Capítulo I
El templo
Unos árboles de troncos gigantescos se elevaban más de treinta metros hacia el cielo cubriendo con sus frondosas copas la visión de éste. Los rayos del sol atravesaban a duras penas sus fronteras, filtrándose hasta el suelo rocoso, salvaje y húmedo, al que amarilleaba en puntos dispersos. La vegetación se alzaba aquí y allá, creciendo desde la orilla de un acaudalado río que fluía perdiéndose en codos por debajo de algunos montículos verdosos. Era el frescor de aquel lugar, al que se añadía el monótono eco de una cascada lejana, el que contrastaba con el árido clima del desierto que se extendía a escasas millas de allí.
El faraón, acompañado por sus esclavos y una joven guardia real, atravesó a camello tan encantadores parajes preguntándose cómo podía la naturaleza crear algo así, subsistiendo bajo el mismo sol inclemente que castigaba las dunas del desierto. Mas no halló respuesta. Prolongaron su viaje algún tiempo más, pasando después por las orillas de un lago de profundas aguas azules y atravesando un valle solitario en medio del cual, como un delirio para un moribundo, se alzaba un templo de dimensiones incalculables: el templo del sacerdote Snefer.
Si bien pocos habían logrado alcanzar las puertas de esta edificación, el joven faraón lo había hecho ya en varias ocasiones, acompañando a su padre Amasis desde la niñez. Allí, en el interior de las gigantescas paredes, residía un enigmático personaje al que el difunto rey profesaba adoración desde tiempos lejanos. Psamético había escuchado ciertas leyendas acerca de aquel hombre, todas en boca de su padre, que lo asemejaban a una divinidad. Pero el joven faraón no era fácil de impresionar y mucho menos de creer a pies juntillas los cuentos que solía idear su progenitor.
Al llegar al primer pilono, formado por dos muros a los lados del portal, el faraón descendió de su transporte y escudriñó en derredor, descubriendo únicamente a unos siervos recolectando, inclinados sobre el verde suelo, sin levantar la mirada.
Se dirigió entonces hacia la puerta, y lo hizo solo, dejando a su guardia en custodia de los animales y de sus esclavos.
Accedió, tras atravesar tres portales, a un patio que precedía a la fachada principal del templo. Nadie más deambulaba por allí, por lo que el silencio otorgaba una gran paz al lugar.
Seguidamente, Psamético penetró en la sala hipóstila:
Su interior resultaba fresco y apacible. Grandes columnas sustentaban un elevadísimo techo que aparentaba perderse hacia el cielo, produciendo una extraña sensación que no se intuía desde afuera. Incluso en profundidad, la perspectiva variaba de lo que pudiera apreciar un observador que contemplase el edificio desde el valle. Psamético avanzó entre las columnas por el pasillo central de la planta. A sus lados discurrían otros dos corredores, cercanos a las paredes grabadas con motivos religiosos que en otras ocasiones había admirado. Y recordó entonces que los dibujos que decoraban éstas ya le habían llamado la atención en su niñez. Dibujos extraños, de perfiles en apariencia humanos aunque con sutiles diferencias. Egipcios manejando carruajes excepcionales donde no existían caballos que tirasen de ellos, y que parecían flotar en el aire. Seres mitológicos, para el faraón seguramente inventados, se mezclaban naturalmente con gentiles y reyes en otras representaciones. Sólo apartó su vista de aquellas obras en el instante en que un hombre de color, fornido, vestido al uso sacerdotal, cruzó por el pasillo en dirección al portón. Lo saludó en silencio, con una reverencia, sin detener su paso. En el templo de Snefer todo era muy distinto a la vida usual, incluso las leyes. Quizá fuese el único lugar donde un faraón tenía el mismo valor que un siervo. Aquello lo había aprendido de su padre, y lo respetaba desde entonces.
Hubo de atravesar el vestíbulo para llegar a la primera capilla. Una doble puerta permanecía abierta y varios sacerdotes abandonaban en aquel momento la estancia, sin prisa, portando documentos bajo sus brazos. De entre todos, Psamético se fijó en mí, que antecedía ligeramente al grupo. Como ya era usual, acepté que le llamara la atención esta cicatriz que cruza mi mejilla desde la comisura del párpado derecho, recuerdo de un accidente de juventud al que habría de añadir una sutil cojera.
Abandonada la capilla, más oscura que la sala anterior, se accedía a la antesala del naos. A medida que se avanzaba hacia el interior, la luz se extinguía en ella. Lo que allí hubiera era difícil de discernir incluso cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra. En esta nueva sala —lugar que precedía al más importante del templo reservado exclusivamente al sacerdote—, sólo dos rayos permitían una limitada visibilidad: uno penetraba por el techo, posiblemente hacia la mitad de la estancia, y el otro, por la pared del fondo, que nuevamente se hacía mucho más lejana de lo que la dimensión física del templo cabría permitir. Psamético reparó en un detalle: ambas aberturas, circulares y de gran diámetro, cedían la entrada de la luz solar que se proyectaba en un caso sobre el suelo y en el otro, cortando transversalmente la sala contra su doble puerta de acceso. Ambas creaban en su finalización un disco amarillo perfecto y todo lo que quedara alejado de sus haces permanecía en la negrura más absoluta. Ahora bien, la intensidad de la luz de ambas oquedades era similar. Teniendo en cuenta que el sol debía de hallarse en aquel momento sobre el templo, ¿cómo podía explicarse aquel curioso fenómeno?
