Capítulo XIV
El viaje de Mâlik:
Redención
Cuando abrió los ojos, hallábase tendido a orillas de un mar calmado cuyo color azul contrastaba con el rojizo matiz del paisaje desértico que lo rodeaba. Mâlik no recordaba más que aquellas burbujas ascendiendo a su alrededor; después, había perdido el conocimiento. Seguramente, la protección de Gaumata le habría salvado de lo que fuera que se hallase bajo el mar, conduciéndolo hasta tierra firme —había especulado.
Por la posición del sol, aún no era mediodía. Caminó a pie, internándose en el árido desierto, en busca de un lugar donde cobijarse y comer. Pero ante su vista sólo se extendía la árida estepa, sin concederle pistas de a qué altura se hallaba ni en qué orilla.
Caminó y caminó. Sus ropas se secaron rápido y el sol se pegó a su piel sin concesiones. A veces los pies le arrastraban de agotamiento, mas no quería detenerse; no podía. Su vista, a intervalos, se nublaba a causa del hambre y la deshidratación acuciante y, en aquellos momentos, el persa intuía la muerte.
Tras una cruel jornada, el sol se retiró dando licencia a la noche. Mâlik descansó a la intemperie. Nada ni nadie había aparecido en su camino, a excepción de un pequeño oasis donde se había surtido de agua.
La jornada siguiente no fue mejor. Hacía tiempo que había dejado de sentir la piel reseca y los labios cortados. No porque no los tuviera, sino porque otras sensaciones aún más desagradables superaban a aquellas. El calor comenzaba a fundir su energía y la frontera entre la cordura y la demencia parecía rondarle. La desesperación y la incertidumbre de encontrar su salvación lo minaban y, cuando no eran aquellos recursos, aparecían las memorias de los muertos. Quizá se estuviese encaminando hacia ellos —llegó a pensar—. Quizá aquel fuera el paso previo: un largo camino cuyos tormentos se regían por los actos llevados a cabo en vida. En su recuerdo se alternaban los compañeros que cayeron del barco con tantos otros que perecieron en combates previos; bárbaros decapitados por su espada y prisioneros torturados con sus propias manos. Madres llorando la muerte de sus hijos e hijos sollozando por la falta de sus padres. Pueblos y más pueblos; unos saqueados, otros pasto de las llamas y el resto conquistados tras derramar litros de sangre sobre su suelo. Injusticia y barbarie a partes proporcionales, eso era todo lo que había regido sus actos.
Finalmente, a las puertas del nuevo ocaso, apareció ante él un soldado griego portando la cabeza decapitada de su padre. Había cobrado presencia desde su mente y se había materializado sobre la arena de aquel inhóspito desierto rojo. En pie frente a Mâlik, con un casco protegiendo su cabeza voluminosa, sonreía bajo una poblada barba azabache. En una mano, la cabeza de Roque; en la otra, la enorme espada afilada y chorreante de sangre.
Mâlik se detuvo, derrotado. Miró al griego a los ojos, pero no sentía ya en su espíritu odio ni sed de venganza. En realidad, no sentía nada. Se arrodilló clavando las rodillas en la arena, entregado, decidiendo que era un lugar como cualquier otro para morir. Entonces contempló las piernas musculosas del bárbaro avanzando hacia él y la sangre escurriendo sobre la tierra desde la espada. Aturdido, sin fuerza ni valor, el joven general agachó la cabeza aceptando el veredicto, pero un vahído se apoderó bruscamente de su consciencia antes de recibir el golpe de gracia.
Al día siguiente, el calor y la luz lo despabilaron. Un suave viento azotaba su rostro, levantando tierra a intervalos. Contaba ya con que le asediaran nuevas visiones, aunque deseaba que la muerte lo alcanzara finalmente en aquella jornada. Quizá, de haber conservado algún arma, la hubiese utilizado para aliviar definitivamente su tormento. Pero ninguno de sus deseos se vería cumplido: Pasado el mediodía, un extraño ruido le obligó a detenerse. En la distancia, por el oeste, se aproximaban tres jinetes a caballo. Cabalgaban rápido, a pesar de las dunas y de la dificultad de aquel terreno para dichos animales. Pero ellos se acercaban como si aquello no supusiera impedimento. Los corceles eran negros, y las vestiduras de sus jinetes contrastaban por su blancura irradiante bajo el sol. Cubrían sus identidades gruesas telas y turbantes y los tres parecían encaminarse directamente hacia él. Fueran quienes fuesen, nada podría ya perjudicarle.
Al cabo, los jinetes alcanzaron a Mâlik, rodeándolo. Uno parecía más robusto que los otros y ejercía de cabecilla. Incluso bajo la banda que cubría los rostros de los dos acompañantes, pudo adivinar que unos rasgos más delicados que los de un hombre adulto los caracterizaban. No supo definir Mâlik si se trataba de dos mujeres que escoltaban al primer jinete o de dos jóvenes, pero pronto saldría de dudas.
En medio del círculo formado por los extraños, que comenzaron a trotar a su alrededor, el persa daba vueltas tratando de sostener la mirada de alguno.
Al fin se detuvieron. La potente luz del astro rey cegaba parcialmente su visión y las caras se ensombrecían ante él. El cabecilla apartó su tela de la boca y le habló:
—Ten cuidado, hijo.
Mâlik sintió cómo su corazón daba un vuelco. En aquella voz había vuelto a reconocer a su padre. Cayó pues en la cuenta de que sus acompañantes no podían ser otros que su madre y su hermano, y una fuerte emoción lo embargó.
Los tres caballos se agitaron y el de Roque relinchó.
—Padre —pronunció Mâlik tratando de contener las lágrimas.
—Sigue el camino, Mâlik. Pronto hallarás tu destino —vaticinó su padre.
—No agonices ni te rindas. Hijo mío, algo maravilloso te espera —aseguró la dulce voz de su madre mientras su animal se preparaba para partir.
—Suerte, hermano, y no olvides permanecer siempre alerta. Sólo así vengarás nuestra muerte.
Mâlik extendió el brazo hacia ellos, pero los corceles avanzaron y no los pudo alcanzar. Posteriormente, mientras partían, su padre volvió a advertirle:
—¡Lucha, hijo! El fin está cerca.
Y galoparon hacia lo alto de una duna mientras el viento borraba de inmediato sus huellas.
Mâlik quedó perplejo, con lágrimas en los ojos, y las figuras se esfumaron en el aire antes de alcanzar la cumbre.
Cuando se recuperó de aquella visión, echó a andar siguiendo el rumbo por donde se habían perdido sus difuntos. Remontó la duna y, al alcanzar la parte más alta de ésta, contempló aquello que le acababa de ser anunciado.