32
Emory
Día 1 – 17:00
La música paró.
Así, por las buenas.
«Sweet Home Alabama» le estaba martilleando el cráneo con la ferocidad de unas contraventanas metálicas en pleno huracán y, un segundo después, nada.
Con todo, la estancia no estaba en silencio. Un sonoro pitido había sustituido a la música, y a pesar de que Emory sabía que aquel tono solo existía en su cabeza, bien podía estar atronando desde uno de los altavoces. Su volumen no aumentaba ni disminuía; se mantenía constante.
Tinnitus.
La señora Burrow le había enseñado todo lo referente a los peligros de los ruidos potentes unos tres años atrás, antes de dejarla ir a su primer concierto, el de los Jack’s Mannequin en la sala Metro. Había querido asustarla; ahora, al mirar atrás, a Emory le parecía evidente. La señora Burrow le había contado que la exposición prolongada a la música muy alta podía generar con facilidad problemas permanentes, en especial en entornos cerrados; algo sobre que los pelillos del oído se dañaban como unos cables deshilachados, lo que provocaba que el cerebro percibiese un sonido que no existía. La mayoría de las veces era una situación temporal.
La mayoría de las veces.
Cuando la señora Burrow le dio un par de tapones para los oídos, los aceptó encantada antes de salir por la puerta. No los había utilizado, por supuesto. Se negaba a dejar que sus amigas la viesen con aquellas memeces de color rosa sobresaliéndole de las orejas. Lo que hizo fue guardárselos en el bolsillo, y acabó la noche con un pitido en los oídos muy similar al que tenía ahora.
Eso no fue nada comparado con esto, cielo. ¿Es que no te acuerdas? Aquello apenas resultaba audible, y solo duró un rato. Al fin y al cabo, aquel concierto no fue ruidoso, ni largo tampoco. No como el bombardeo al que te acaban de someter. ¿Cuánto ha durado ese estruendo de música? ¿Cinco horas? ¿Diez? Y ya has perdido una oreja. Estoy segura de que eso tampoco ayuda.
—¡Cállate ya! —intentó gritar Emory. Pero las palabras surgieron en un barullo amortiguado, la garganta seca protestaba con cada sílaba.
Yo solo digo que un tapón en el oído te podría venir bien. En ese lado ya tienes un buen vendaje, tenso; si vuelve esa música horrenda, deberías pensar en coger un trocito del vendaje y meterlo en el canal auditivo. Más vale prevenir que curar, ¿no? Si consigues salir de este berenjenal, serás la chica a la que le falta una oreja: más te vale mantener la otra en perfectas condiciones, ¿no crees? ¿Sabes qué es peor que una chica con una sola oreja? ¿Lo sabes?
—Cállate, por favor.
¿Sabes qué es peor?
Emory cerró los ojos y pasó del negro al más negro aún, y se puso a cantar It’s My Party, de Jessie J.
Lo único peor que una chica con una sola oreja es una chica con una sola oreja y sin ojos. Creo que esa podría ser la siguiente parada en tu viajecito, mi amor, porque, si se ha apagado la música, significa que alguien la ha apagado.
A Emory se le atragantó el aliento y giró la cabeza rápidamente de derecha a izquierda, y de vuelta otra vez, escrutando el muro de oscuridad.
Sus ojos trataban de adaptarse a la negrura, pero estaban perdiendo la batalla. Emory estaba sentada, encaramada en lo alto de la camilla con las rodillas bien apretadas contra el pecho, y aun así ni siquiera se veía los pies. El brillo metálico de la camilla parecía poco más que un tenue borrón difuminado. Sin embargo, eso no significaba que no hubiese movimiento. Había cosas moviéndose a su alrededor. La oscuridad fluía ondulada, flotaba en el aire con una turbia espesura que casi podía paladear.
