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DESIERTO de Nubia. 30 años después.

Junio de 2004.

Cuando el sonido de las hélices ensordeció las voces de los egipcios, muchos se detuvieron y alzaron la vista hacia el cielo haciéndose sombra con sus manos.

En el interior de la cabina del helicóptero, Virginia Solves miraba a través de su ventanilla de copiloto hacia la vasta superficie de desierto que se extendía bajo ella. Hileras de hombres transportaban canastos de arena sobre sus hombros y, tras vaciarlos, regresaban hasta el epicentro de la excavación principal, donde otro centenar de personas cavaban casi sin descanso. El piloto hizo una seña a su pasajera y ésta desvió la vista a través del cristal delantero. Desde ahí se divisaba una formación de casetas prefabricadas, unidas entre sí dibujando un rectángulo con un patio central en medio.

—Allí está —anunció el piloto a través del micrófono unido a sus auriculares.

Se trataba de un hombre joven, de nacionalidad egipcia, cuyo inglés sólo conservaba un tímido acento árabe. Había recogido a Virginia en el aeropuerto de Abu Simbel para transportarla hasta la excavación y, desde entonces, en rara ocasión se había mantenido en silencio. Virginia lo escuchaba por sus cascos, casi siempre muy interesada en los detalles sobre el trabajo que estaban realizando en la zona. El piloto no sólo estaba al tanto de cada percance, sino que parecía enterado de los aspectos más insólitos del proyecto.

—¿Ese es el campamento base? —preguntó ella mirándole a través de sus oscuras gafas de sol.

—Ese es, señora. Pero la zona de aterrizaje está cerca de la excavación principal.

—¿Cuántas excavaciones hay?

—En este momento, tres. Han cerrado dos en la última semana.

Virginia volvió a mirar por su ventanilla y descubrió que, a varios kilómetros hacia el oeste del campamento, otro grupo de hombres trabajaba en el interior de una explanada circular delimitada por cintas de plástico amarillas. El entorno se veía circunscrito entre formaciones rocosas, las más alejadas en forma de altas montañas, perfiladas por el desértico viento.

—¿Y han encontrado algo?

El piloto la miró de reojo.

—No lo sé. Pero el profesor tiene bastante claro que ahí abajo hay un templo. Y, además, la superstición de los nubios afianza su creencia.

—¿Superstición?

—¿No conoce la historia, señora? —A la pregunta le acompañaba una mueca divertida; la que esboza alguien que cree saber más que su interlocutor.

—Me temo que sé bastante poco de este lugar...

—La gente de por aquí cree que hace unos dos mil quinientos años se levantaba en este terreno un templo regido por un sacerdote cruel que mantenía sometido a su pueblo. Una especie de diablo que comía carne humana y cuyo poder superaba al de cualquier faraón... —se apresuró a narrar sin apartar la vista del lugar de aterrizaje—. La gente de aquí sabe que ahí debajo permanece ese templo, aunque jamás lo hayan visto ni se hayan atrevido a acercarse por los alrededores. Eso es lo que dicen. El templo está enterrado por una maldición: la maldición de aquel sacerdote caníbal. Cuando su amigo el profesor Bellver solicitó la ayuda de los nubios para las excavaciones, éstos se negaron. Por eso tuvo que acudir a los egipcios...

—¿Y qué templo en Egipto no cuenta con una leyenda sobre maldiciones? —Virginia sonrió tras el comentario. Todo aquello siempre le había parecido ridículo.

El piloto se encogió de hombros y soltó una parrafada en árabe que ella no logró entender; aunque tampoco se molestó en pedirle que la tradujera.

El helicóptero descendió con suavidad aproximándose a otro cráter de unos cien metros de diámetro, delimitado por cuerdas atadas a postes de medio metro de altura. Parecían haber logrado una gran profundidad en aquella excavación; como si un meteorito hubiese impactado sobre el terreno. Las hélices levantaron la arena alrededor y, finalmente, el aparato se posó en firme.

—Tenga cuidado al salir, señora. Acuérdese de agachar la cabeza.

—Gracias —respondió Virginia colocándose un sombrero de ala ancha sobre su lisa melena oscura—. Por cierto, ¿dónde encontraré al profesor?

El piloto miró por la ventanilla delantera.

—Él la encontrará a usted.

Virginia observó que alguien se acercaba ya hacia ellos. Abrió la puerta, se sujetó el sombrero con una mano y lanzó su bolsa al exterior.

—Hasta pronto —se despidió del piloto.

—Feliz estancia —bromeó éste echándola un último y lascivo vistazo.

Virginia saltó a la arena y sus botas se hundieron levemente en ella. El egipcio le había proporcionado un traje color caqui, con pantalón desmontable, y aquel sombrero que la protegería de las peores horas de sol. Se había sentido ciertamente desubicada tras cambiarse en el aeropuerto, entre gente de apariencia normal; pero ahora que había descendido a los infiernos, encontró por fin el sentido a aquel uniforme.

El bochorno la asfixió momentáneamente y unas gotas de sudor resbalaron de inmediato por su cuero cabelludo. Agachó la cabeza como le había recomendado el piloto, recogió su bolsa de viaje y escapó de la acción de aquellas enormes hélices encaminándose hacia el hombre que venía a su encuentro.

Se llamaba Ricardo Elorza, tenía más o menos la edad de Virginia y su vestimenta vociferaba que no realizaba funciones de arqueología. Estrechó con firmeza la mano de la recién llegada y sonrió con la falsedad de un desconocido ante una visita obligada.

—La estábamos esperando. ¿Ha tenido un buen vuelo? —preguntó tras las oportunas presentaciones.

—Los he tenido mejores —se sinceró ella.

—Vaya, lo siento.

—No se preocupe. Si hubiera sido usted quien pilotaba ese avión, aún tendría sentido... Dígame, ¿cuál es exactamente su función en este lugar? —se interesó mientras caminaban directos hacia un cuatro por cuatro.

—Apoyo psicológico.

Virginia le miró con gesto desconcertado, ocultos sus ojos por los cristales tintados.

—¿Psicólogo? No sabía que fueran necesarios en este tipo de trabajos.

—Ya. Bueno... en realidad aún no conoce cuál es exactamente este tipo de trabajo, señora Solves.

—¿Podríamos tutearnos? Sospecho que vamos a pasar mucho tiempo juntos.

Elorza sonrió con mayor franqueza esta vez.

—Me parece una buena idea. Te lo explicaremos todo con más detalle. Pero ahora el profesor quiere verte.

—Pues no le hagamos esperar...