metro haciéndose vivaz. El rostro de Raal se iluminó aún más, enrojecido por la luz, y la egipcia soltó el colgante; pero contra cualquier previsión, éste se mantuvo flotando ante ella. Del interior de la piedra, convertida en líquido, se desprendió una esfera transparente del mismo diámetro que la circunferencia de orihalcon. La esfera flotó suspendida en el aire durante unos instantes, mientras Gaumata se descomponía por el tormento. Seguidamente, fluctuó hacia el círculo central de piedra pulida, atravesando la muralla de fuego sin oposición alguna.
Mientras tanto, una fuerza invisible colocaba el cuerpo del mago en posición horizontal y lo suspendía en el aire unos centímetros. El susurro de Raal le resultó perfectamente audible a éste, pero era incapaz de abrir los párpados o de realizar cualquier movimiento físico; en realidad, era como si su cuerpo ya no le perteneciese y no obedeciese sus órdenes.
Las llamas se avivaron cuando la esfera se aproximó al rostro del hechicero. Alcanzaron los dos metros de altura y un espeso humo negro ascendió hasta el techo abovedado. Aquella esfera transparente, que parecía formada por algún líquido translúcido, se posó suavemente sobre los labios resecos de Gaumata adoptando la forma y textura de éstos, fundiéndose con ellos al instante.
Una inhalación profunda suministró oxígeno a sus pulmones; y despertó del letargo. El fuego descendió y con él, la luz y el calor.
Raal susurró las últimas palabras de su oración y el medallón volvió a ser presa de la gravedad, recuperando el ámbar su solidez y su geometría.
Gaumata miró hacia el techo, inmóvil aún; sólo respirando. La luz de las antorchas llegaba con dificultad ahí arriba. Sin embargo, recordaba aquel techo mucho más alto de lo que lo veía ahora. Una sensación extraña lo dominaba. Le resultaba placentera; indefinible. Al cabo, decidió ponerse en pie y su cuerpo obedeció al deseo adquiriendo súbitamente la verticalidad.
Sólo entonces se dio cuenta de que se hallaba flotando a varios metros sobre el suelo.