El hombre podría estar en aquella habitación con ella, ahora mismo, y no lo sabría. Podría estar ahí de pie, a treinta centímetros, o a medio metro, con un cuchillo en la mano, listo para hincarle la punta en los ojos y sacárselos con un golpe de muñeca. A Emory no le daría tiempo a reaccionar ni a defenderse de él, no hasta que empezara a hurgarle en los ojos.
Emory siguió cantando, pero el ritmo y la cadencia de la canción le salían fatal.
—I keep da-dancing alone, da-dancing —cantaba en voz baja—. Da-dancing till I say stop[2]. —Extendió el brazo libre hacia delante e hizo un lento barrido a un lado y a otro, a tientas en la oscuridad—. ¿Estás… estás ahí?
Lo vio en su imaginación. Un hombre alto y delgado apoyado contra la pared opuesta con un cuchillo en una mano y una cuchara en la otra, los dedos flexionados sobre el mango del cuchillo al pasar la hoja por el borde de la cuchara. Ambos utensilios estaban cubiertos de sangre seca, restos de las víctimas anteriores que ella. Aun en la oscuridad, sabía que él podía verla. Era capaz de verla perfectamente. Una cajita blanca descansaba en el suelo, a sus pies, y un cordel negro aguardaba a su lado. Con la mano derecha, el hombre extendió el índice y el corazón en forma de V, se señaló los ojos y después señaló los de ella con una sonrisa que le asomaba a los labios: unos labios partidos, resecos y agrietados por la falta de agua. Se los recorrió con la lengua, despacio y con mucho tiento.
—No queda nada que merezca la pena ver —le dijo el hombre en voz baja—. El mal que hay en el mundo te ha mancillado esos ojos tan jóvenes, y hay que sacártelos. Es la única manera de deshacer lo visto…, la única forma de limpiarte, de purificarte.
Emory retrocedió, y se fue contra la pared.
—No eres real —se dijo Emory—. Estoy sola aquí dentro.
Quería que volviese la música.
Si estaba allí, si de verdad se encontraba en aquella habitación y estaba listo para hacerle daño, Emory no quería oírle venir. Sería mejor así.
El pitido de los oídos había perdido intensidad, y se obligó a hacer caso omiso de los fuertes latidos del corazón que le palpitaban en la oreja herida; se forzó a escuchar los sonidos de la estancia a su alrededor.
¿Oiría respirar a aquel hombre?
—¡Si vas a hacerme daño, acaba ya de una vez, enfermo de mierda! —gritó.
Solo que no fue un grito: se le había resecado tanto la garganta que le salió una voz de pito, cascada.
Se oyó algo.
¿Estaba eso ahí antes?
Un constante plop, plop, plop, a cada segundo o así.
Pero ¿dónde?
Había recorrido ya la habitación al despertarse. Había comprobado todas las paredes. Estaba descalza: de haber una gotera, algún charco de agua en alguna parte, ya lo habría encontrado, ¿no?
Le dolió la garganta con solo pensar en el agua.
Podrías estar oyendo el agua por la sed que tienes, querida. Así de curiosa es la mente. Creo que si él quisiera que tuvieses agua, te la habría dado.
Emory cerró los ojos y trató de escuchar con más atención. Ya sabía que era una estupidez: no veía nada, pero aun así era como si cerrar los ojos le sirviese de ayuda. Los sonidos se volvieron un poco más sonoros, un poco más claros.
Plop…, plop…, plop.
Ladeó la cabeza, fue dirigiendo el oído bueno y girando la cabeza levemente con cada gota hasta que alcanzó su mayor volumen. Cuando el sonido comenzó a perder fuerza de nuevo, se detuvo y volvió atrás muy despacio.
Venía de su izquierda.
Emory se bajó de la camilla y se puso en pie sobre el cemento gélido. Por todo el cuerpo se le puso la piel de gallina, y se rodeó con el brazo izquierdo para intentar calentarse. La mano derecha tiraba de la camilla.
