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Diario
Al acercarme, el lago tenía un aspecto extrañamente tranquilo, con el agua inmóvil salvo por las leves ondas causadas por un pato que flotaba perezoso en la superficie, hacia el centro. Hice corriendo todo el camino, y casi me derrumbo al llegar al borde del agua, con la respiración jadeante y trabajosa. Esperaba que correr me aclarase la mente, que me ayudase a olvidar lo que acababa de ver, lo que acababa de pasar, pero en cuanto cerraba los ojos, veía cómo la bala atravesaba a padre. Veía a madre observando; observando y sin actuar, allí de pie y tan inmóvil como yo mientras mataban a padre. Me doblé por la cintura, con las manos en las rodillas, hasta que recuperé las fuerzas, y acto seguido me puse a mirar por la orilla en busca del gato.
Nada quedaba salvo piel y huesos; ya habían limpiado la poca carne que había visto en mi última visita. Ni una sola hormiga correteaba por el cuerpo. Se estarían dedicando a otras cosas más grandes y mejores, supuse. Siempre había algo muriéndose en el bosque, con la misma seguridad con la que surgía la vida.
Le di un toquecito al gato con la puntera, y esperé ver algún escarabajo u otro animal rezagado salir corriendo, pero no salió nada.
Madre me había dicho que me diera prisa.
Caí de rodillas, aparté el gato y empecé a escarbar la tierra bajo el frágil esqueleto. Percibí un olor ligero, una mezcla de cebollas y espinacas podridas, e intenté no pensar en la grasa deshecha y en la porquería que probablemente se habría filtrado en la tierra mientras el gato se descomponía. Aparté de mi mente esta idea, porque me daba la sensación de que iba a vomitar, y teniendo en cuenta que el cuerpo del señor Carter descansaba en el fondo del lago que tenía a mi lado no podía dejar un charco de vómito en la orilla para que las autoridades lo encontrasen si alguna vez se topaban con el lugar de su eterno descanso.
A unos quince centímetros de profundidad, rocé una bolsa de plástico con los dedos, de esas que tienen un autocierre arriba, tiré de ella y sacudí la tierra adherida.
Dentro estaba mi navaja.
Ninguna llave de cajas de seguridad.
Mi navaja de campo con la hoja plegable, nada más.
Se me empezó a formar un nudo en el estómago, como si un doloroso puño me agarrase los intestinos.
Cogí la bolsa y regresé a casa. Oí las voces justo antes de salir del bosque para entrar en nuestro jardín.
Voces masculinas.
Había dos furgonetas blancas en nuestra entrada; en las puertas, escrito en llamativas letras rojas, se leía «Corporación Talbot».
El Plymouth Duster había desaparecido.
Madre y la señora Carter se habían marchado con el señor Smith. De eso estaba seguro.
Estaba solo.