Pensaba en aquello el faraón, sin detenerse, cuando una voz grave y templada llamó su atención. El sonido lo envolvió como si proviniese de cada esquina, demostrando una acústica perfecta.
—Yo te saludo, mi rey.
El faraón se detuvo, sorprendido, coincidiendo en el cruce de ambos halos. El sacerdote Snefer estaba allí, en algún lugar, observándolo. Y, aunque él era rey de Egipto, no pudo controlar el irreverente escalofrío que sacudió su cuerpo.
—¿Snefer? —un leve temblor acompañó sus palabras.
—Han pasado muchos años desde la última vez que estuviste aquí junto a tu padre, faraón —respondió la voz sin rostro—. Dime, ¿qué te ha traído nuevamente hasta mi templo?
El rey entornó los párpados tratando de avistar entre las sombras; o de adivinar, en el mejor de los casos. Por primera vez en todas sus visitas, se encontraba incómodo. Abrió la boca para responder, pero antes de pronunciarse sintió una presencia a sus espaldas, muy cerca de él. Y se giró súbitamente.
Sin embargo, allí no había nadie. Mas al volverse hacia el frente, ante la pared desde la que se proyectaba el foco horizontal, discernió un contorno parcialmente alumbrado; un cuerpo robusto, entre sombras, sentado en un gran trono instalado sobre una planta más alta, a medio codo del suelo. Un resquicio de luminosidad salvaba de la penumbra parte de la cabeza pulcramente afeitada del sacerdote y recortaba casi intencionadamente la mitad de un rostro de gesto sereno y mirada penetrante. Se hallaba, en verdad, lejos del faraón; pero éste podía presentir aquellas pupilas verdes clavándose en su ser sin pudor.
—Se avecinan tiempos cruentos para Egipto, sacerdote. Los persas ultiman nuestra conquista, y poco podremos hacer contra su poderoso ejército. He venido a pedirte que me ayudes a vencerlos como tiempo atrás ayudaste a mi padre y, anteriormente, a su predecesor. Yo, tu rey, te lo imploro.
La recia mano del sacerdote recorrió suavemente su calva, desde la frente hasta la coronilla, sin que sus ojos se apartasen de la intimidada mirada del joven.
—En este momento, Polícrates de Samos se habrá aliado ya con el rey Cambises. —Snefer se recostó sobre el respaldo y todo su ser fue engullido por la oscuridad. El faraón volvió a forzar la vista entonces, pero la voz templada del sacerdote surgió esta vez a sus espaldas—: Y pronto, muy pronto, el comandante de los mercenarios griegos que ha luchado a tu servicio hará lo mismo, arrastrando consigo al jefe de tu propia flota.
Psamético se giró, sobresaltado, y palpó a tientas en la penumbra. Sin embargo, nadie había junto a él.
—En contra del augurio del oráculo de Amón, Cambises conquistará Egipto —continuó la voz, surgida ahora de un lateral de la sala—. Nadie podría impedirlo, ni siquiera yo.
—Se que el rey de Persia está protegido por un poderoso mago. Tú debes conocer la forma de atacar sus puntos débiles. Tú eres Snefer y fuiste tocado por los dioses. Si destruyeras su protección, podríamos vencer a los persas.
El silencio se hizo nuevamente. Entonces, la figura del sacerdote volvió a inclinarse bajo la luz, sentada aún en su trono.
—Mi rey —pronunció con gravedad—, una vida tuya no bastaría para que pudiera explicarte el enigma de los dioses, ni para que tú lograras asimilar el misterio del Universo. Aunque eliminásemos su protección, nada cambiaría.
—Sabes que cuando Cambises conquiste Egipto, bajará hasta aquí para proclamarse rey de Kush —tentó con osadía el joven faraón—. Si lo detenemos ahora, no habrá más que temer. Y tú tienes el poder para lograrlo.
El sacerdote bajó la mirada.
—El poder no siempre es útil. Sois los reyes los que así lo creéis, pero os equivocáis. Es demasiado tarde para salvar tu reino.
Volvió a fijar la vista en él mientras se reclinaba en las sombras.
—Aún no, sacerdote —se rebeló—. Si no quieres darme tu ayuda, respetaré tu decisión. Mas me veré obligado a exigir que me entregues el Medallón de orihalcon.
Entonces, el sol que caía desde el techo se fundió repentinamente. Psamético alzó la cabeza, sin poder ver nada más allá de unos metros por encima suyo. Y, seguidamente, la luz frontal se extinguió con la misma brusquedad que lo había hecho la superior, dejando la sala sumida en una completa tiniebla. El faraón giró sobre sus pies, visiblemente asustado. Su ira había desaparecido como el sol, dejando paso al temor más primitivo.
El silencio se mantuvo un instante, contribuyendo a que el ritmo cardíaco del rey aumentara hasta lograr escuchar los propios latidos de su corazón y, finalmente, la voz de Snefer susurró muy cerca de su oído:
—El poder del medallón destruirá a quien haga uso de él. Aunque Egipto gane esta contienda, tú morirás. ¿Y qué hará tu reino cuando otros traten de conquistarlo?
Psamético se giró. El sacerdote no estaba allí. Pero su voz envolvió nuevamente aquella misteriosa sala:
—Acata el destino, mi rey. No utilices el medallón.
Mas el faraón, reflexivo, inclinó la cabeza y sentenció con desaliento:
—Es mi deber.