No te olvides de las ratas, querida. Lo más seguro es que esas pequeñajas anden correteando a tu alrededor ahora mismo. Es probable que hayan encontrado el agua hace mucho; ahora querrán algo de picar para acompañarla, un pedacito de filete de jovencita. Si yo fuera una rata, montaría el campamento junto al agua, probablemente. Y la protegería; defendería el agua con mi vida.
Emory dio un paso al frente, seguido de otro, tirando de la camilla.
No quería abandonar la pared, que la había reconfortado como un gran manto de seguridad, pero aun así se apartó de ella. Dejó atrás la pared y dio otro paso, pequeño, o más bien arrastró el pie. Sin saber lo que tenía delante, no podía permitirse mucho más que aquello.
¿Te imaginas que ese tío hubiera tirado cristales rotos? ¿O clavos oxidados? ¿Qué me dices de un agujero en el suelo? Si te cayeses y te rompieras una pierna, entonces sí que estarías metida en un buen lío, mucho peor que el de ahora, eso desde luego. Por cierto, no quiero ser una plasta, pero me da la sensación de que merece la pena mencionarlo. ¿Has averiguado ya quién ha apagado la música? Lo digo porque, si está cerca, encontrar algo de beber no debería ser tu prioridad ahora.
—Si piensa hacerme daño, lo hará —contestó Emory de sopetón—. No me voy a quedar sentada esperando a que mueva ficha.
Avanzó arrastrando los pies, y los dedos se le entumecían más a cada paso.
¿Se estaba enfriando el cemento?
—No va a dejarme morir, al menos hasta que haya terminado conmigo. A las chicas que salieron en las noticias las mantuvo vivas por lo menos una semana antes de matarlas. Yo solo llevo un día aquí metida, como máximo. Todavía me necesita.
Supongo que algo de eso hay, pero son tantas las cosas que te podría hacer, tantas cosas desagradables que no te matarían… Ya te ha quitado una oreja. Ya sabes que lo siguiente son los ojos. Aunque, ¿tan malo sería eso? Quiero decir que ahora mismo no puedes ver nada, ¿no? Sinceramente, a mí me preocuparía más perder la lengua. Siempre puedes andar a tientas en la oscuridad, pero ¿perder la capacidad de hablar? Cielo santo, eso sería tremendo. Con lo habladora que has sido siempre.
Emory escuchó. Ya estaba cerca, a un par de metros como mucho.
Una rata le pasó correteando por los dedos de los pies, y Emory soltó un alarido tal que casi se cae de espaldas sobre la camilla.
Se obligó a respirar hondo. Tenía que mantener la calma. De nuevo, unas patitas le pasaron por encima de los dedos de los pies. Esta vez, al gritar, su voz sonó fuerte; no se contuvo, tuviera la garganta seca o no. La sintió como si estuviera vomitando cristales, y quiso parar, pero el grito seguía saliendo de todas formas: el grito de todos los gritos. Ya no era por las ratas, ni por estar secuestrada y encerrada en aquel sitio, era por su padre y toda la gente que la rodeaba, era por la frustración de recibir clases en casa y por las escasas amistades que tenía en su vida. El dolor de la oreja, el entumecimiento de los pies y la vulnerabilidad de hallarse desnuda en un lugar extraño, todo ello había alcanzado un punto crítico. Era por esos ojos desconocidos que sentía sobre ella. Era por el hombre que se la había llevado, un hombre que podía estar a kilómetros de distancia o a unos centímetros, oculto en la oscuridad. Era por su madre, por que se hubiese muerto y la hubiera dejado sufrir sola todo aquello.
Cuando por fin paró, la garganta le ardía como si hubiese tragado plomo incandescente y hubiese rascado los residuos con una cuchilla oxidada, pero le dio igual. El grito le había despejado la mente. Y necesitaba estar despejada.
Tenía que pensar.
