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EN algún lugar de Louisiana.

Cuando Corbal abrió los ojos se hallaba en una sala en penumbras, atado de pies y manos a una incómoda silla de madera. Aunque nada cubría su boca, una aberrante sequedad y la lengua ligeramente insensible le impidieron pedir auxilio. Tenía que pensar con claridad, poner en orden su dolorida y resacosa cabeza.

Su vista aún estaba afectada. Lo único que recordaba era la terraza de aquella habitación en el hotel de Miami y las rayas de cobertura de su móvil al máximo reflejadas en la pantalla. Apretó los párpados y volvió a abrir los ojos un momento después. Ahora la oscuridad parecía concederle una tregua. La sala se encontraba vacía, a excepción de lo que parecía una lámpara de pie en un extremo de la misma.

Hacía calor; un calor húmedo.

Tuvo que hacer un esfuerzo extraordinario para rememorar qué sucedió después de observar aquellas franjas de cobertura, pero sólo le sirvió para recordar un contundente batacazo en la parte posterior de la cabeza y todo lo que le rodeaba dando vueltas tras una nebulosa.

—Dios. ¿Dónde estoy? —se preguntó en un susurrante balbuceo.

Giró la cabeza para ver qué tenía tras de sí y una suerte de latigazo interior sacudió su sien arrancándole un graznido de dolor.

Volvió a cerrar los párpados. Los mantuvo apretados durante unos segundos y, al abrirlos nuevamente, una visión espectral desbocó a su corazón: ante él se hallaba una presencia entre las sombras. Un ser de aspecto horrible, escuálido... o mejor dicho, consumido. Se hallaba en pie, estático, observándole como quien vela a un familiar durante toda una noche. Corbal profirió un breve grito, pero el extraño no se inmutó.

Entonces, la lámpara de la esquina se encendió sorpresivamente, en un acto de independencia, y el periodista se vio obligado a cerrar los ojos, instantáneamente deslumbrado y reaccionando por reflejos ante el dolor.

—Por fin, señor Corbal —escuchó la voz grave de aquel extraño—. Creí que nunca volvería a despertar...

La luz le dañaba. Tanto, que dedujo que había estado demasiado tiempo sumido en una fase de inconsciencia plena. Pero se esforzó por entreabrirlos para descubrir a su interlocutor: el señor Nathan Fitch, que a medida que se volvía más nítido iba cobrando una presencia más aterradora. Visto en persona, Corbal garantizó que una fuerza interior en aquel tipo lo volvía sobrenatural. Aquella era, sencillamente, su definición.

—Por si se lo pregunta de ahora en adelante —continuó Fitch inmutable, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón de traje color perla—, se encuentra en el sótano de una mansión construida en el interior de una zona natural de Louisiana. Y, aunque la adquirí hace tiempo, por los alrededores nunca pasa nadie. Puedo asegurárselo. Si pudiera usted salir, contemplaría un pantano a espaldas del edificio y bosque inhabitable rodeándolo. Mucha gente de la zona conoce la existencia de este lugar, no vaya a creerse. Pero todos, por alguna razón, lo temen. —Arqueó sus cejas como si aquello no tuviera explicación racional para él—. Usted que es periodista podría escribir largo y tendido sobre esta peculiar vivienda. Sobre su historia. Le sorprendería el pasado de esta casa, se lo aseguro. Hay lugares, señor Corbal, que contienen vida propia. Lugares con alma, diría yo. Y este es uno de ellos. ¿Había oído alguna vez hablar de él?

Corbal abrió totalmente los párpados y sus ojos se cruzaron con los de Nathan Fitch. Fue un instante; algo más veloz que lo que tarda un rayo en impactar contra un árbol y quebrarlo, pero el periodista recordaría por el resto de sus días aquellos ojos. Porque no eran unos ojos al uso. No. Eran los ojos que tendría la esencia del mal si se encarnara. Por eso el periodista desvió su mirada sintiendo quizá más dolor que el que le había producido la luz de la lámpara al encenderse.

—Veo que no. Me encantaría contarle su historia. Sin embargo, debemos de tratar otro tema más importante. El porqué está usted atado a una silla en el sótano de esta mansión. ¿Le parece?

Dos guardaespaldas de Fitch entraron en la sala. Dos gorilas de dos metros de altura con puños de acero ensortijados sobre sus nudillos. Y Corbal entendió en aquel momento las palabras del tipo que se hacía llamar Sonny en el centro comercial: iban a sacarle toda la información costase lo que costase.

