Capítulo XIII

La muerte de Gaumata

Tras aquel acto en el desierto, Gaumata se retiró de la vida pública encerrándose en palacio; y, más concretamente, en su sala secreta. No permitía que nadie lo molestase, sin excepciones. Aquellos fueron días intensos. Mientras su hermano se preguntaba qué sería lo que lo mantenía enclaustrado, sin comer ni beber, alejado de todos y de todo, el resto de magos le insistía en la necesidad de llevar a cabo un plan rápido contra el rey, ante la sospecha de que algo anduviese mal en la salud de Gaumata.

Raal, por el contrario, exhibía una fría calma. Y aquello fue lo que desencadenó la ira de Patizithes, que terminó por temer que la que se había convertido en la mano derecha de su hermano lo hubiera envenenado. De ahí su aspecto y su cambio de carácter en las últimas jornadas. Gaumata había ido degenerando poco a poco y él terminó por atar cabos reconociendo en Raal a la culpable de dicho deterioro.

El asunto anduvo a las puertas de terminar mal saldado. Pero una noche, tras un sueño inquietante, una voz guió a Raal hasta la sala secreta. Al llegar, el acceso se abrió permitiendo su paso. Y allí, rodeado de antorchas sobre la gran piedra circular, descubrió el cuerpo consumido de Gaumata.

Entonces, la voz del hechicero volvió a susurrar en el interior de su cabeza:

—Libérame...

El Medallón de orihalcon permanecía sobre el altar desde donde la egipcia había consumado la transformación del mago. Se acercó hasta él y lo tomó en sus manos.

—Hazlo —le alentó aquella conciencia ajena.

Raal posó su mano sobre la piedra de ámbar y ésta se licuó despidiendo un potente fulgor. Tras éste surgió un resplandor anaranjado tan potente que la joven hubo de apartar la vista para no cegarse. Fue breve; lo que un latido. Después, todo volvió a la normalidad.

La egipcia colgó el medallón de su cuello y escudriñó alrededor.

—¿Gaumata? —preguntó con cierta inquietud.

—Veo que afuera los ánimos están exaltados... —sonó su voz desde todos los rincones.

El fuego de las antorchas se avivó de pronto, sobresaltando a Raal.

—Nada que no tenga arreglo cuando reaparezcas públicamente.

Una suerte de aire hizo tremolar unas cuantas llamas.

—Pues tendremos que ponernos manos a la obra. El golpe contra el rey no surtió el efecto que yo deseaba. Él no estaba entre los miembros de la expedición. Sin embargo... —hizo una pausa y el sonido se materializó tras el cabello de la chica—. Fue un duro golpe para su ejército. Perdió gente vital.

Ella se volvió y descubrió la figura de Gaumata a su lado. En realidad, se trataba de una representación, pues flotaba en la estancia como una neblina a la que le faltaban los pies; sin consistencia.

—¿Te he dicho en alguna ocasión que odio estos trucos? —manifestó la joven con cierto enojo.

—Vaya. Te pido disculpas, mi princesa.

—Así que el ejército está mermado... —Echó a andar bordeando las antorchas, para lo que hubo de cruzar previamente a través del espectro, que se desmaterializó y se recompuso como si nada

—Así es.

—Entonces va siendo el momento de dar el golpe definitivo, ¿no crees?

—Desde luego. Pero, primero, he de resolver un asunto con mis colegas. No quiero que piensen que han de buscar un sustituto para su plan...

—Los reuniré al amanecer en esta sala —anunció ella—. El resto corre de tu parte.

Así fue. Al amanecer, la junta de magos se reunió en el lugar habitual. Pero, en esta ocasión, el cuerpo de Gaumata no presidía la mesa, sino que ocupaba el círculo central; sin vida. Todos se dispusieron en torno a él, consternados, murmurando sobre el mal estado que presentaba el cadáver. Patizithes, dividido entre el dolor y la rabia, habló al difunto:

—Te prometo, hermano, que acabaré personalmente con la vida de esa ramera.

Terminadas sus palabras, y ante el asombro de los presentes, el cuerpo convulsionó como víctima de una fuerte descarga. Los hechiceros retrocedieron sobresaltados, lanzando exclamaciones de asombro. El difunto se fue elevando ante ellos adquiriendo pronto la posición vertical y, seguidamente, descendió hasta posar sus pies sobre la piedra. Fue en aquel momento cuando abrió los ojos mostrando sus iris color rubí en torno a dos pupilas felinas y recorrió con su mirada, por turnos, a cada uno de ellos.

—¡Gaumata vive! —exclamó uno.

—Vivo, aunque de una manera distinta a la que podáis imaginar —respondió éste avanzando hacia el borde para dejarse posar suavemente sobre el suelo—. En cuanto a ti, Patizithes, deja a la egipcia en paz. Gracias a ella soy ahora más poderoso de lo que jamás hubiera llegado a ser, y será mi mano derecha hasta que este Imperio me pertenezca.

Su hermano agachó la cabeza, sumiso, mientras Gaumata caminaba lentamente alrededor del grupo.

—En cuanto a vosotros, os he reunido para anunciaros que vamos a tomar posesión del trono. Ahora puedo albergar en el cuerpo de quien se me antoje y obrar las acciones que desee. En mi gobierno ocuparéis un puesto importante, pero os aviso que quien pretenda usurpar mi lugar será destruido con la peor de las torturas imaginables. Sed, pues, bien recibidos en mi nuevo reino.

—¿Y cuál es tu plan? —preguntó su hermano alzando la mirada hacia el cadavérico rostro del djinn, que le provocaba escalofríos.

—Suplantaré al hermano del rey. El pueblo me aceptará sin oposición. A fin de cuentas, se trata de un heredero legítimo.

—¿Y qué haremos con Cambises? —planteó otro.

—Cambises ya no goza de mi protección. Tarde o temprano morirá. No debemos preocuparnos por él. —Guardó silencio, sin dejar de caminar en torno a ellos—. Comenzaremos por aplicar medidas en contra de levas e impuestos, y haremos resurgir a la aristocracia. Pronto, este será el Imperio que todos deseamos.

Los asistentes guardaron silencio. El plan no tenía pega alguna; era mejor aún que lo que ellos habían planteado en un principio. Suplantar la persona de Esmerdis, al que el propio Cambises había ordenado asesinar en secreto antes de emprender su partida hacia Egipto, era una manera de justificar ante el pueblo el derecho hereditario del trono. Nadie lo consideraría un usurpador y, en breve, sin la protección mágica de Gaumata, el rey hallaría la muerte segura.