Ya no le pitaban los oídos.
Emory obligó a su oído bueno a escuchar con más atención, más allá del bombeo de la sangre que percibía en el otro.
Plop.
A su izquierda oyó el leve sonido de algo que arañaba. Uñas contra el cemento. Garras minúsculas. Cavando.
Ni caso, se dijo.
No les hagas caso.
Se obligó a avanzar, milímetro a milímetro, primero un paso, luego otro, después ot…
Un dedo tropezó con algo. La superficie parecía más fría que el cemento. Fría y húmeda. Se arrodilló con un movimiento torpe para llegar a tocarla, con el brazo derecho estirado a su espalda. Tiró de la camilla, tiró para aproximarla y que le diese un poco más de margen de movimiento.
¿Una bandeja de metal? Eso era, una bandeja metálica bastante grande. Recorrió el borde y calculó que tendría casi un metro de ancho. Cada diez centímetros, o algo así, asomaban de ella unos tornillos con tuercas que la aseguraban al cemento.
Emory deslizó la mano por la superficie… Húmeda, desde luego.
Plop.
Esta vez la gota cayó tan cerca que le salpicó y le mojó la piel. Pasó un dedo por la bandeja metálica y se lo llevó a los labios. Olió el metal incluso antes de percibir su sabor, a óxido u otro tipo de residuo. Lo probó de todas formas al decirle su cerebro que, si no conseguía agua pronto, lo demás daría lo mismo.
Sabía horrible, pero estaba húmedo, y quería más.
Emory bajó la cabeza hacia la bandeja de metal y tiró de la camilla para llegar más lejos. Cuando esta ya no se movió más, estiró el cuello y sacó la lengua. Tal vez no pudiese ver nada, pero el agua estaba allí mismo, a unos centímetros de distancia. La notaba…, la buscaba con la punta de la lengua, a tientas en el aire, estirándola.
En tu lugar, yo me guardaría esa lengua de nuevo en la boquita. Con agua o sin ella, tiene pinta de ser un bocadito delicioso para una rata grande y hambrienta, ¿no te parece? Como mínimo, le estás facilitando a tu anfitrión el cortarte la sin hueso.
Emory retrocedió. Con la oreja dañada no era capaz de localizar con exactitud el origen de los arañazos. Sonaba como si lo tuviera justo al lado, y, un instante después, parecía proceder de la otra punta de la habitación.
Plop.
Le salpicaron unas gotas de agua en la mano y en la mejilla.
—Que le den por culo.
Emory se volvió a inclinar hacia delante tanto como pudo, tirando de las esposas, a su espalda. Se estiró hasta que creyó que se le iba a partir el cuello de la presión. El metal de las esposas le mordía la muñeca, y se obligó a hacer caso omiso del dolor, con la mente volcada en una única cosa: el agua.
Pegó un tirón hacia delante.
La lengua rozó la superficie de la bandeja de metal durante un segundo, un escaso segundo como mucho, y el sabor del óxido le llegó a los labios. Sucedió tan rápido, y el metal estaba tan frío, que no pudo saber si de verdad había cogido algo de agua o simplemente se había imaginado que el metal frío era el agua. Desde luego que no había sido suficiente para saciar su sed. Aquella pequeña muestra solo la empeoró.
No iba a echarse a llorar. Se negó a hacerlo.
Se inclinó tanto como pudo y tiró de las esposas con todas sus fuerzas. El metal se le clavó en la muñeca, pero le dio igual. Emory utilizó todo su peso para tirar hacia delante. Algo cedió, y su rostro se abalanzó hacia el frente. La lengua encontró el agua: el agua helada, refrescante, sucia y oxidada que estaba estancada en el centro de la bandeja. La lengua se hundió en el charco un instante antes de que la camilla volcase, le cayese sobre la espalda y le estampase la cabeza contra el suelo para envolverlo todo en una oscuridad aún más profunda.