Capítulo IV
Tras las murallas de Babilonia
El viaje terminó resultando extenuante aunque exento de peligros, sin más enemigos que el calor extremo del desierto durante el día. Al llegar a la ciudad de Babilonia, Raal fue conducida sin demora en presencia del mago Gaumata. Allí, en una sala de palacio, éste la recibió vestido con un traje púrpura, apoyado en un bastón de dos metros al que coronaba un diamante de forma piramidal, rojo, con su vértice incrustado en la madera.
El mago se aproximó a la chica y la rodeó lentamente, escrutándola.
—Así que dices ser hija del faraón Amasis. —Se detuvo, acariciando su perilla mientras la alisaba con las yemas de sus alargados dedos—. No tienes apariencia de llevar sangre real en tus venas.
Raal guardaba silencio, la mirada fija al frente, evitando cruzarla con la de su interlocutor. Ante su mudez, éste le quitó el medallón que colgaba de su cuello y lo sostuvo en su mano, observándolo con detenimiento. Se trataba de una circunferencia de metal cobrizo, con jeroglíficos grabados en sus dos caras, que rodeaba una piedra heptagonal de ámbar solidificado. Una curiosa joya que, cuando el hechicero acarició con sus dedos, pareció palpitar y licuarse. Gaumata apartó raudo la mano, sosteniendo el medallón por la cadena de la que pendía —fabricada, aparentemente, por el mismo material de la circunferencia—, y la piedra volvió a su estado sólido.
—De modo que éste es el Medallón de orihalcon —lo hizo oscilar ante los ojos de la joven, como si se tratara de un péndulo, y la luz atravesó el ámbar de la piedra central reflejándose en ellos. Ella trató de apartar la mirada, pero una fuerza extraña se lo impidió, hasta que, finalmente, entró en un estado de letargo—... En verdad, se parece al que describen las tradiciones de nuestros ancestros. Y no hay duda de que parece tener poderes mágicos, pero... ¿cómo una simple mortal lo ha conseguido?
Raal no era dueña ya de su voluntad, por lo que la verdad brotó de sus labios:
—El faraón se lo exigió al sacerdote Snefer para vencer a los persas, y yo fui enviada por éste para utilizarlo, custodiarlo y devolverlo.
—Vaya, vaya... Entonces no eres hermana del rey de Egipto... Eres alguien mucho más útil. Pero dime: ¿Por qué Psamético no nos venció, teniendo esta fuente de poder?
—Porque no la utilizó, finalmente. El poder del medallón acaba destruyendo a quien lo usa...
Gaumata observó la joya y sintió un estremecimiento.
—Dime, mujer, de dónde proviene.
—Dicen que fue creado en la Tierra de los Shemsu Hor, que desapareció bajo las aguas de los océanos. La tradición cuenta que existen doce medallones, y que están alojados en el interior de cada una de las doce pirámides invertidas que dominan y encauzan la energía del Universo. Éste proviene de la pirámide de Kush.
Gaumata, paralizado, constató que aquella versión era la que él conocía por boca de sus antepasados. El ámbar desprendía calor y, al mirarlo, contempló que de la piedra emergía un destello de luz.
—Claro... Kush —susurró como si tal revelación hubiese certificado una antigua teoría—. Y ese sacerdote... Snefer, es quien custodia la pirámide...
—Así es.
—Háblame, pues, de la situación exacta de ese lugar...
Y Raal, con la mirada abandonada al ámbar que oscilaba ante ella, el cuerpo rígido y desprovisto de voluntad, confesó cuanto el hechicero de Babilonia le fue inquiriendo.