3. La huida

—¡TENEMOS que irnos!

La voz de su marido la hizo dar un brinco en el colchón.

—¡Vamos, Virginia!

Apartó la atención del libro como quien despierta súbitamente de un sueño profundo y la dirigió hacia la ventana, por donde Corbal estaba haciendo una entrada inverosímil.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué subes por las escaleras de incendio?

—¡Cierra el libro y larguémonos!

Corrió por la habitación, sacó una mochila del armario y se la colgó a la espalda. Virginia se calzó sus deportivas apresuradamente, rescató la bolsa de debajo de la cama y guardó el ejemplar en ella.

—¿Me vas a explicar qué pasa?

—Hay dos coches patrulla en la entrada, y cuatro polis preguntando al recepcionista por una pareja como nosotros.

—¿Cómo han podido localizarnos tan rápido?

—No creo que sea el mejor momento para jugar al Trivial...

—¿Y piensas escapar por la ventana?

Corbal ya tenía medio cuerpo fuera y se asomaba discretamente por si había algún policía merodeando. La oscuridad de la noche, unida a la del callejón, los ayudaría a ocultarse de ellos —le explicó y concluyó con un:

—¿Tienes algún plan mejor?

Virginia no lo pensó demasiado.

—Somos un par de pardillos... —refunfuñó saliendo tras él.

Descendieron por las escaleras evitando hacer demasiado ruido. Las luces rojas y azules de los coches patrulla se reflejaban sobre las paredes del callejón, a la entrada de éste. Al llegar al suelo, corrieron a ocultarse tras unos contenedores de basura.

—¿Y ahora, genio? ¿Nos quedamos aquí oliendo a pescado muerto y a orina reseca hasta que decidan marcharse?

Desde su posición, Corbal podía alcanzar a ver el maletero de uno de los vehículos, pero no si había agentes en la calle o si estaban todos dentro del edificio.

—No creo que sea buena idea. Cuando entren en nuestra habitación se asomarán por la ventana. Y nos descubrirán... —aseguró separando ligeramente el primer contenedor del grafiti que ornamentaba la pared con intención de avanzar unos metros tras él.

—¿Y si están en la entrada del hostal?

Corbal se giró hacia su mujer.

—Pues despídete de entregarle el libro a Garner y de rescatar a Dante Bellver.

Virginia sintió un escalofrío al escuchar aquella sentencia. Habían pasado por un infierno para llegar hasta el punto en el que se encontraban, y no pensaba dejar escapar la única oportunidad que tendría de ayudar a su viejo amigo, si es que aún podía ayudarle. Así que se puso en pie, pero Corbal la sujetó del hombro.

—No nos precipitemos. Tú quédate aquí. Yo voy a acercarme un poco más.

Ella asintió, en silencio. Su marido, agachado, la espalda contra la pared, separó el segundo contenedor y pasó tras él. Pronto tuvo la perspectiva completa del vehículo de la policía. No había ocupantes en su interior ni agentes cerca. Avanzó un poco más hasta que su vista alcanzó el otro coche, estacionado en línea. Por suerte, todos los oficiales debían de encontrarse dentro del hostal.

Se hallaba ya a escasos metros de la calle cuando, súbitamente, una sirena en la calzada le sobresaltó, obligándole a lanzarse al suelo. Dos motos se detuvieron junto a los coches pero, por fortuna, los patrulleros no le descubrieron al bajarse de ellas.

Cuando se cercioró de que éstos también entraban en el hostal, se puso nuevamente en cuclillas, se volvió hacia Virginia y le hizo un gesto levantando el dedo pulgar. Ella avanzó agachada lo más deprisa que pudo. Con una pizca de suerte, saldrían de aquella ratonera muy pronto.

Antes de poner un pie en la calle, se asomaron para asegurarse por última vez de que no hubiera ningún agente al acecho; y, a la de tres, se pusieron en pie, doblaron la esquina y caminaron disimuladamente en dirección contraria a la entrada del edificio.

Una camarera joven se acercó a la mesa pegada a la ventana que ocupaba el matrimonio. Les sirvió dos tazas de café, dejando dos refrescos y dos platos combinados sobre ella antes de dirigirse, bandeja en mano, a la mesa contigua. Sin cruzar una palabra, ambos dieron cuenta de aquella cena como si llevasen varios días sin probar bocado. La cafetería estaba repleta de gente, que era lo que necesitaban para pasar desapercibidos.

—Parece que Garner ya contaba con que esto no saliera bien —comentó Corbal al terminar, limpiándose con una servilleta, en referencia a su conversación telefónica.

—Es un consuelo...

—Así que, según sus palabras, pasamos al plan B.

—¿Y eso consiste en...?

—No vamos a tomar un vuelo comercial desde Nueva York. Nos espera un vuelo privado en el aeropuerto de Lehigh Valley dentro de cinco horas.

—¿Y dónde está Lehigh Valley?

—En Pensilvania. A unas dos horas de camino.

—Dos horas... —repitió, reflexiva—. ¿Y cómo se supone que vamos a llegar? ¿Haciendo autostop?

—Espero que no. Tengo que hacer una llamada —anunció él tras dar un sorbo a su café.

Virginia miró a través de la cristalera decorada con el nombre de la cafetería en letras adhesivas dispuestas en semicírculo. Entre el maremagno de viandantes, pudo distinguir una cabina en la acera de enfrente, en cuyo interior una mujer obesa mantenía una conversación acalorada.

—¿A quién?

—Te lo cuento cuando vuelva —respondió poniéndose en pie.

Ella suspiró.

—Ve con cuidado... Y no traigas a la poli esta vez.

—Jo, jo, jo.

Corbal se dirigió a la salida sorteando a la camarera, que regresaba a la hilera de mesas con otra bandeja llena de pedidos. Virginia abrió la bolsa de lona que descansaba en la silla contigua y rescató el Libro de Qustul de su interior. Echó un último vistazo afuera, donde su marido atravesaba la corriente de transeúntes. Luego abrió el libro por la página en la que lo había interrumpido y se sumergió de nuevo en su historia.