Capítulo IX
El viaje de Mâlik:
Fantasmas del pasado
En su sueño, la noche imperaba, plácida y serena, sobre la ciudad de Ecbatana. La oscuridad de una habitación protegía a Mâlik, que dormía plácidamente junto a su hermano mayor. Contaba entonces ocho años y resultaba ser un muchacho fuerte a quien Roque, su padre, pretendía educar fuera de la doctrina militar; algo que no había logrado con su primogénito. El rey Ciro lo alentaba a menudo para que recapacitase: <<Con un soldado como tú —decía— y una familia con recio pasado militar, errarías apartando al muchacho de nuestro ejército. Lo que el Imperio necesita es, precisamente, buenos guerreros. No sólo diestros en el uso de las armas, sino inteligentes estrategas capaces de dirigir batallones>>. Pero Roque tenía distintos planes. Ya había arrastrado a uno de sus hijos con él y no deseaba lo mismo para el otro. Ciro, el Grande, anhelaba ampliar más el territorio y las guerras se vaticinaban interminables. Además, como asesor del regente, Roque conocía perfectamente el futuro del ejército. Hasta el momento todo había salido bien. Persia se expandía, a veces de manera más costosa y otras, sin demasiado esfuerzo; pero en algún momento Ciro alcanzaría el fin de sus días. Y su hijo mayor —legítimo sucesor—, Cambises, que ya gobernaba Babilonia, poseía un carácter más temible que el de su padre.
En alguna ocasión Ciro y Roque habían tratado el peliagudo tema de Cambises. Al monarca le preocupaba su forma de entender el poder y temía que, faltando él, se convirtiera en un rey déspota; porque eso llevaría a la ruina al Imperio que tanto trabajo le estaba costando levantar. Roque se inclinaba por Esmerdis, el hijo menor. Por ello había recomendado que partiera el poder; pero Ciro no parecía dispuesto a adoptar de momento semejante medida. En lo que sí le hizo caso fue en obligar a Cambises a abandonar el trono de Babilonia, pues comenzaba a causarle más problemas que beneficios.
En el sueño, el inquietante silencio en el interior de aquella habitación compartida vaticinaba algo escalofriante, pero fuera del alcance de cualquier imaginación.
Cuando la desgracia se cernió sobre la familia de Mâlik, azotó de golpe; violenta y despiadadamente. La puerta cayó al suelo levantando una pequeña y blanquecina nube de polvo. El estruendo los despabiló a todos. La pálida claridad de la luna se filtró en el hogar, recortando las figuras de enormes guerreros cuyas sombras se alargaban grotescamente en el suelo.
Roque se puso en pie, desorientado, y buscó a tientas su espada. Seis hombres armados con dagas y sables se encaminaban ya hacia él, con paso firme. Mâlik los entrevió, aún soñoliento, como si formaran parte de una de sus pesadillas. Pero no, aquello era real. Escuchó el grito despavorido de su madre y un escueto cruce de aceros que terminó en un quejido ahogado. El pequeño volvió la cabeza hacia su hermano, que aguardaba en pie en medio de la estancia, con la mirada hipnótica en el exterior. Allí, desde el umbral de la puerta, una sombra espigada los contemplaba a ambos.
El siguiente sonido silenció los chillidos de su madre de manera abrupta. Pareció un golpe seco; y a éste le continuó el silbido sutil de una hoja cortando el aire y empotrándose en el suelo, amortiguando previamente aquel impacto algo indeterminado que hubiera opuesto escasa resistencia al acero concienzudamente afilado.
El pequeño permaneció inmóvil en su lecho; semisentado con los ojos abiertos como platos. Tras la sombra que los vigilaba clareaba parte de la casa, más iluminada ahora por las antorchas que aquellos bárbaros portaban. Fue cuando vio pasar a uno de ellos en dirección a la calle. Guardaba su espada con una mano y, mientras atravesaba la estancia, el niño se fijó en que transportaba un extraño bulto en la otra.
