28
EL escalofriante sonido que se arrastraba tras Delpy por el exiguo pasillo no auguraba nada tranquilizador. Habían atravesado la sala de paneles líquidos y la posterior, aquella cuyas paredes se hallaban repletas de grabados con jeroglíficos donde Bellver había interpretado el sentido cíclico de nuestra Historia. Hasta ahí, la ventaja sobre el perseguidor había resultado suficiente; pero ahora se enfrentaban a lo peor: los malditos corredores por donde Elorza había sufrido un ataque claustrofóbico imaginando cómo sería huir por ellos. Y había llegado el fatídico momento de comprobarlo.
El psicólogo seguía encabezando el grupo, con Norah pisando sus talones —más bien, mordiendo, pues avanzaban a gatas tal y como habían entrado—, y en ningún momento había girado la cabeza hacia atrás. Se había golpeado ésta más de una vez con el techo y sus manos y rodillas sufrían el roce de la gravilla desprendida sobre el suelo. La luz azulada de la linterna alumbraba su camino.
Norah aferraba aún en su mano el objeto piramidal —prefería no perder ni un segundo en aquella maniobra— y se valía de la luz de sus compañeros para llegar afuera. La piedra comenzaba a emitir una tonalidad purpúrea, con cierto efecto palpitante, y se calentaba lentamente en contacto con su piel. La chica seguía de cerca a Elorza, con el pulso acelerado y la adrenalina disparada por sus venas, gimiendo a medida que coordinaba piernas y brazos en el avance. Poco le importaba en aquellos momentos los cambios que se produjeran en su tesoro; no podía pensar en nada más que en salvar su vida.
Ascendieron por aquellos pasadizos padeciendo la inclinación del camino, pues el avance resultaba agotador. Lo vencía el miedo, sin duda, y el maldito sonido, ora rugido, ora siseo, que por tiempos se acercaba o alejaba. En ocasiones, los propios quejidos de esfuerzo y dolor emitidos por ellos mismos eclipsaban a aquel, aunque ni por un momento dejaron de creer que aquella cosa fuese a desistir en su empeño por darles caza.
Antes de lo previsto, el grupo saltó a la sala donde habían hallado los cadáveres: la estancia del pilón rodeado por seis columnas. Restaba alcanzar la sala contigua a través de la entrada de medio arco y, desde allí, acceder por el último pasadizo en ele al pequeño habitáculo superior.
Corrieron tan rápido como sus piernas y sus facultades les permitieron y se encaramaron al último pasadizo con una agilidad impropia en ellos. En aquel momento, el rugido a sus espaldas se transformó en un zumbido, como si un enjambre de abejas abandonara su nido y volase en grupo. El arqueólogo se arrastró tras Virginia, con el pecho pegado al suelo y las botas haciendo palanca en las paredes laterales.
—¡Vamos, vamos, vamos! Más deprisa o esa cosa nos alcanzará —gritó y la investigadora hizo un sobreesfuerzo por acelerar el ritmo.
El psicólogo saltaba al reducido habitáculo donde colgaba la escalera de cuerda mientras el zumbido del arcano se introducía por el pasadizo. Norah alcanzó la salida al instante y Elorza la cedió el paso para que subiera. Al tiempo, Virginia se lanzó al suelo desde la abertura de la pared y la cabeza de Delpy se asomó tras ella, sudoroso y descompuesto el rostro. La técnico dejó que Virginia pasase primero, por si necesitaba ayuda, y ella ascendió detrás, apresurada por Elorza.
Pero en el instante en que Virginia se encaramaba al suelo de la planta superior, el sobrepeso hizo saltar uno de los anclajes de la escalera y ésta se descolgó de un lado, quedando sostenida únicamente por el otro amarre. El grito del psicólogo fue unísono al de Norah, cuyo reflejo por aferrarse a la soga llevó a su mano a soltar la Piedra, que cayó como un plomo. Elorza la vio pasar por su lado, pero no pudo reaccionar; bastante tenía con imitar la acción de su compañera y sujetarse con ambas manos a la parte de la escalera que aún se sostenía fija, mientras se balanceaban hacia los lados como si estuviesen en una liana con escalones. En cuanto a Delpy, escuchó la piedra caer contra el suelo, pero aquel zumbido amenazante avanzando endiabladamente por el corredor lo persuadió para continuar el ascenso y olvidarse del preciado objeto.
—¡La Piedra! —gritaba Virginia a Norah desde la sala de la estatua mientras el arqueólogo se ponía en pie—. ¡Tenemos que bajar a por ella!
—Ni lo sueñes. Hay que salir de aquí —ordenó Delpy avanzando hacia la puerta de la sala y encabezando nuevamente el grupo.
—Si no le llevamos ese diamante a Fitch, mi marido morirá.
—Y si volvemos, moriremos nosotros —alzó la voz iniciando la carrera hacia la salida.
Elorza cogió del brazo a Virginia y tiró de ella. Norah corría ya tras el arqueólogo.
—Ya pensaremos cómo salvar a tu marido. Pero larguémonos de aquí. ¡Ya!
Y cuando ella se disponía a zafarse de su brazo para regresar, un tremendo y escalofriante rugido emanó del interior del hueco perforado en el suelo.
El psicólogo fue el último en volver a ver la luz del sol de aquel maldito desierto nubio. Había salvado los tres metros que separaban suelo y techo del pasillo lateral del templo y, deslumbrado, pareció presentir el cuerpo ágil de Virginia ascendiendo por las escaleras pegadas a la pared de la excavación. Afuera se había levantado un viento infernal que arrastraba la arena sin piedad, y una cascada de ésta manaba por el hueco. Pronto, los seis metros excavados volverían a estar cubiertos, escondiendo nuevamente aquel secreto bajo tierra. Elorza, con los párpados entornados y dolorido, se abalanzó sobre la escalerilla de la pared y, a tientas, ascendió lo más rápido que pudo.
Sobre la superficie, el temporal resultaba devastador. La arena llevaba tal fuerza que dañaba al golpear sus rostros. Delpy y Norah habían optado por quedarse tumbados en el suelo, boca abajo, protegiendo con sus brazos la cabeza y aguantando la respiración. La fuerza del viento convenció de inmediato a Virginia para hacer lo propio y así los halló Elorza al asomarse desde el cráter.
Quizá no pasasen más de un minuto en aquella posición, aunque a ellos les resultara eterno. Cuando el viento amainó y todo volvió a la normalidad, sus cuerpos yacían a escasos centímetros bajo tierra y el cráter había quedado completamente cubierto.