El periodista trató de hacerse el fuerte, ante la divertida mirada del viejo, y recibió una contundente paliza. Cada golpe multiplicaba la sensación particular de tiempo transcurrido. Su rostro se desgarraba y escupía sangre; sus labios se partieron por diversos sitios, algunos dientes se soltaron de sus encías. Encajó golpes en el cuerpo, en la cabeza, en el costado... Cayó varias veces al suelo con la silla a cuestas, y volvió a ser izado para que el ritual continuase.

Y habló. Vaya si habló.

Habló del tal Sonny, pero Fitch ya había tenido una reunión con aquel guaperas. Así que tuvo que declarar sobre Al Garner. Y sobre Dante Bellver. Y sobre el dvd que se había llevado de las instalaciones de la Corporación y sobre las carpetas que contenían información del proyecto “Paralelo 32” e información acerca de la propia persona de Fitch. Y sólo entonces, éste mandó parar a sus hombres.

Se aproximó hasta Corbal, que parecía un guiñapo ensangrentado al que respirar le suponía un esfuerzo sobrehumano, y se dispuso a regalarle una ración gratis de información. Pero el periodista no estaba para escuchar; todas sus energías se concentraban en sobrevivir.

—El hombre ansía el poder. Incluso más que el dinero. El poder enriquece el espíritu; es la droga más fuerte, capaz de cambiar al que la prueba. Todos los seres humanos sueñan con tener poder, puesto que eso es lo que los diferencia del resto; lo que los eleva sobre sus semejantes. Ostentar un cargo superior implica dominar al resto y dominar al resto implica ser su dueño; y eso es, sencillamente, un acto lascivo de posesión; uno de los sentimientos más primitivos del hombre. Los poderosos quieren gobernar: ser senadores, presidentes de gobierno, líderes mundiales... No desean esos cargos por representar y defender los intereses de sus ciudadanos, sino para dominarlos y controlarlos a su antojo. Y, a través de la política, esa gran farsa, distraen a sus súbditos.

Respetó un instante de silencio y continuó:

—Nací hace mucho más tiempo que Nathan Fitch, amigo mío. Y estuve encerrado en un lugar asqueroso hasta que aquel joven me rescató. El mismo lugar al que envié a Dante Bellver y en el que ahora estará tu mujercita. Cuando logré escapar de las profundidades del desierto, me dejé algo en su interior. Algo que me permitirá dirigir a mi antojo este trocito de Universo en el que habitas. Esta parcela minúscula que tantos beneficios proporciona a los que saben manejarse por ella. Como ves, yo también ansío el poder. Pero es un poder por el que cualquier ser humano vendería su alma. Yo ansío el poder sobre todo este mundo que tú crees conocer, incluida la especie humana.

Corbal sangraba, sintiendo su rostro apelmazado, y sus ojos desvirtuaban la imagen de Fitch convirtiéndolo en un ser aún más monstruoso.

—Eso es lo que Alice Carter se quedó sin saber de mí, a pesar de su empeño porque aquel detective de medio pelo averiguara mi pasado.

El periodista trató de mover sus labios, pero el dolor que recibió en respuesta le convenció para no hacerlo.

—No, Corbal. Yo no tuve nada que ver con que no regresara de su viajecito. Aunque sí me encargué de quitar de en medio a los otros dos accionistas que pondrían trabas a mi excursión al desierto. Y después, confié en el viejo Bellver para que recuperara la piedra de Ilbet y me la hiciera llegar. Porque sólo con él haré realidad mi plan.

Entonces sonrió, pero no parecía hacerle gracia la idea.

—Por supuesto, el viejo profesor no me la entregará. Él tiene otros planes. Mi piedra no es su objetivo principal allí. Pero mandará al resto de su equipo con ella como pago por mi... favor. Porque sólo gracias a mí él logrará su propósito.

Corbal emitió un gemido. Era todo lo que le permitían articular sus doloridas mandíbulas.

—Así que tú de eso no sabes nada, ¿eh? Bueno, tampoco tiene importancia. Debajo de aquel desierto se abre la puerta que Bellver necesita cruzar para recuperar lo que perdió hace un par de años. Por eso le propuse un pacto: él me haría llegar la piedra y, a cambio, podría tomar la decisión que quisiera... —Se inclinó sobre el periodista y éste percibió su pútrido aliento—. Pero tu presencia me ha creado dudas acerca de si en el último momento el viejo decidirá no cumplir su parte del trato. Por eso, voy a utilizarte como garantía.

Volvió a erguirse, sin apartar su enigmática y todopoderosa mirada de él.

—Y si te portas bien, Corbal, te dejaré vivir para que difundas mi leyenda. Porque se acerca una nueva era para el hombre. Una era totalmente distinta a la que hasta ahora habéis conocido...