Mâlik abrió los ojos y se incorporó desosegadamente; su pecho subía y bajaba a ritmo vertiginoso y tardó un tiempo en aclimatarse. Lo justo como para comprender que no tenía ocho años y que no estaba sentado en su lecho, ante la sombra de un siniestro personaje que había entrado en su casa para matarlos a todos. En realidad, se hallaba en la cubierta de una gran embarcación, al amparo de las estrellas, cruzando un mar en calma. Los remos crujían al empujar el agua y los remeros se esforzaban en hacerlo deprisa.
El general secó el sudor de su frente y se puso en pie. Hacía tantos años que no había vuelto a padecer aquella pesadilla... El suelo crepitó bajo sus pies mientras se encaminaba hacia la proa. En su mente aún podía ver plasmada la última imagen de su sueño: el robusto guerrero que se perdía tras el cuerpo de aquella figura espigada. Se alegró de no haber visto jamás los restos de su madre, que con obviedad yacerían en el dormitorio; ni los de su hermano, al que dos soldados arrastraron lejos de su vista antes de pasarlo bajo la espada. De lo contrario, el terrible sueño podría haber sido aún más tétrico.
Hizo una parada en su saca de provisiones y tomó un trago de vino. Algunos de sus hombres dormían repartidos por la cubierta; otros, bebían como él.
La forma en que había huido de aquella muerte segura jamás llegó a explicársela —recordó mientras se sentaba en la borda y sentía la brisa del mar acariciando su melena—. Había salido corriendo, como un rayo, y quizá su escasa estatura y su complexión lo ayudaran de zafarse de cuantos trataron de echarle mano. Ni la sombra espigada de la puerta, primero, ni unos cuantos bárbaros después fueron capaces de darle caza. Había corrido y corrido hasta desfondarse; pero para entonces ya se encontraba lejos, muy lejos de su casa.
Echó nuevamente un trago y bajó la vista hacia la oscura mar, que parecía abrirse al paso de la embarcación.
Jamás había regresado a Ecbatana. Después de unirse a un grupo de soldados persas que atravesaban su ciudad, deambuló con ellos hasta otra comarca. Subsistió durante dos años de aquello que robaba por las calles hasta que cierto día la casualidad llevó su ágil y entrenada mano a la saca de un hombre que paseaba por la plaza. Aquel anónimo, más hábil que él, capturó su endeble brazo en el momento en que se disponía a salir corriendo con el botín. Pero no fue entregado a la guardia. Por contra, el extraño acabó adoptándole. Aquel hombre de la plaza se llamaba Gaumata, y decía ser un mago. Un proscrito que, como más tarde le confesó, había sido expulsado de Persia por el rey Ciro.
Nada sabía él en aquellos años de los asuntos de su padre, ni de enemigos o aliados. Bastante tenía con subsistir, huérfano. Pero aquel hechicero le prometió que, si aceptaba crecer junto a él, un día lo ayudaría a llevar a cabo su venganza.
Los años pasaron y Gaumata se convirtió en mentor y padre adoptivo del muchacho. Lo formó en diversas artes, incluida la lucha, y lo adoctrinó sobre los posibles adversarios del Imperio. Cualquier región súbdita podía crear enemigos, como los griegos, los egipcios o los masagetas del Asia Central, que casualmente fueron quienes acabarían tiempo después con la vida del rey. En cuanto a enemigos personales de éste, Gaumata jamás había mentado más que a unos pocos generales en discordancia, pues poco podía saber alguien que se había mantenido alejado de Persia. Por aquella razón, el joven Mâlik nunca supo con certeza los motivos reales que pudieron llevar a aquellos bárbaros a perpetrar tan atroz crimen.
Quejidos de sobreesfuerzo emanaban de boca de los remeros. El general bebió, con la mirada perdida en el imaginario horizonte definido brevemente por unos cuantos puntos luminosos en el cielo. Su recuerdo aún naufragaba en los días de su pasado y sus ojos permanecían cegados por él. Lo suficientemente cegados como para no advertir que, muy cerca de la superficie, algo navegaba junto a la embarcación.
Años después entraría a formar parte del ejército, separándose de su mentor y dando el siguiente paso para consumar su venganza —seguía rememorando Mâlik ajeno a lo que le rodeaba—. Su única obsesión era dar con el asesino de su familia, pero, entre tanto, acabaría con la vida de todos aquellos que se declarasen enemigos del Imperio; porque también habrían de ser considerados enemigos de su difunto padre. El primer hombre que murió bajo sus pies fue un tipo fornido, igual que el que recordaba saliendo de su casa con la espada ensangrentada. Y en algún momento de la pelea fantaseó con la idea de que pudiera tratarse de él. A cuerpo descubierto, bajo un sol inclemente, golpeó una y cien veces con su espada a aquel malnacido. Casi todos los ataques fueron detenidos por el acero del robusto guerrero, a excepción del último; el que rajó su vientre. De rodillas ya, el contendiente suplicó clemencia, a lo que Mâlik respondió con otro golpe de espada, semicircular, que acabó con la vida del guerrero y con cualquier atisbo de humanidad en su corazón. El joven soldado persa, salpicado con sangre de un extraño, permaneció observando el cuerpo inerte durante largo rato, como fuera de sí. Y se mantuvo absorto hasta que, por fin, un compañero tiró de su brazo devolviéndolo a la realidad. De todas las sensaciones que pudo haber experimentado sólo recordaba ahora una: indiferencia. Y aquello le hizo pasar de ser un buen soldado a convertirse en un perfecto asesino.
Con el tiempo llegarían más batallas, y más víctimas. De distintas procedencias. Todo resultaba igual: carne y sangre en abundancia justificando las acciones de reyes que sólo anhelaban el poder, sin respeto alguno hacia la vida del hombre. Y en las contiendas estaba él; Mâlik, hijo de Roque, haciendo lo único que había aprendido a hacer. Había perdido ya la cuenta de las veces que había cercenado las cabezas de los figurados asesinos de su familia cuando descubrió que lo único que aliviaba momentáneamente su dolor era el opio. Un extraño le había explicado una vez que la venganza no concede deseos. ¡Cuánta razón llevaba! Mandrágora y alcohol lo aliviaban de noche y, durante el día, su adrenalina se disparaba para actuar en favor de su Imperio, ahora en manos de Cambises, quitando la vida de sus semejantes. Las rameras hacían mejor servicio al mundo —llegó a concluir—. Pero, en fin, ya era tarde para dar la vuelta. Había descubierto el flaco favor que le había hecho su mentor, el mago, alimentando su sed de venganza. Y aún así, todo se lo debía a aquel hombre.
Desde entonces su vida no fue otra cosa que un camino interminable hacia el infierno, sin más destino que arder en él.
Se puso por fin en pie y apartó el cabello de su rostro con la mano; aquel gesto se llevó consigo la resaca de la pesadilla. La embarcación continuaba cortando el mar, que se separaba hacia el exterior en ondas simétricas. Bajo ella, la negrura escondía secretos insondables. Pero pronto, Mâlik apreció algo más extraño que el movimiento natural del agua. Burbujas de gran tamaño emergían desde las profundidades desapareciendo al entrar en contacto con la superficie.
El general frunció el ceño y se inclinó sobre la borda. Más burbujas hacían su aparición en ese momento. Tras él, una voz lo alertó:
—¿Qué demonios es eso?
Mâlik se volvió. El soldado atisbaba el horizonte, con los ojos exageradamente desorbitados. Otros hombres se arrimaron tras la alerta. Y, al echar un vistazo en la dirección que éste les indicaba con la mano extendida, todos quedaron paralizados.